Por las venas del físico Avi Loeb (1962, Israel) bombea la sangre de un soñador obsesionado con dar respuesta a las incógnitas insondables del espacio profundo. Ha sorteado las turbias aguas de la polémica y esquivado los dardos envenenados de sus compañeros escépticos, a los que tacha de "envidiosos" y promotores de una "ciencia aburrida". Con el paso del tiempo, Loeb se ha erigido en uno de los pocos científicos a contracorriente que aún defiende que encontrar tecnología extraterrestre es una hipótesis plausible. Mientras que el resto de académicos pega el ojo al microscopio y baraja hipótesis y ecuaciones complejas para adquirir nuevos conocimientos desde un laboratorio, Loeb se sumerge en aventuras inauditas para hallar el 'monolito negro' que contenga el ADN del misterio.
Loeb completó su última gesta hace un mes, cuando viajó a las costas de Papúa Nueva Guinea financiado por el magnate Charles Hoskinson. Su misión era dar con un extraño meteorito datado de 2014, IM1, que, a priori, tenía todas las papeletas de ser de origen interestelar. Era mucho más veloz de lo habitual. Más pesado. ¿Orbitaba en torno a algún otro cuerpo del sistema solar? ¿Estaba compuesto por los mismos materiales que el resto de pedruscos espaciales?
Subido a bordo del barco Silver Star y acompañado de una marinería formada por ingenieros, estudiantes y un equipo de rodaje de cine, Avi Loeb rebuscó en el suelo oceánico, a 2 kilómetros de profundidad, hasta dar con su particular halcón maltés. El hallazgo le provocó un súbito escalofrío: entre los restos de las cenizas volcánicas del fondo marino halló 420 pequeñas esferas metálicas de tamaño variable, algunas de las cuales contenían dentro de sí otras más pequeñas; unas perfectas 'muñecas rusas' de aleación de origen... ¿desconocido? Tras 14 días en el Pacífico, volvió a toda prisa al laboratorio para analizar sus nuevos juguetes espaciales.
Cualquier otro hombre podría haber parecido un lunático obcecado por hallar el Santo Grial de la evolución (¿no hay algo de locura en todos aquellos genios, como Galileo, que se embarcaron en la proeza de defender sus convicciones a la contra de los tiempos; acaso no deberíamos agotar toda la locura para llegar a tierra de sabiduría?). Sin embargo, Loeb no es el cauchero operista de Fitzcarraldo, sino uno de los científicos más prestigiosos y mediáticos de Harvard, la mejor universidad del mundo, donde dirige el Instituto para la Teoría y la Computación del Centro de Astrofísica. La revista Time lo nombró uno de los investigadores más influyentes en ciencias espaciales en 2012, es director de la iniciativa Agujero Negro y en 2020 fue seleccionado como miembro del Consejo de Asesores del Presidente sobre Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca.
En la misma semana en la que Estados Unidos ha desclasificado documentos secretos sobre los conocidos como Fenómenos Aéreos No Identificados (UAP por sus siglas en inglés; OVNI ya no se usa desde 2021), Loeb recibe a EL ESPAÑOL | Porfolio en su despacho de Universidad de Harvard. Viene a hablar de su peculiar hallazgo en aguas del Pacífico, de la posible existencia de vida extraterrestre, del polémico meteorito Oumuamua y, por supuesto, de las inquietantes declaraciones bajo juramento que ofreció el miércoles el exoficial de inteligencia de la Fuerza Aérea David Grusch. Además, adelanta que en agosto publicará su nuevo libro, Interstellar.
P.– Señor Loeb, usted se lanzó hace unos meses a investigar el caso de un meteorito, IM1, que cayó en las costas de Papúa Nueva Guinea. ¿Qué tenía de especial?
R.– Hacia enero de 2019 me preguntaron en una entrevista por un meteorito de 10 metros de longitud que cayó en 2018 en el mar de Bering. Buscando información sobre ello, di con un catálogo de la NASA en el que estaban registrados todos los meteoritos localizados en la última década. Concretamente, 273. Se me ocurrió buscar si en aquel catálogo de la NASA había alguno que hubiese alcanzado velocidades superiores a la velocidad de escape del sistema solar [se trata de la velocidad que necesita un objeto para alejarse indefinidamente de un cuerpo o sistema más masivo al cual le vincula la gravedad]. Le pedí a uno de mis estudiantes que comprobase si alguno de los objetos del catálogo tenía esa velocidad, lo que podría sugerir que su origen estaría fuera del sistema solar. Así hallamos el segundo meteorito más rápido registrado, IM1, con una velocidad de 60 kilómetros por segundo; un objeto que fue descubierto el 8 de enero de 2014 y que cayó cerca de las costas de las islas Manu'a.
P.– Tengo entendido que al principio lo tomaron por loco...
R.– Bueno, escribimos un paper científico, pero los revisores lo rechazaron argumentando que los datos del Gobierno eran erróneos. Pero se trataba de información recolectada por los mismos satélites y sensores de tierra que habitualmente se usan para proteger a Estados Unidos de misiles balísticos y otras amenazas para la seguridad nacional. Tres años después, el Comando Espacial de Estados Unidos, dependiente del departamento de Defensa, escribió una carta oficial a la NASA en la que decía que la identificación que hicimos era correcta y que se trataba, en un 99,99%, de un meteorito interestelar. Eso significa que viene del espacio profundo. Tambien nos dieron más información sobre la bola de fuego que generó al entrar en la Tierra y nos indicaron la localización de la explosión, de casi 10 kilómetros de extensión. De todos estos datos dedujimos que el meteorito estaba hecho de materiales mucho más pesados que otros registrados por el catálogo de la NASA. Era demasiado raro en términos de velocidad y material; mucho más duro que la mayoría de rocas espaciales que chocan contra nuestro planeta.
P.– Entonces no dudó en lanzarse a investigar el lugar del impacto. El mes pasado concluyó su expedición. Los resultados son, cuanto menos, polémicos e interesantes. Encontró unas esferas en el fondo del mar...
R.– Tras 14 días de expedición cerca de las islas de Papúa Nueva Guinea encontramos unas extrañas partículas, unas maravillas metálicas diminutas de medio milímetro de tamaño. Creemos que son pequeñas 'gotas' que se separaron de la superficie del objeto al exponerse a la bola del fuego resultante de la fricción con el aire. Estos objetos eran esféricos. De momento, hemos contabilizado 420. Mi primera hipótesis es que el meteorito podría tratarse de algún tipo de objeto de origen tecnológico. Imagina el Voyager: lo lanzamos al espacio y dentro de 10.000 años saldrá de los confines del sistema solar, convirtiéndose en basura espacial. Dentro de millones de años podría chocar con otro planeta, quemarse en una atmósfera aparentando ser más rápido y duro que una roca habitual, ya que estaría hecho de acero inoxidable.
P.– La pregunta del millón. ¿De qué están formadas sus esferas?
R.– Aún no lo sabemos. Es lo que estamos tratando de averiguar en tres laboratorios de forma simultánea: en los de la Universidad de Harvard, en los de California-Berkeley y en la Brooker Corporation de Berlín. Utilizamos microscopios de electrones que nos permiten ver la morfología y la estructura de las esferas. Es increíble, porque al mirar en el interior de una de ellas vimos que había más esferas dentro de las esfera, como si se tratara de muñecas rusas. Las más pequeñas tenían unos pocos cientos de átomos. Además de estos microscopios, contamos con espectrómetros de masa que analizan los materiales que hay en su superficie y detectan la composición de sus elementos e isótopos. También contamos con analizadores fluorescentes de rayos X, con los que podemos ver las 'huellas' de los átomos.
P.– Soñemos. ¿Qué cree que tiene entre manos?
R.– Aún es muy pronto para decirlo, porque sólo hemos podido analizar una docena. Debemos responder a dos preguntas: la primera, si el material es de fuera del sistema solar, algo que podremos deducir estudiando la abundancia de elementos e isótopos radiactivos, que son los que facilitan la datación. Si son muy anteriores al sistema solar, sabremos que son de otro lugar. Piensa que nuestro sistema está formado, en parte, por materiales de una nube de gases cercana y por el enriquecimiento de la explosión de una supernova particular. Sería fácil reconocer algo que viene de lejos, porque estaría enriquecido con otros elementos muy diferentes. La segunda pregunta que debemos resolver es: si encontramos algo que sea de fuera del sistema solar, ¿hay evidencia de que sea tecnológico?
P.– Lo que nos lleva a la pregunta que lanzaba The Guardian el otro día. ¿Por qué los alienígenas aparcan tan mal en la Tierra? ¿Hablamos de ovnis o acaso cuando habla de 'tecnología extraterrestre' se imagina basura espacial de otras civilizaciones?
R.– (Risas) Realmente podría haber dos tipos de elementos 'alienígenas': por un lado, objetos que sean parecidos a las sondas que hemos enviado al espacio, como las Voyager, las Pioneer o las New Horizons, que después de 10.000 años dejarán de funcionar y saldrán de la nube de Oort y, por tanto, de las afueras del sistema solar. Podríamos imaginarlas como contaminación espacial; basura que hemos lanzado y que puede acabar en otros planetas. Como el plástico del océano. El segundo tipo de objetos con los que podríamos topar son aparatos funcionales que, aunque hayan tenido largas distancias de viaje, aún están operativos. Serían autónomos, claro, porque un viaje así tomaría mucho tiempo y los propios descendientes de esas hipotéticas civilizaciones podrían estar ya muertos pero haber tenido gadgets que funcionaran con algún tipo de Inteligencia Artificial.
P.– Si encontrase algo de esas características... ¿Qué haría?
R.– En la última clase del semestre de primavera le hice a mis alumnos una pregunta: si encontrasemos un aparato con botones, ¿deberíamos presionarlos? La mitad de la clase dijo que no por miedo a las consecuencias; la otra mitad afirmó que sí, por mera curiosidad. Pero hubo un alumno que me preguntó: ¿Qué haría usted, profesor? Y yo le respondí: lo traería a un laboratorio para examinarlo antes de 'comprometerme' con ello.
P.– El hallazgo de sus esferas ha despertado una enorme polémica entre sus compañeros de oficio. Hay quien no se cree ni un pelo de lo que dice.
R.– Muchos emiten opiniones y las expresan sin rubor. ¡Aún no he terminado mis análisis y ya tienen la respuesta! Dicen que esto no es interesante cuando ni siquiera tienen nada que investigar, pero yo tengo 420 esferas en mi poder. ¿Cómo es posible que científicos que se hacen llamar así no digan, 'vamos a esperar a ver qué dice la evidencia'? No. Automáticamente lo desechan. Antes de comenzar la expedición, la mayoría me dijo que no había oportunidad de que encontrara nada, que era perder el tiempo. Y yo les respondí: 'Vosotros no tenéis nada que hacer. Sentaos y esperad. Ya haré yo el trabajo duro'. Además, contaba con una financiación privada de un millón y medio. Un 1% de lo que se ha gastado la ciencia durante 40 años para buscar materia oscura en el colisionador de hadrones... ¿y qué hemos encontrado? Nada, ¿verdad? Eso sí es buscar en la oscuridad.
P.– ¿De dónde viene ese escepticismo?
R.- Celos académicos.
P.- ¿Qué quiere decir?
R.– Hay muchos científicos que están envidiosos de que mis investigaciones sí interesen a la gente. ¿Por qué la ciencia debería alejarse de cuestiones que preocupan a las personas? Hubo un científico que dijo que los periodistas debían prestar más atención a la ciencia aburrida y dejar de hacer caso a mis investigaciones. Es una lógica absurda. Yo uso el método científico para buscar evidencias con objeto de abordar algo que interesa a todo el mundo. Hasta la gente de Washington D.C., que bastante preocupada está ya con cuestiones de seguridad nacional, está dispuesta a sacar tiempo de sus agendas para discutir seriamente esta cuestión. Ocurrió lo mismo con Galileo hace 400 años. Podríamos pensar... 'Oh, hoy estamos más evolucionados, hay más científicos y más universidades. Supuestamente tenemos la obligación de explorar todo tipo de nuevo conocimiento sin censuras'. Pero ¿qué pasa? Que las universidades son las que no quieren promover ese nuevo conocimiento.
P.– ¿Se siente un poco como Galileo?
R.– No me considero nada. Sólo quiero seguir la pista de la evidencia. Yo admiro mucho el estilo de Galileo. Vivió en una temporada de gran agitación social. Lamentablemente, hoy los medios de comunicación y la ciencia le habrían cancelado. Te confieso que mi peor trauma infantil fue estar en una mesa, cenando, y lanzar una pregunta muy difícil. Todo el mundo en la habitación pretendía saber la respuesta... pero nadie la conocía. Desecharon la pregunta. Me sentó muy mal, porque me di cuenta de que no tenían ni idea de qué hablaban. Por eso me hice científico: para hallar respuestas usando un método. Hoy, lamentablemente, me siento igual que cuando era niño.
P.– Parte de culpa, quizás, lo tiene el escepticismo y el auge de las teorías de la conspiración, las fake news... el batiburrillo de ideas de la 'olla a presión' mediática. ¿No se ha polarizado también la ciencia?
R.– Estoy completamente de acuerdo, y por eso no tengo huella en las redes sociales. Mira, hay un cuento, una metáfora, que me encanta. Trata sobre un águila y un cuervo. El cuervo es el único pájaro que picotea el cuello del águila cuando esta vuela; el águila, sin embargo, no gasta tiempo ni energía en echar al animal. Lo único que hace es subir cada vez más alto hasta cotas en las que baja el oxígeno. El cuervo cae porque no puede sobrevivir sin aire. Ese es mi acercamiento a la gente que me persigue, a quienes tratan de destruirme. A mí me da igual. Subiré a cotas altas. En mi versión, eso implica hacer la mejor ciencia posible, usar los mejores instrumentos del mundo y escribir un paper científico que sea publicado. El resto caerá por su propio peso.
P.– ¿Cómo valora las polémicas declaraciones que hizo el exoficial de inteligencia de la Fuerza Aérea David Grusch, quien aseguró bajo juramento que Estados Unidos tenía constancia de material alienígena?
R.– Los tres testigos hablaron bajo juramento, lo que les hace legalmente responsables de todo lo que digan y facilita a los legisladores la búsqueda de información adicional. El serio debate en torno a sus deliberaciones sugiere que el contexto extraterrestre de los UAP está perdiendo su estigma [...] Esperemos que, al permitir a los científicos acceder a los datos que pueda tener el gobierno estadounidense, todos podamos hacernos una mejor idea de si existen pruebas de la existencia de vecinos cósmicos en nuestro patio trasero. De ser así, podríamos aprovechar nuevas capacidades tecnológicas estudiando los lugares donde se estrellaron viajeros interestelares en tierra o en nuestros océanos. Tener compañeros sensibles daría un nuevo sentido a nuestra existencia en el vasto cosmos que hasta ahora parecía oscuro y solitario.
P.– Para saber más sobre nuestros 'vecinos alienígenas' usted puso en marcha hace dos años el Proyecto Galileo. ¿En qué consiste?
R.– Mi libro Extraterrestrial inspiró a muchos millonarios que llamaron a mi puerta con la intención de financiarme. Con uno de ellos fundé el Proyecto Galileo. Nuestra meta es averiguar la naturaleza de los objetos que pasan cerca de la Tierra fuera del sistema solar. Por un lado, queremos hacer expediciones similares a las que hicimos el mes pasado para buscar y analizar meteoritos interestelares; otra rama es recabar más información sobre objetos interestelares similares a Oumuamua; la tercera pata es comprender la naturaleza de los fenómenos anómalos no identificados como de los que hablaron el miércoles en la Cámara de Representantes. Queremos monitorizar desde Harvard el cielo 24/7 con sensores infrarrojos ópticos, de audio y radio y analizar los datos mediante IA con un software de machine learning. A futuro, querríamos tener 5 observatorios así en todo el mundo. Merecería la pena aunque sólo 1 de cada 1.000 objetos tuviera origen extraterrestre.
P.– ¿Cuál es la respuesta más plausible al origen del universo?
R.– Una posibilidad es que todo comenzase en un laboratorio, que unos científicos nos hicieran. Es como si los humanos dieran a luz humanos que dan luz a humanos que dan luz a humanos. Imagina un universo como el nuestro dando origen a científicos que pudiesen crear pequeños universos que pudiesen crear nuevos universos.
P.– ¿Qué le dice, entonces, su intuición? ¿Hay vida más allá de la Tierra?
R.– Antes de arrancar la expedición me llamaron más de 50 directores de cine y productoras para venir a grabar. Sólo escogí a un grupo de rodaje que quería hacer un documental. Una mañana, cuando me vio hacer ejercicio en la cubierta del barco, me preguntó: '¿Estás huyendo de algo o hacia algo?' Y yo le contesté: 'Ambas. Huyo de algunos de mis compañeros que sólo muestran opiniones firmes sin buscar evidencia. Y, al mismo tiempo, me dirijo hacia una inteligencia superior de origen interestelar'. Esta idea encapsula mis pensamientos.
P.– Vamos, que está seguro de que no estamos solos en el cosmos...
R.– Es muy arrogante pensar que somos los únicos y los más listos desde el Big Bang. Hay millones de estrellas como el Sol sólo en la Vía Láctea, y un porcentaje de ellas tiene planetas del tamaño de la Tierra. Lo que vemos aquí puede estar replicándose en otro lugar. Si tiramos los dados millones de veces, seguro que ha surgido un científico más inteligente que Albert Einstein antes siquiera de que existiéramos. Sabemos que no somos el centro del universo. Si no estamos en el centro del plató de la obra de teatro cósmica, y encima llegamos tarde... Lo siento, pero la obra no va sobre ti. Es como quedarse en casa y decir: 'no tengo pareja porque no hay nadie a mi alrededor'. Es lo que dijo Enrico Fermi: ¿dónde está todo el mundo? El problema es que si estás soltero sólo puedes encontrar pareja saliendo de casa. A mí me parece de sentido común... algo que escasea entre mis compañeros académicos.
P.– ¿Cómo cree que serían estas civilizaciones extraterrestres? ¿Se las imagina como los heptápodos de La llegada o algo incomprensible como ocurre en los relatos de Sanisław Lem?
R.– Es que a lo mejor ni siquiera están vivos. Yo veo los meteoritos como velas fúnebres que honran la memoria de posibles civilizaciones extraterrestres ya extintas. Puede que ya no estén entre nosotros. Piensa que los seres humanos tenemos sólo 1.000 millones de años antes de que el Sol evapore todos los océanos de la Tierra. Como el viaje es tan largo y lejano, cualquier cosa funcional tiene que ser autónoma e independiente. Por eso creo que, si damos con algo, debería estar equipado con algún tipo de Inteligencia Artificial que piense por sí misma; gadgets mucho más avanzados que los que tenemos nosotros. Al fin y al cabo, llevamos sólo un siglo de ciencia y tecnología, y si ellos llegasen a nuestra puerta sería porque están muchos más avanzados. De lo contrario, nosotros habríamos llegado antes a su puerta.
P.– ¿Cree que un contacto alienígena acabaría con las religiones o nos unificaría en algún tipo de espiritualidad más profunda?
R.– Creo que unificaría religión y ciencia. Imagina a un hombre de las cavernas mirando un teléfono o paseando por Nueva York. Si piensas en una sociedad muy avanzada tecnológicamente, a nuestros ojos podría ser como una aproximación a Dios, porque esa hipotética civilización podría crear cosas similares a milagros. Especialmente si hablamos de civilizaciones tan avanzadas que tuvieran la capacidad de unificar la mecánica cuántica con la teoría de la gravedad y crear, en un laboratorio, un universo en miniatura. Si pudiesen crear un universo así, un Big Bang, de acuerdo con los textos religiosos... ¿no sería como estar ante Dios?