Habían pasado más de 50 años, pero Ángel Arrabal, a sus 74, vio la foto en el suplemento Alfa y Omega y no le cupo la menor duda. En la foto, el hombre ya era mayor, muy mayor. Leyó su nombre, le reconoció y le gritó emocionadísimo a su mujer:
−¡A este santo lo conocí yo en la fábrica de la Pepsi!
Era el mes de enero de 2022. A su memoria le llegó, nítida, la imagen que atesoraba desde hacía medio siglo: siempre sonriente con su mono azul, embotellando el refresco en turnos agotadores de un trabajo físico y psíquico de 12 horas. También recordó el olor dulzón de la Pepsi y el sonido estruendoso de la maquinaria que impedía cualquier comunicación verbal que no fuera a gritos.
Aquel hombre sonriente era fuerte, alto y bien parecido. Apenas rebasaba los cuarenta años y se llamaba Víctor Rodríguez Martínez. Falleció en Medina del Campo (Valladolid) hace diez, víctima del alzhéimer. Para el Vaticano es además uno de los últimos seglares que se encuentra en proceso de canonización, que se dirime actualmente en Roma.
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A Víctor lo recordaba hasta la mujer de Ángel, aun sin conocerle, de tantísimas veces que le había nombrado su marido. El pasar de los años no le había hecho olvidar jamás la profunda huella de haberle tratado. Fue una amistad fraguada, con conversaciones de una inusitada brillantez, en el contexto de la despiadada cotidianidad de una fábrica de las de finales de la década de los 60.
Fue durante tres veranos. Víctor era, como Ángel, un simple peón, aunque Víctor era un trabajador fijo. "Era una persona a contracorriente. Tenía un enorme prestigio moral y de honradez. Hasta los jefes le escuchaban y le trataban con respeto", explica Arrabal a EL ESPAÑOL | Porfolio. Era otro siglo, había otras reglas y otra cultura.
Víctor había nacido en Quintanadíez de la Vega, un pueblo pequeñísimo de Palencia, en 1925. Se casó, tuvo diez hijos, de los que vivieron siete. Fue también un empresario próspero y lo perdió todo. Completamente arruinado, marchó a Madrid a buscar un empleo, cualquiera, con el que mantener a su familia. Lo encontró como peón en la Pepsi. Dentro de la fábrica trabajó y se dedicó a hacer el bien. Fuera, sacaba horas al día y se las restaba a su sueño para ayudar a quien lo necesitase, el cuidado de los enfermos, asistir a los pobres −regalándoles hasta su único abrigo de invierno−, rezar e ir a misa. Así, hasta el día de su muerte.
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Juan Luis Rodríguez es su hermano y sacerdote carmelita del Convento de San Benito, en Valladolid. "Víctor era el mediano, y yo, el pequeño. Evidentemente, es muy raro que en la actualidad se inicie un proceso de canonización de alguien que no es religioso, sino seglar. Viendo su vida, no es raro".
El carmelita comienza a contar la infancia que vivieron. "Nos criamos en un ambiente familiar muy religioso: se rezaba el rosario después de cenar, y teníamos una participación muy activa en la iglesia, desde muy niños. Mi hermano fue monaguillo desde chico".
Fue allí, en el hogar, donde a Víctor se le clavó en el alma "el amor por los pobres. Era obsesión", cuenta su hermano. Se lo transmitieron sus padres, porque "quien llamara a la puerta de la casa era recibido". Y todos los veranos regresaba uno. Uno especial, que a aquel niño le marcó profundamente por el resto de sus días.
"Es curioso, pero nunca supimos cómo se llamaba realmente. Lo conocíamos como 'el pobre del Valle de los Cauces'. Sí sabíamos que era muy religioso y que había sido seminarista. Se sabía el nombre de todos los santos de todos los días del año. Tú le decías un día y te decía el santoral sin equivocarse. Mi padre hasta le dejaba dirigir el rezo del rosario. Sin embargo, nunca aceptó dormir dentro de la casa: se iba al pajar".
En el pueblo, Víctor se ganó la fama de ser muy trabajador. Tuvo que abandonar los estudios y se dedicó a ayudar a su padre en las faenas. "Cuando terminaba, si alguien le pedía ayuda, allá que se iba a ayudar. Era empedernido", cuenta el padre Juan Luis a EL ESPAÑOL | Porfolio desde el Convento de San Benito.
En Medina del Campo
En 1948 Víctor se casó con Asunción, una chica de Bustillo de la Vega (Palencia), un pueblo a solo 10 kilómetros del de Víctor. El matrimonio se estableció en Medina del Campo, donde el marido instaló una granja de gallinas ponedoras. Por aquel entonces, las gallinas eran blancas y sus huevos también; aún no se había implantado el sistema intensivo, y la carne de ave se comía tan sólo una vez a la semana, cuando la economía familiar lo permitía.
El duro trabajo en su granja avícola comenzó a dar sus frutos y diversificó el negocio. Abrió varias tiendas de piensos y de huevos, incluso una en Madrid capital. Tenía una buena casa. Fumaba hasta puros.
"A Víctor el negocio le iba muy bien. Pero en 1966 vino una crisis avícola y se arruinó. Lo perdió todo"
El mazazo llegó cuando tenía ya seis hijos que alimentar y una última hija en camino. A EL ESPAÑOL | Porfolio cuenta su hermano que aquello no le hizo desesperar. Al contrario. "Ahí se produjo un cambio radical en Víctor. Con el tiempo, diría que arruinarse había sido la mayor gracia recibida: porque las cosas del mundo pueden fracasar, pero que el Señor no falla nunca".
La familia resolvió irse a Madrid, y su hermano Francisco, otro carmelita descalzo, le consiguió un empleo en Pepsi-Cola..., de simple peón. El trabajo le quedaba cerca de su casa, en la Colonia Nuevo Parque, en Oroquieta, actualmente integrada en Villaverde. Era un piso pequeño de alquiler en uno de esos bloques construidos para la masa trabajadora que atestaba la capital.
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En la fábrica pronto quedó claro que sería un peón, pero no sería uno como los demás. No había nada simple ni ordinario en Víctor. Sabía de derecho laboral, conocía cómo funcionaba una empresa y sabía cómo manejar a los trabajadores. Nunca se lamentó por lo perdido ni se quejó por lo que tenía. "Todos veían en él al hombre honrado", cuenta su hermano.
Las horas extras
La vida en la planta era, en cierta medida, "un mundillo muy curioso", recuerda Ángel Arrabal González, hoy escritor y sociólogo, y en aquella época, un joven estudiante que aprovechaba los tres meses de verano para trabajar y ganar un dinero para ayudarse en los estudios.
La fábrica de Pepsi se encontraba en la calle Antonio López, en Las Carolinas. Estaba centrada en la bebida de cola, pero también, aunque en menor medida, en la Mirinda, el refresco de naranja. Ya entonces había una guerra abierta entre Pepsi y Coca-Cola, con estrategias de marketing "muy agresivas, como el reparto de refrescos en las puertas de los colegios", o la edición de discos de vinilo, de los de 33 revoluciones, con los éxitos de grupos de la época como Los Pekenikes o Los Bravos.
Todos los procesos eran a mano, y la parte más dura del trabajo se encontraba en la cinta transportadora. Las botellas de cristal, una vez vacías, regresaban a la fábrica desde los establecimientos, donde se lavaban en una lavadora "enorme, automática", con un operario que velaba por que quedaran relucientes por dentro y por fuera. Una vez limpias se llenaban con el refresco, pasaban a la cinta transportadora y se metían a mano en las cajas. De ahí se llevaban al almacén, a pulso, y del almacén, también a pulso, a los camiones de reparto.
"En invierno, se trabajaba para almacenar para el verano, que es cuando se vendía el 80% de la producción anual. Y en verano, la plantilla fija tomaba vacaciones, y por eso se reforzaba el personal con contratos de tres meses. Lo cierto es que los veteranos se aprovechaban un poco de los novatos, por ejemplo, alargando los turnos rotatorios en cada fase, y dejándonos más tiempo del debido en los puestos que cansaban más. Así los veteranos iban más frescos".
Hay un detalle primordial que marcaba la vida en la fábrica. Lo desvela Ángel a EL ESPAÑOL | Porfolio. "La masa salarial nunca aumentaba, pero se pagaban gratificaciones. Se pagaban porque los trabajadores tenían que denunciar a los jefes cualquier mala praxis, como por ejemplo, botellas que salían sucias de la lavadora". La gratificación que recibía el empleado que alertaba de algo mal hecho se la quitaban del salario a ese peón que había fallado en su trabajo. El ambiente, por tanto, era feroz.
Víctor, sin embargo, aparecía sin decir nada para ayudar a esos nuevos, como Ángel, sobrepasados por habérseles acumulado una enorme cantidad de botellas y de cajas en la cinta transportadora, dejando la cinta al borde del colapso.
"Fue ahí cuando conocí a Víctor. Apareció de repente. Alto, fuerte, sonriente. Yo tenía 19 años y estaba también fuerte, claro, pero yo cargaba con las dos manos. Él, sin mediar palabra, aparecía, y sin decir nada y con una sola mano te quitaba el atasco y se marchaba, sin dar importancia a lo que había hecho". Por eso, lo que hacía Víctor, en un ambiente nocivo para cualquier atisbo de compañerismo, lo dejaba sin aliento.
"Víctor, en lugar de aprovecharse como hacían todos los demás en la fábrica, te ayudaba"
Con siete hijos, Víctor hacía horas extras, adicionales a la jornada laboral, que ya de por sí era de 12 horas. "No se firmaba, pero se aceptaba trabajar 12 horas, en dos turnos, de día o de noche, los 7 días de la semana, y los domingos se paraba a mediodía".
Su hermano Juan Luis subraya que, cuando los primeros hijos dejaron de crecer y se graduaron, su hermano no tenía ya una necesidad imperiosa de trabajar más horas para mejorar su salario. "Pero siguió haciendo extras hasta el final para repartir ese dinero entre los pobres. La gente le preguntaba que cómo iba a hacer eso, porque en su casa no había holguras económicas. Él respondía que en su casa nunca faltaba comida y que en muchos hogares no tenían qué comer".
Ángel recuerda sus conversaciones en el turno del bocadillo: "Eran muy curiosas. Hablábamos de educación, de valores, porque estábamos en plena época hippie... También de san Juan de la Cruz, porque a mí me gustaban sus poemas, o del voluntariado que hacía en los hospitales".
Durante muchísimos años multiplicaba el tiempo fuera de la fábrica para ayudar a los demás. Perteneció a la Congregación de San Felipe Neri y visitaba a enfermos en los hospitales. "Él era el único que entraba en la sección de psiquiatría, donde algunos pacientes eran agresivos. Llegaba allí, con su crucifijo y su sonrisa, y se ponía a hablarles de Jesús. Al despedirle hasta lo besaban", cuenta su hermano.
En la Pepsi, "era muy espiritual, y lo era con mucha naturalidad. No era un beatón, por así decirlo", detalla Ángel. "Tenía un bagaje cultural importante, pero era llano, y muy bueno escuchando. En aquel ambiente, de bromas y chistes procaces e individualismo, era algo extraordinario. Él nunca participó de todo eso".
La humanidad
Una noche, de madrugada, Ángel se cortó profundamente la mano con una botella rota. "Es que era un trabajo muy alienante. Se automatizaban los movimientos", rememora. Alertaron al encargado del turno, que bajó de las oficinas, le puso un esparadrapo para contener la hemorragia y le ordenó que se sentara en el puesto de control visual de la producción.
Víctor, uno de los próximos santos de la Iglesia de Roma, "se puso como una fiera. Comenzó a decirle que eso cómo iba a ser, que me fuera a la Casa de Socorro a que me curaran, porque tenía una herida importante. El encargado le hizo caso. Efectivamente, tuve que estar de baja unos días".
Los dos siguientes veranos Ángel ya no estuvo en la planta embotelladora, pues al ser estudiante universitario lo pasaron a oficinas, donde trabajó en casi todos los departamentos. "Pero seguí teniendo mucho contacto con Víctor", apostilla. Por eso, el tercer año se enteró de que se estaba preparando una huelga, entre otras cosas, por los turnos, "y por aquello de darle a uno quitándole a los demás cuando la planta iba económicamente mejor que bien".
Iban a paralizar la fábrica, "boicoteando la lavadora de botellas echándole tierra a los cojinetes. Esa avería iba a suponer semanas de reparaciones. Y recuerdo que se lo conté a Víctor. Le pareció muy mal. Me dijo que una cosa era que los jefes no cumplieran con sus responsabilidades, pero que nosotros también las teníamos. Y pese a parecerle mal desde un punto de vista moral, no se chivó. A mí ya no me contrataron al año siguiente".
Víctor acabaría siendo representante del comité de empresa hasta la entrada de los sindicatos. A partir de ahí, según detalla otro compañero de aquellos años, Daniel Colorado, y pese al bien que había hecho por sus compañeros, "encima se reían de él. Le llamaban 'Padre Víctor'. La gente se mofaba. Él tenía mucha paciencia y no se enfadaba por nada. Asumía las cosas, por adversas que fueran, con conformidad asombrosa".
Pudo ascender y no quiso
Eligió quedarse en lo más bajo. Víctor fue nombrado representante del comité de empresa y pese a que pudo ascender, nunca quiso. También fue tentado en más de una ocasión para beneficiarse, por ejemplo, en el reparto de dos pisos que la fábrica iba a entregar a dos empleados. La dirección le encargó que indicara qué trabajador lo necesitaba, pensando en que, como él vivía de alquiler, se quedaría con uno. Le preguntó entonces a Daniel Colorado y fue él quien le indicó a Víctor el trabajador más necesitado, y le adjudicó la casa.
Otra de las anécdotas es que, en la planta de fabricación y envasado, Víctor aprovechaba el conteo de las botellas que corrían por la cinta. Las usaba mentalmente como si fueran las cuentas de un rosario, y con ellas lo rezaba también mentalmente, en silencio, mientras el ruido de la maquinaria atronaba los oídos.
"Era abierto, espontáneo, buen compañero. Seleccionaba muy bien con quién hablaba. Y con el ambiente de la fábrica, era fácil que crucificaran a quien destacara", dice Ángel. Por eso no le extraña que cuando comenzó el movimiento sindical de unidad obrera, Víctor, en ocasiones, fuera objeto de las burlas por parte de algunos de sus compañeros.
Tras esos tres años, Ángel le perdió la pista. La recuperó hace unos meses, cuando se emocionó con su mujer al enterarse de que había muerto, y de que va a ser canonizado.
Vuelta al origen
La salud de Víctor se resintió tras los muchísimos años que pasó cargando cajas. A los 62 años le diagnosticaron una enfermedad coronaria. El cardiólogo le instó a que se operara porque, según las estadísticas, así no podría vivir más de un año. Víctor se negó. "Que sea lo que Dios quiera", dijo.
Abandonó Madrid y con su mujer se instaló en Velillas del Duque, en Palencia. Allí vivió 12 años, en los que todos los días iba andando a los pueblos vecinos para oír misa. La gente incluso se reía de él, pero Víctor, sin hacer caso de ello, seguía yendo, andando, para escuchar la homilía y recibir la comunión al pueblo donde celebrara el sacerdote la misa. No le importaba el frío que hiciera aunque la temperatura fuera bajo cero. Lo hizo hasta que su salud se lo impidió, y entonces era el párroco, o un vecino, los que lo llevaban.
Luego se mudó a Medina del Campo, donde vivió otros 13 años. La última estación de su vida siguió trabajando, incansable, en labores agrícolas. Y rezaba. Mucho, como hizo toda su vida. Lo hizo hasta que el alzhéimer devastó sus recuerdos, que no su fe. La mantuvo hasta el final, en los escasos momentos de lucidez que le iban quedando. Falleció a los 87 años. Aquel médico de Madrid le dio una esperanza de vida de un año, y milagrosamente, vivió 25 más.
El proceso de canonización de Víctor ya ha cubierto los ocho pasos necesarios para que la Santa Sede haya respondido que la causa continúa. Abierta a instancias del cardenal arzobispo de Valladolid, Ricardo Cardenal Blázquez, se ha aceptado el libelo de demanda "después de comprobar la fama de santidad auténtica y difundida".
También se ha consultado con otros obispos de la región para comprobar "la oportunidad de iniciar la causa", que ha sido respaldada por los 11 obispos de la región del Duero. Por último, se ha realizado la consulta a la Congregación de las Causas de los Santos, en Roma, para saber si, por parte de la Santa Sede, existe algún obstáculo para continuar. El Vaticano ya ha emitido el Nihil obstat, es decir, que nada se interpone en el camino hacia ser canonizado.
Antes, se han recopilado numerosos testimonios que atribuyen que, gracias a la mediación de Víctor, se han producido hechos que pudieran ser considerados como milagrosos a ojos de la Iglesia. Hay muchos, y muy variados, desde curaciones de cánceres, uno de ellos en Argentina, a evitar accidentes. E incluso se le atribuye el nacimiento de una niña, llamada Amelia Grace.
Sus padres se encomendaron a Víctor rezándole una novena. Ambos, empleados del laboratorio Novartis, habían intentado ser padres a toda costa, incluyendo numerosas fecundaciones in vitro durante 5 años, todas infructuosas. En enero de 2017 comenzaron a rezarle. La mujer estaba embarazada de diez semanas en abril, con lo que quedó encinta, de manera natural, a mediados de febrero. Todas estas historias aparecen reflejadas en el Blog de Víctor Rodríguez, dedicado a su vida y a una trayectoria que ahora continúa. En Roma, camino a los altares.