“Cada minuto que pasé fuera de Ucrania recordaba a mi madre y a mi abuela”, relata a EL ESPAÑOL | Porfolio la adolescente ucraniana Verónica Vlasova, después de pasar más de un año obligada a vivir entre los enemigos de su país. “Sentía mucho miedo y un dolor profundo, pero ni siquiera tenía tiempo para odiar a los rusos, porque todos mis pensamientos terminaban confluyendo en el deseo de que mi familia no hubiera sido asesinada. Solo rezaba a Dios para que volviéramos a reunirnos algún día”.
Ahora, la niña ha vuelto a Ucrania gracias a su babushka. Atrás quedan los lóbregos hoteles, los gimnasios de la era soviética y los miserables campamentos donde ha vivido 15 meses hacinada con otros niños ucranianos. Se estima que al menos 19.514 pequeños han sido deportados desde los territorios ocupados.
Lo cierto es que no han podido con Verónica. Ni todas las humillaciones a las que ha sido sometida han conseguido doblegar su voluntad preadolescente ni romperla. Partió a Rusia como ucraniana y regresa siéndolo más aún. Tenía 13 años cuando se vio obligada a abandonar Pilná —una pequeña aldea agrícola de poco más de 200 habitantes situada en el distrito ucraniano de Chuguyiv— y uno más al regresar.
En línea recta hay sólo tres kilómetros desde el asentamiento en que vivía hasta la frontera rusa, de modo que el pueblecito fue fagocitado casi de inmediato por los agresores cuando estos comenzaron a arrojar sus tropas contra Jarkiv en los albores del conflicto. Para preservarla de las bombas, su abuela la sacó de allí tan pronto como pudo. Sólo había un problema: Moscú no permitía evacuar a los menores más allá de sus líneas porque Putin tenía un plan para intoxicar las mentes de los chiquillos ucranianos: sacarles de su entorno y lavarles el cerebro al más puro estilo goebbeliano para convertirles en unos buenos rusos, en la clase de patriota que ve en los ucranianos a un puñado de alimañas nazis.
Aterradores traumas
Que Verónica haya logrado regresar a Ucrania la convierte en una especie de privilegiada, dado que sólo se han rescatado hasta la fecha a 373 niños. Claro que sus traumas son aterradores. Toda la conversación que mantenemos con la chica es tutelada por Daria Kasyanova, directora de la Red Ucraniana por los Derechos de la Infancia. “Lo primero que nos dijeron los maestros es que teníamos que ser reeducados”, cuenta la adolescente a este medio. “Nos enseñaban la historia de Rusia de acuerdo con su plan de estudios y nos llevaban a escuchar a veteranos rusos que habían luchado contra Ucrania. Por supuesto, me sentía humillada cuando los profesores llamaban fascistas a nuestros militares y repetían que todos debían ser destruidos. ¿Cómo iba a sentirme si mi propia madre estaba combatiendo en las filas ucranianas? Resulta que lo que mi maestro venía a decirme es que mi madre tenía que ser asesinada y mi país, destruido”.
La vida de Verónica comenzó a derrumbarse en vísperas de la invasión cuando su madre, Nina Vlasova, la dejó al cuidado de su madre de 60 años —Vera Sergeyevna— para poder partir a Jarkiv a servir en la unidad de defensa territorial a la que fue asignada. No es sorprendente que la abuela de la niña sea rusa. Cientos de miles de habitantes del este de Ucrania también lo son. Nadie ha conquistado para la patria ucraniana tantos corazones antaño divididos como el propio Putin con su invasión brutal. Aun así, son muchos todavía los clanes familiares con adhesiones enfrentadas, lo que añade una pequeña guerra intrafamiliar a la guerra principal entre los estados. Es un hecho conocido que cientos de personas de las regiones de Zaporiyia y Jersón han sucumbido a la propaganda rusa y a la presión que ejercen las cambiantes circunstancias, lo que ha deteriorado las relaciones entre parientes de familias de ambos lados.
“Yo nací en 1963 en la región de Kursk, aunque vivo en el distrito de Jarkiv desde que tenía dos añitos”, relata. “Luego me casé con un ucraniano de la ciudad de Leópolis y tuve varios hijos. ¿Que qué pienso de Rusia? La mamá de Verónica y uno de sus hermanos combaten ahora mismo con el Ejército de Kiev y arriesgan sus vidas a diario. Mi casa ha sido destruida por las tropas enviadas por Moscú y mi familia se ha quedado sin hogar. Lo hemos perdido todo. ¿De verdad quiere que le diga lo que pienso de Rusia?”.
“Todos sabían que los Vlasov estábamos en peligro porque los rusos perseguirían a los atoshniks, que es como conocemos a los funcionarios con rango militar de empresas nucleares”, prosigue la abuela. “El 23 de febrero la envié a vivir con la familia de otra de mis hijas a Borysivka, una población situada a apenas unos metros de la frontera rusa para ponerla a salvo de las bombas. Una semana después, todos tuvieron que pasar al lado ruso porque ya no era seguro residir en la zona de Jarkiv. A Ucrania no podían escapar porque el Kremlin bloqueaba el paso de modo que atravesaron la frontera. La madre de Verónica estaba combatiendo como jefa de pelotón en primera línea. Era aterrador y temía mucho por su vida. Cuando la pequeña se fue, me quedé más tranquila porque al menos podía estar segura de que, mientras estuviera en Rusia, no iban a bombardearla”.
El 2 de marzo del pasado año, Verónica se trasladó a la ciudad rusa de Belgorod con su tía, su marido y con sus primas. Al principio fue instalada en un gimnasio. “Recuerdo que había un montón de incómodas camas con colchones muy delgados a través de los que se te incrustaban los somieres”, refiere Verónica. “No había calefacción y pasamos mucho frío. Teníamos que guardar unas largas colas para ir al baño. Había mucha gente hacinada allí dentro. No olvidaré jamás sus caras tristes y sus muecas de dolor. Muchos tenían sobre el rostro los surcos que habían dejado las lágrimas”.
De Belgorod partieron al campo de refugiados de Stary Oskol y, una semana más tarde, recalaron en un alojamiento temporal situado en Lipetsk. Irónicamente, aquel sitio misérrimo se llamaba Sueño. La vida era muy complicada para la muchacha porque, por si no fuera suficiente con sus aciagas circunstancias, su tía Tatiana simpatizaba con el Kremlin y se ensañaba con su madre. “Te puedo asegurar que aquel antro donde pasé seis meses era cualquier cosa menos un sueño”, apunta Verónica. “Al principio había otros muchos niños ucranianos, pero se fueron yendo hasta que quedamos tres”.
En septiembre, fueron conducidos a un nuevo alojamiento de Lipetsk. “En la escuela me hacían preguntas bastante embarazosas. Solían insultarme el resto de los chicos y me llamaban Bandera. Querían que les dijera a favor de quién estaba. Yo elegí ir con nadie porque, de esa manera, me sentía más fuera de peligro. Si decía que con Ucrania, me retendrían siempre. Y si elegía Rusia, me llamarían traidora. En cierta ocasión, el profesor nos pidió a las chicas que escribiéramos cartas a los soldados rusos. Yo me acerqué al maestro y le dije que me negaba. Sorprendido, me preguntó: ‘¿Qué haces en Rusia entonces?’. A lo que yo le respondí: ‘¿Y qué haces tú?’ Hubo un chaval que se pasó el día acosándome y preguntándome por los misiles nuevos de Ucrania. Quería saber qué clase de misiles eran. Me aburrí y le dije: ‘Los que vuelan hacia ti’”.
Comida intragable
La vida que esos niños han llevado hubiera puesto a prueba incluso la resistencia de un adulto. “¿Que cómo eran los centros de alojamiento temporal?”, afirma la muchacha rescatada. “Eran viejos hoteles o escuelas reconvertidas para acoger a refugiados. Había muebles viejos por todos los sitios, una calefacción cochambrosa y un permanente olor a moho y humedad. Preparaban la comida en cocinas mugrientas y me dolía la barriga todos los días cuando terminaba de comer. Los baños y las duchas eran indecentes. Había gente por todos los sitios, como en un gran hormiguero. En mi escuela había muchos niños desplazados por la fuerza, además de otros refugiados que habían llegado a Rusia de manera voluntaria. Si queréis entender cómo nos miraban y trataban las maestras, pensar que muchas de ellas tenían hijos o maridos que habían combatido en Ucrania. O habían perdido a algunos de los suyos luchando contra nuestro Ejército. Nos mezclaban con niños procedentes del Lugansk y el Donetsk que habían quedado huérfanos porque sus padres habían sido abatidos por el Ejército de Kiev. Y también había niños ucranianos cuyos padres habían muerto defendiendo a Ucrania. Nos ponían allí juntos y, por supuesto, no nos permitían hablar en ucraniano, ni menos todavía expresar nuestras emociones. Imagínese la actitud de una profesora que había perdido a su marido y que sabía que mi mamá estaba combatiendo con el Ejército ucraniano. O imagínese cómo nos miraban aquellos niños rusos que se habían quedado sin padre por culpa de una bala disparada por los ucranianos”.
La abuela nunca perdió el contacto con su nieta. Gracias a los comentarios que la niña deslizaba durante las llamadas de teléfono que intercambiaban ambas, Vera comprendió la clase de suplicio que la adolescente atravesaba. Para empezar, la vida con su tía era un infierno porque esta se posicionó de una manera abierta del lado de los rusos. “Tatiana saludaba con alegría la conquista de los territorios ucranianos e incluso solicitó el pasaporte ruso porque pensó que sería beneficioso para ella pasarse al otro lado”, confiesa la niña.
A principios de marzo de este año, la abuela de Verónica tomó la decisión de partir a Rusia a rescatarla utilizando el dinero de su pensión, el salario de su madre y una pequeña ayuda que le brindaron funcionarios de una agencia ucraniana que defiende los derechos de los niños. No sabía todavía a lo que estaba a punto de enfrentarse cuando partió a Lipetsk con la esperanza de conseguir que la niña celebrara su próximo cumpleaños en compañía de su madre. "Fui primero a Varsovia y desde allí a Moscú vía Letonia”, relata Vera Sergeevna Vlasova. “Cuando llegué a Lipetsk, tenía un mal presentimiento. Mi hija Tania me mostró a mi nieta durante solo 10 minutos. Literalmente. Diez minutos. ¿Y sabe lo que vi frente a mí? Una niña asustada y completamente diferente a la que había puesto a salvo de las bombas tan solo un año antes. A la mañana siguiente fui al notario para traducir todos los documentos de migración. A partir de las 10 de la mañana, Verónica dejó de contestar a mis llamadas”.
El plan de fuga concebido por su abuela estaba llamado a fracasar, al menos de momento. Vera acudió a recoger en coche a su nieta en compañía de un muchacho de 19 años que también había huido a Rusia para zafarse de la guerra mientras sus padres permanecían en Ucrania. Kirill Krasilnikov había sido trasladado por los rusos al mismo centro de alojamiento temporal que la adolescente, con quien había hecho buenas migas y mantenía la clásica relación de adolescentes.
Mientras la abuela aguardaba con el chico en el vehículo a que Verónica bajara con sus cosas para llevársela de vuelta a Ucrania, varios agentes del FSB irrumpieron en lugar y cubrieron la cabeza del muchacho con una bolsa. Se lo llevaron a rastras en presencia de la abuela, que entendió de inmediato que la policía rusa no iba a permitir que sacara a su nieta del país. Incluso Vera tuvo que salir huyendo por el corredor humanitario para volver a Ucrania, desde donde pasó las semanas que siguieron escribiendo cartas a la Rada suprema y buscando nuevas formas de arrancar a la niña de las garras de los federales rusos. A todos los efectos, la muchacha había sido secuestrada con todas las bendiciones del estado de los agresores.
Acusado de violación
Pasaron dos días desde el intento de fuga hasta que Verónica supo de nuevo de Kirill. El chico fue acusado sin fundamento por los federales de violarla. Era solo una marrullería para abortar el plan de escape, pero les funcionó. Cuando la muchacha lo encontró de nuevo tenía signos de hematomas y las yemas de los dedos ensangrentadas. Lo habían torturado con descargas eléctricas para que confesara que había abusado sexualmente de la adolescente. Aun a día de hoy sigue en prisión preventiva y nadie sabe si será puesto en libertad. Verónica fue igualmente sometida por la policía a la revisión de un ginecólogo y un proctólogo.
"Fue un hombre quien me examinó y me sentí asqueada”, afirma. “Incluso me hicieron pruebas para ver si había mantenido sexo oral”. La chica empezó a tener entonces problemas de salud. Se le caía el pelo y perdió una parte significativa de su peso. Cuando le contó lo sucedido a su familia y le mencionó el modo en que su tía le trataba, su propia madre decidió que estaría mejor en un orfanato que en compañía de su hermana. En abril de este año, Verónica fue enviada a uno de esos “centros de rehabilitación de menores”, dando una vuelta más de tuerca a su larga serie de aterradoras desventuras dickensianas. A partir de ese momento, quedó fuera de la tutela de Tatiana, pero su situación no mejoró en el centro regional para la familia y la infancia Gran Oso de Yarilovka.
Los llamados centros rusos de rehabilitación son en esencia una especie de orfanatos levemente maquillados, lugares a la altura de Olivero Twist. “La comida era horrible”, explica la madre, Nina Vlasova. “Había pelos, bichos e incluso moho entre los alimentos. A Verónica le daban coloreables y un par de libros para entretenerse. Incluso se le prohibió comunicarse conmigo. Yo no podía ir a buscarla sin arriesgarme a que me arrestaran y la niña estaba deseando regresar con nosotras”.
Dos meses después de su primera tentativa, su abuela Vero partió de nuevo a Rusia. Fueron varios días de viaje. Hubo asimismo más interrogatorios en la frontera, aunque en esta ocasión, intervino en su ayuda la Cruz Roja de Rusia. Cuando llegó al centro de rehabilitación le aguardaban en la puerta varios reporteros de canales rusos de televisión que le abordaron para preguntarle los motivos por los que no deseaba reunirse con su hija Tatiana y dejar en Rusia a su nieta.
“Lo único en lo que yo pensaba era en sacarla cuanto antes del orfanato”, asegura la abuela. "La tomé de la mano y al principio no me lo podía creer. Nos llevaron a Moscú y allí nos reunimos con la comisaria presidencial para los Derechos del Niño, Lvova-Belova. Hasta que no cruzamos la frontera letona, la sensación de inquietud no me abandonó. El defensor del pueblo Roman Lubinets nos ofreció su chófer para llevarnos hasta casa, donde ya nos esperaba la madre de Verónica”.
El caso de esta niña ha sido excepcional, tanto por el hecho singular de que los rusos se advinieran a soltarla como por la determinación de su familia. Según Daria Kasyanova, directora de la Red Ucraniana por los Derechos de la Infancia, "muchos niños son extremadamente difíciles de encontrar porque modifican sus datos y los ocultan amparándose en el secreto de adopción. Una vez en Rusia, se les prohíbe hablar ucraniano, se desvalorizan sus experiencias anteriores, se les obliga a escuchar el himno nacional y a llevar símbolos como la zeta. Se les dice que nadie les necesita: ni sus padres, ni su país. Es otra forma sutil y aterradora de hacer la guerra.
Incluso son deliberadamente utilizados como escudos humanos para evitar un contraataque ucraniano. Por eso sus centros de detención temporal están situados junto a instalaciones militares rusas. Estos niños son también una forma de reabastecer el fondo demográfico de Rusia”.