Hace 20 años, Emilia Mavru, Óscar Encinas y Laura Alemany no se conocían, pero tenían algo en común: coincidían todas las mañanas en la línea C7 de Cercanías que conecta el sur de Madrid con la capital. Unidos de forma inconsciente por un destino fatal, el 11 de marzo de 2004, el tren 21435 en el que viajaban los tres reanudó la marcha después de detenerse en la estación de El Pozo. Sobre las 07:38, dos explosiones en los coches 4 y 5 cambiarían sus vidas para siempre.
Ellos sobrevivieron para contarlo. Lo han hecho en el pasado y lo vuelven a hacer ahora, 20 años después; dos décadas en las que han rehecho sus vidas como han podido. Y pese a que, para ellos, todo ha vuelto al cauce de la normalidad, nada hubiera sido lo mismo de no ser por aquel trágico evento que se llevó la vida de 191 personas y dejó más de 2.000 heridos.
A ellos, el atentado les dejó secuelas de diferentes tipos: físicas, pero sobre todo, psicológicas. Echando la vista atrás hasta ese 11 de marzo, aquellas dos explosiones cambiaron el rumbo de sus vidas y lo que éstas podrían haber sido. Hay momentos en los que tomar una dirección u otra puede cambiar radicalmente dónde uno termina después de 20 años. En su caso, nunca decidieron un cambio de rumbo. Les vino impuesto.
[Mis cuatro días de marzo / Memorias incompletas de la investigación del 11M (I)]
Emilia, Óscar y Laura atienden a EL ESPAÑOL | Porfolio tras dos décadas de lucha constante por salir adelante, para recordar lo que vivieron, y para relatar el antes y el después de aquel día; un recorrido a través de los 20 años más críticos de tres vidas corrientes, truncadas para siempre por el ataque terrorista más grave de la historia de España.
Humo negro
En 2004, Emilia Mavru, nacida en Rumanía, había llegado a España hacía tres años y unos pocos meses. Residía en Coslada, como muchos de sus compatriotas emigrados, y trabajaba como empleada doméstica en varias viviendas del Norte de Madrid. Tenía 22 años. Todas las mañanas tomaba el tren de Cercanías en la estación de Renfe de la localidad madrileña para ir al trabajo.
El 11 de marzo de aquel año, sin embargo, acudió antes a la estación y cogió un tren más temprano. La razón es que había quedado con su mejor amiga, también rumana, para compartir el trayecto hasta Chamartín. Subieron al tren y su amiga le dijo de sentarse en el piso de arriba porque había menos gente. Ambas lo hicieron en los asientos en el sentido contrario de la marcha y al lado de la ventana porque, según recuerda, "daba el sol".
"Íbamos hablando de nuestras cosas. Llegamos a Vallecas y me dio la impresión de que el tren se había llenado y de que había más gente que de costumbre. Seguimos hablando y el tren llegó a El Pozo. La gente se bajó y se subió. Al cabo de un rato, el tren hizo como que arrancaba y, de repente, se escuchó la primera explosión. Dije: 'Aquí pasa algo'", relata Emilia.
A partir de ese momento, Emilia no recuerda nada. Según lo que le contaron después, se quedó inconsciente, tendida en el suelo dentro del vagón, con un fuerte golpe en la cabeza y quemaduras graves por todo el cuerpo. La sacaron los bomberos cuando la encontraron y la trasladaron a la Unidad de Grandes Quemados del Hospital Universitario de Getafe.
Allí se despertó, dijo su nombre y dejó un teléfono para que avisaran a sus familiares de que se encontraba allí. Luego le dio un paro cardíaco y estuvo en coma inducido durante siete días: como consecuencia del ataque, tenía un 33% del cuerpo con quemaduras de segundo y tercer grado. Su pierna izquierda, de rodilla para abajo, quedó quemada casi por completo. Mientras estaba en coma, le hicieron varias cirugías de reconstrucción e injertos de piel.
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En aquel mismo tren se encontraba Óscar Encinas. Entonces tenía 29 años y vivía con sus padres en Vicálvaro. Trabajaba desde 2001 en una compañía aseguradora en la zona de Recoletos. Todas las mañanas cogía el tren sobre las 07:20 en la estación de Renfe de Vicálvaro.
La mañana del 11 de marzo de 2004 no fue diferente. Llegó pronto a la estación y, según recuerda, estaba, como siempre, la chica que repartía el periódico 20 Minutos. "Ese día no le quedaban periódicos y me dijo que le llegaban enseguida, por si me quería esperar. Pero le dije que ya venía el tren y que no se preocupara", cuenta.
"Había un silencio sepulcral, como de muerte, como si estuviese la propia muerte con la guadaña ahí mismo"
Óscar abordó el tren en el segundo vagón y se dirigió a la planta baja del tercero, donde como todas las mañanas se sentaba con sus amigas Carmen y Raquel. Se conocían de antes y compartían el trayecto hasta Madrid. Los tres tuvieron una conversación muy animada, con risas, hasta que Óscar le dijo a una de ellas, en tono jocoso, que se había cansado y que se iba a poner a leer.
Para cuando Óscar cogió el libro –uno de misterio, según recuerda–, el tren salía de la estación de Santa Eugenia. Faltaban dos paradas para El Pozo. Una vez en esta estación, al igual que relata Emilia, el tren arrancó: "Escuché el pitido del cierre de puertas, hizo como que arrancaba pero no llegó a salir. Se puso en movimiento y escuché la explosión. Cerré los ojos y ya estaba todo allí", dice Óscar.
"Se me rompieron los tímpanos, los dos. Al contrario de lo que pudiera parecer, había un silencio sepulcral, como de muerte, como si la propia muerte con la guadaña estuviese acechando ahí mismo", prosigue.
Tras la segunda explosión, Óscar seguía sin ser consciente de qué estaba pasando. Ni mucho menos pensó que las explosiones eran de bombas. "Pensé que había explotado la catenaria porque en Entrevías había obras en la estación. Y también que, si había pasado dos veces, podía pasar una tercera, así que decidí salir del tren", asegura.
Óscar abandonó el maltrecho convoy gateando, cruzó el andén, y se apoyó en la valla de la estación al lado del cobertizo. Según describe, la escena era del todo inusual a lo que cabría pensar sobre un atentado: había silencio y humo. No fue hasta que pasaron unos dos minutos que vio a una mujer que parecía que gritaba desesperadamente el nombre de su marido. "Yo no oía nada, tenía los tímpanos reventados", dice Óscar.
Pasaron más minutos y vio a su amiga Carmen, que se le acercó. Luego, otra mujer sacó de dentro del tren a Raquel, su otra compañera de viaje. Tras unos momentos de confusión en los que perdió la noción del tiempo, vio cómo varios policías saltaron la valla en la que él estaba apoyado.
"Entonces ya me di cuenta que era un atentado. Vi cómo uno de los policías me daba la espalda y se agachó a hablar con un niño desorientado y le decía: 'No te preocupes que ya viene'. Supongo que se refería a su padre o a su madre", relata Óscar, ya con la voz entrecortada. 20 años después, sigue sin poder contener la emoción al recordar cómo la Policía y los servicios de emergencias ayudaron a la gente en la estación de El Pozo.
A diferencia de Emilia, que sufrió daños físicos más graves, Óscar tenía alguna herida en la cara, se le quemó el pelo y se le perforaron los tímpanos. En el trajín de coches policiales y ambulancias, un policía se le acercó y le dijo que entrara en un coche patrulla, que luego le llevó al hospital.
"Pregunté por una de mis amigas y el policía me dijo que no me preocupara, que se la iban a llevar. A mí me metieron en el coche junto a otra mujer, que me pidió el móvil para que llamara a sus familiares. Se lo dejé. El trayecto me pasó muy rápido. Llegué al hospital y me metieron en la UVI porque pensaban que tenía la aorta rota y una grave hemorragia interna", explica Óscar.
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También en 2004, Laura Alemany, natural de Barcelona y entonces de 31 años, residía en Alovera con su ahora exmarido. Llegó a Madrid en 1995, se casó y un año antes del atentado vivía en Torrejón de Ardoz. En Alovera, el matrimonio se acababa de comprar una casa. Al igual que Emilia y Óscar, Laura y su marido también eran usuarios asiduos de la línea C7 de Cercanías, y hacían el viaje juntos todas las mañanas.
Ambos trabajaban en una importante empresa de logística en el Norte de Madrid. Él, como responsable de servicio técnico; y ella, como responsable en atención al cliente. Solían coger el tren en la estación de Azuqueca de Henares. Aquel jueves, llegaron a la estación un poco antes, como de costumbre.
"Siempre solía apoyar la cabeza en la ventana. Al llegar a El Pozo, noté un estruendo, y lo primero que pensé es que se había caído la catenaria. Ya había pasado antes. Pero con la segunda explosión, vi que algo salía volando y le dije a mi exmarido que nos fuéramos de ahí. 'Vámonos, vámonos de aquí', le dije. Estábamos bien, no teníamos ninguna herida, pero íbamos desorientados, no sabíamos qué pasaba", relata Laura sobre los primeros instantes tras las explosiones.
"Finalmente, logramos abrir la puerta del tren y entonces se me puso la piel de gallina. Estaba todo cubierto de un humo negro; todo oscuro y en un silencio total. Yo iba con mi exmarido y otro chico. No sé cómo lo hicieron pero lograron arrancar la alambrada de la valla y salimos del andén a la calle. En esos momentos te sale la fuerza no sabes de dónde", continúa.
"No soy muy observadora, pero al bajar a la calle, creí ver el trozo de un brazo, encima del asfalto: parecía como un trozo de pollo. No miramos atrás. Estaba obsesionada con que teníamos que salir de ahí, porque si había pasado dos veces, podía pasar una tercera", dice.
"Deambulamos por la calle en estado de 'shock'. Escuchamos sirenas y voces que hablaban de Atocha, de más trenes y más bombas, pero no éramos conscientes de qué estaba pasando. Después de caminar un rato largo, no recuerdo cuánto, cogimos un autobús. Después nos hicieron bajar, algo antes de Atocha. Estaba todo cortado. Entonces nos vimos en medio de una avalancha de gente y comenzamos a correr sin saber adónde ir ni porqué lo hacíamos", dice Laura.
Su obsesión en ese momento, según reconoce, era llegar a la oficina a toda costa porque tenía una reunión importante. "Era en lo único que podía pensar", dice. Junto a su exmarido, recorrieron todo el Paseo de Recoletos y gran parte de la Castellana a pie. Su oficina estaba a la altura del Santiago Bernabéu. Durante el recorrido, vieron bajar decenas de ambulancias y vehículos de emergencias a toda velocidad, pero seguían imbuidos en una nube, como actuando de forma autómata.
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"Una de las principales complicaciones que hubo fueron las comunicaciones. Los teléfonos no funcionaban. Mi familia, por ejemplo, tardó cuatro horas en contactar conmigo: sabían que yo siempre cogía ese tren y pensaron que me había muerto. Por eso, hasta que no llegamos a la oficina, no supimos que había sido un atentado y, sobre todo, de aquella magnitud", señala.
Pese a las noticias, al llegar a la oficina, todo siguió como si nada. Laura recuerda que, desde la dirección, no hubo una preocupación especial por ella. "Sabían que íbamos en ese tren y fue un recibimiento como cualquier día: frío, distante, en plan, 'siéntate a trabajar'", dice. "Mis compañeros sí que se preocuparon más. Al cabo de un rato, pedimos irnos porque estábamos como zombis; todavía no éramos del todo conscientes de que habíamos sobrevivido a un atentado", asegura.
Las secuelas
Tras ingresar en el Hospital Universitario de Getafe, a Emilia le practicaron varias operaciones. Cuando despertó de los siete días de coma inducido, le esperaba por delante un largo camino de intervenciones médicas que se prolongaría hasta 2009. Desde el atentado, estuvo ingresada 49 días consecutivos hasta que le dieron el alta, según ella, de "manera precipitada". "Nos dijeron que habían recibido órdenes de que nos teníamos que ir a casa", asegura.
Después de salir del hospital, Emilia reconoce que no se podía ni mirar al espejo. "No me reconocía", dice. Pesaba 38 kilos, no tenía pelo y tenía numerosas marcas de las quemaduras, sobre todo, en la pierna y en la cara. Apenas podía caminar, ni doblar la rodilla. "No me gustaba cómo me veía, tardé cuatro años en volver a pisar una playa porque no quería que los demás me vieran", afirma.
Junto a un tortuoso camino de chequeos e intervenciones médicas y psicológicas que se prolongaría varios años, Emilia también tuvo que hacer frente a la burocracia. En el momento del atentado, tenía un permiso de residencia renovable cada dos años. Al reconocerse su condición de víctima del terrorismo, se le concedió la nacionalidad española. Pero no fue un proceso inmediato.
"Lo dejé en manos de un abogado, tuvimos que ir al Ministerio de Justicia y entregar un montón de papeles. Pero la condición de víctima y la nacionalidad no me la dieron hasta transcurridos dos años, en 2006. La explicación que nos daban es que como no tenía reconocidas las secuelas definitivas, todavía no se podía tramitar mi expediente. Aquello fue de tal magnitud que mucha gente no supo cómo actuar en muchos sentidos", dice, en referencia a los funcionarios.
Ya como víctima del atentado, Emilia recibió una indemnización cercana a los 100.000 euros. Pero estuvo con una incapacidad que le impidió trabajar durante los primeros dos años posteriores al ataque. Además, ni todo el dinero del mundo sirvió para paliar sus secuelas. "De rodilla para abajo perdí toda la sensibilidad: mi gemelo estaba en los huesos y tenía los talones cuarteados. En la rodilla, me quedó una cicatriz muy fea", explica.
Estuvo luchando con el departamento de cirugía estética del hospital de Getafe para que le arreglaran la cicatriz. Pero la respuesta fue que ya le habían salvado la vida en su momento y que, para la operación estética, tenía que buscarse otro médico en la privada. "La operación estética costaba 25.000 euros. La Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) me ayudó a través de los fondos de su Fundación, si no, nadie me hubiera ayudado", asegura.
"No me reconocía en el espejo, tardé cuatro años en volver a pisar una playa porque no quería que me vieran"
En 2009 fue su última operación. Fue ella misma quien decidió poner punto y final a cinco años de rehabilitación cada dos meses y cinco cirugías. De forma paralela, en los dos años que estuvo de baja, Emilia aprovechó para hacer cursos de formación. Encontró después un trabajo como administrativa en un despacho de abogados, se casó y, en 2011 nació su hijo, Diego, de su relación con su pareja, a quien ya conocía de antes del atentado.
"Yo no me podía ni mirar al espejo y no me aceptaba a mí misma. Si no hubiese conocido a mi marido antes del atentado –éramos amigos, antes de ser pareja– creo que nunca hubiera tenido una relación, ni hubiera tenido a mi hijo. ¡Mi marido invitaba a planes y yo no quería ir por vergüenza!", dice.
Desde el nacimiento de su hijo, la vida de Emilia retomó en apariencia un rumbo normal. Pero tuvo que cargar, paralelamente, con otra batalla, la psicológica: recibió atención especializada desde 2005 a 2012 y estuvo medicada por ansiedad. "Tenía ataques recurrentes. Me ponía a llorar desconsoladamente sin venir a cuento, me daban sofocones y me costaba respirar", explica. "Mis psicóloga siempre me dijo que no tratara de buscar un porqué a esos ataques, porque no los había", prosigue. "El brutal atentado, simplemente, me había descolocado".
En 2012, Emilia decidió dejar la terapia por miedo a "engancharse" al tratamiento y a la medicación. Pero en 2020 regresó cuando los bajones resurgieron. En todo este tiempo, algunas de sus herramientas más útiles han sido reunirse con otras víctimas del atentado, a quienes conoció gracias a la AVT. "No todo ha sido malo. He hecho muchas amigas, personas a las que les daban bajones similares, que luchan como yo. Cuando te ha pasado esto, piensas que nadie que no lo haya vivido puede entenderte", dice.
La vida no sigue igual
Tras una intervención quirúrgica en los oídos, Óscar estuvo nueve meses sin trabajar. Durante ese período, recibió también atención psicológica semanal y estuvo haciéndose revisiones médicas. Dejó de vivir con sus padres en Vicálvaro y se mudó a un piso que tenía en Madrid, porque se sentía incapaz de subirse en un tren de Cercanías. "No lo he vuelto a coger desde entonces", dice.
Su regreso al trabajo fue duro. No encontró la comprensión de sus jefes, quienes le trataron como si no hubiera pasado nada. Comenzó a llegar tarde porque no se podía concentrar. Al cabo de unos meses, acabaron despidiéndole. "Es lo mejor que me pudo pasar", asegura.
Más tarde, en 2008, sacó una oposición a Correos y desde entonces trabaja en el edificio de la empresa pública en Vallecas, el mismo que veía todas las mañanas cuando hacía su trayecto en tren antes del atentado.
"Ahora veo el tren desde mi ventana de la oficina", señala. "Verlo no me genera ninguna emoción, pero sí recordar a toda la gente que sufrió y a toda la que se volcó para ayudarnos". "En Vicálvaro murió mucha gente. Cuando voy a casa de mis padres, a veces me encuentro con gente que perdió a alguien. Un día es la madre de uno; otro la viuda de otro", prosigue.
"A mí, por suerte, no me pasó mucho y estoy vivo. Pero con el paso del tiempo, te ibas enterando de lo que les había pasado a otros: que si habían perdido un brazo, los dedos de las manos… A mí me gusta la restauración de muebles, si me llega a pasar algo de eso, nunca lo hubiese hecho más. Y lo peor es que piensas que es por unos hijos de puta que pusieron unas bombas allí. Lo más difícil es buscar un porqué, porque no lo hay. Tú no tienes culpa de nada y te pasa esto…", relata, nuevamente, algo emocionado.
Para tratar las secuelas del atentado, la atención psicológica a Óscar se prolongó a lo largo de 10 años. "Yo no creía en los psicólogos, pero poco a poco me di cuenta de que fue una herramienta muy útil", dice. En una de estas sesiones, de forma similar a Emilia, rompió a llorar sin saber por qué.
"Llevaba tantos años con todo el daño guardado dentro, que terminé explotando", dice. Y al igual que Emilia, nunca pudo identificar qué fue en concreto el precursor de ese bajón: "Es todo lo que te ha pasado, el no saber por qué te ha tocado a ti. Es un cúmulo de cosas, que ni los psicólogos saben explicar", explica Óscar.
Los sueños rotos
De las tres víctimas entrevistadas para este reportaje, Laura Alemany es la única que no tuvo secuelas físicas. Pero de forma similar a las demás, el atentado tuvo en ella consecuencias psicológicas. Tanto ella como su marido acudieron a los especialistas y, a los dos meses después del atentado, tuvieron un accidente de coche que provocó su primera crisis de ansiedad. Es, de las tres, en quien el atentado provocó más cambios vitales, y no precisamente para bien.
"Pensaba que ojalá me hubiera muerto ahí, porque me hubiera evitado todo lo que vino después"
"Después del atentado, no podíamos usar el tren para ir a la oficina y empezamos a ir en coche, hasta que un día, tuvimos un toque por detrás, y salió todo. En aquellos primeros meses vivíamos como en una especie de burbuja, pero teníamos estrés post-traumático y una tensión bestial acumulada. El día del accidente, rompí a llorar y lo saqué todo hacia afuera. En ese momento, decidimos pedir una baja laboral", recuerda.
Acudir a los psicólogos, sin embargo, no tuvo los resultados que esperaba. "Muchos profesionales no estaban preparados para abordar ese trauma, y en el caso de mi exmarido, esto fue determinante: él vio más cosas que yo; cadáveres, etc. El psicólogo le recomendó que tenía que cambiar de vida radicalmente, dejar atrás todo lo que recordaba al atentado. En lugar de abordar su problema, le recomendó huir", explica Laura.
Fue por ello que la pareja decidió mudarse en 2005 a Barcelona, de donde es Laura. Pero allí, su exmarido, en lugar de mejorar, fue a peor. No volvió a trabajar en un puesto como el que tenía en Madrid y no rehizo su vida social. La pareja terminó malvendiendo el piso que compró en Alovera, y después de años en los que se deterioró la relación, terminaron divorciándose.
"En Madrid teníamos buenos trabajos y un proyecto en común ilusionante. Pero ese cambio, motivado por el consejo de un psicólogo –y no le responsabilizo, porque muchos no sabían cómo ayudarnos–, nos hizo perder en todos los sentidos: perdimos nuestra casa, después de años de esfuerzo ahorrando. Perdimos a nivel laboral, y perdimos nuestra relación. Lo perdimos todo", lamenta Laura cuando echa la vista atrás.
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"Nunca volvimos a tener el mismo nivel salarial y de vida. Nos costó horrores encontrar trabajo porque, además, acababa de estallar la crisis. Nos estafaron con la venta de la casa porque estábamos en un momento de vulnerabilidad", prosigue. "En Barcelona, yo tuve el respaldo y el cariño de mi familia, pero él no. Al cabo de tres años, mi exmarido decidió volver a Madrid, pero yo no podía empezar de cero otra vez. Así que todo eso acabó destruyendo nuestro matrimonio", dice.
Después del divorcio, Laura estuvo nueve años sin tener pareja estable. No fueron fáciles. Durante este tiempo, tenía el pensamiento recurrente de que, si aquel 11 de marzo no hubiera estado en ese tren, ahora estaría casada con su exmarido, con dos hijos, y con la casa que con tanta ilusión ambos compraron.
"También pensaba que ojalá me hubiera muerto ahí, porque me hubiera evitado todo lo que vino después. Pero no me quedó otra que coger el toro por los cuernos, de luchar y tirar para adelante, caiga quien caiga. Después del divorcio, tuve un desengaño sentimental y me derrumbé. Puedes ir remontando poco a poco, pero llega un momento en que no puedes más, y te sale todo", relata.
Tras este calvario, Laura tiene una hija, un buen trabajo y se ha repuesto, como ha podido, del trasvase vital que le supuso el atentado. "Gracias a Dios he salido adelante, mi situación personal ha mejorado un poquito, y con los años he ido olvidando. Lo tengo superado ya, después de 15 años intentando volver a todo lo que tenía, contra viento y marea. Hasta hace no tanto, recordar el atentado me generaba mucho dolor. Me atragantaba. Sobre todo, por todas las decisiones que tomamos en un momento de vulnerabilidad psicológica y que luego tuvieron estas consecuencias", explica.
La constante que le ayudó a salir adelante en los 15 años posteriores al atentado, hasta recobrar su estabilidad laboral y emocional, fueron sus sobrinos, y su hija. También el hecho de rehacer su vida cerca de su familia. Su exmarido, por contra, no volvió a remontar: ni ha vuelto a conseguir un trabajo como el que tenía ni ha vuelto a tener una vida afectiva estable. "Tenemos buena relación, pero él se hundió. No ha vuelto a ser el mismo", concluye Laura.
* * *
Tras 20 años, Emilia, Óscar y Laura se han repuesto de sus heridas. Pero su recorrido hasta recobrar la estabilidad y volver a avanzar no ha sido fácil. En su caso, y en el de las demás víctimas que sobrevivieron, es como si les hubieran robado 20 años en los que el curso normal de la vida se vio interrumpido por un suceso que les obligó a redoblar sus esfuerzos.
Con el ánimo de rehacerse, ninguno de los tres se implicó activamente en el juicio. "Sentí tanta rabia, tanta impotencia", dice Emilia. "Me llamaron de la asociación por si quería acudir, pero pensé que no me iba a aportar nada, y me centré en reconstruirme", prosigue. "Creo que no se hizo justicia. Creo que hubo mucha más gente que actuó y que colaboró y que todavía no se le ha impuesto ningún castigo. Al final pagamos nosotros, que somos las víctimas y somos las que llevamos esta carga".
Óscar, por su parte, asegura que no quiere saber nada sobre el procedimiento judicial. "Saldrán a la calle antes de tiempo y no quiero ni saberlo", dice. En la actualidad, sólo tres de los 26 condenados por el atentado siguen en prisión. "Lo que me da rabia de verdad son cosas como mi vecina de Vicálvaro que perdió a su hija, una niña guapísima. Y las historias de otros tantos en el barrio", señala.
De forma parecida se expresa Laura, quien también decidió mantenerse al margen del proceso. "¿Qué me aporta saber que si éste o el otro saldrán antes de prisión, que si lo hizo o no lo hizo?", dice. "Sentí mucha impotencia, sobre todo porque atacaron a civiles inocentes. En mi caso concreto, me destrozaron, rompieron un hilo de mi vida. No siento odio, son sentimientos complicados, pero sí mucha rabia e impotencia", concluye.