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Alfonso Ussía se parece un poco a Óscar Ladoire en Ópera prima y a Michi Panero cuando fue guapo, y con ambos comparte eso de patear un Madrid que ya no existe y de olerle hasta las entrañas: el mundo secreto, veloz e inagotable de las noches, las conversaciones que nunca cierran la corredera, los neones, el romanticismo extraño -lo tierno, lo cruento-, la intención literaria, las salas de conciertos, los problemas -ay, cuántos problemas-. Una suerte de búsqueda: quién sabe qué hay al final de las grandes preguntas. Quién sabe cómo escapar de las tardes tan largas de la infancia en la casa de los padres, donde las horas pasaban tan lentas, tan carentes de aventura. Su abuelo, el conde de los Gaitanes, fue el gran protector de Don Juan de Borbón: él es ahora el gran protector de las historias que son, al cabo, la vida.
A. J. Ussía tenía una culebra dentro, de siempre: por eso es escritor. A. J. Ussía mamó literatura y música en un hogar privilegiado -el de su padre, el célebre y polémico periodista del que heredó idéntico nombre- y eligió salir a las calles a "ensuciarse la mirada" antes de sentarse a publicar cualquier cosa sólo porque le picase el ego, como le pasa a tantos: por eso es escritor.
Con 18 años se piró del nido a currar de camarero y a compartir piso con unos colegas en la calle madrileña de Huertas. A los 20 le ofrecieron el trabajo de su vida: sería el chico de los recados del genio Antonio Vega. Su asistente, si quieren, su chófer sin coche propio, su joven amigo, su compañero de tropelías, su cómplice, su espectador sin juicios, su aprendiz de músico, el niño valiente que se jugaba por él el pellejo en Las Barranquillas, el que del miedo se hizo una vez pis encima, el que pensó que no lo contaría pero ahora lo cuenta. El que le vio parir poemas y melodías en estado de gracia. El que escuchó cómo Paco de Lucía llamaba a Antonio "maestro". El que se bajó con él una botella de vodka -con droguitas- cuando le rompieron el corazón. El que le amó y el que se tragó también sus sapos, en fin, ¿no es acaso lo mismo?
Hoy, sentados en una terraza de Olavide -ya casi anochece-, cuando se emociona contando una anécdota lisérgica, se despeina a sí mismo el pelo con los dedos y aún parece aquel chico bravo que durante un tiempo vivió como un yonqui sin serlo. Toma una caña. Fuma y comparte el tabaco. Habla rapidísimo porque piensa rapidísimo, porque ha vivido rapidísimo. A veces modula la voz para interpretar a los distintos personajes de sus historias. No lo ha contado todo en Vatio (Coba Fina), la novela de aquellos años locos con Vega con prólogo de Ray Loriga: no quiere, no es necesario regodearse en el morbo. La procesión va por dentro, pero su bestial literatura ya danza hacia afuera.
Pregunta.- Oye, ¿tú quién eres?
Respuesta.- (Ríe). Yo me llamo Alfonso J. Ussía Hornedo y he estado toda mi puta vida trabajando en la música y escribiendo en distintos medios. He fundado dos empresas, una editorial y una discográfica; las dos me funcionaron y con las dos me la he pegado. He hecho de todo para quitarme deudas, he vendido pisos en inmobiliarias… mil cosas. He vivido diez vidas en una. He tenido mucha suerte y ahora ya por fin puedo dedicarme a la prosa, que es lo único que quería hacer desde hacía muchísimo tiempo. Tienes que dar muchas vueltas, vivir mucho, para poder tener armas y algo que contar.
P.- Firmas en el libro como A. J., como una manera de distanciarte un poco de tu padre.
R.- Eso es una putada y una bendición. Cuando publiqué mi primera novela, Cuento del Norte, tuve el dilema: ¿publico con pseudónimo o no? Y mi padre protestó bastante, me dijo que teníamos un apellido literario que le había costado muchísimos años labrarse y que por qué iba a renunciar a él por llamarme igual, ¿sabes?
P.- A veces no es avergonzarse, es querer emanciparse. Eso choca con el querer reivindicar las raíces… ¿qué hacemos?
R.- Sí. Y fíjate, porque yo conozco realmente a mi padre gracias a su prosa. Yo sé cómo piensa de muchas cosas por leerle, eso es una suerte. Tengo una relación especial con él, me enorgullece. ¿Sabes lo que me pasó hace poco? Fui a Palencia a presentar la novela al Casino, y de repente llego y había una cola enorme dando vuelta a la manzana. Casi 150 señoras. Todas con libros de mi padre porque se creían que quien presentaba era mi padre (ríe). Así que empecé la charla pidiendo perdón por no ser él, ¡y la mitad acabaron comprándome el libro…! (ríe). Esas confusiones acojonantes con el nombre son también divertidas.
P.- ¿Cómo fue tu infancia, cómo te empezaste a relacionar con la literatura y la música desde ese entorno culturalmente privilegiado?
R.- La literatura ha estado presente en toda mi vida. La he devorado. Teníamos una biblioteca increíble. Mi padre siempre ha marcado muchísima distancia en el trato familiar, ha sido muy rígido, muy constante y autoritario en su trabajo, muy independiente. Pero, en cambio, a través de los libros que nos ha regalado y recomendado, le hemos conocido. En la calle era muy mediático, todo el mundo le preguntaba sobre política, pero en casa, con nosotros, no hablaba de esas cosas, estaba hasta los huevos, quería descansar, ver el fútbol. Yo de pequeño escribía obras de teatro y se las vendía a mis padres y a mis tíos en navidad (ríe).
P.- Te hacías un poco rico, ¿eh?
R.- Sí (ríe), igual me sacaba trescientas pelas. Pensé que la literatura era puñetera vida, que me quería dedicar a eso. No podía soltar los libros de Wilbur Smith. O los de Conrad. La música para mí ha sido más evasión, ha estado más unida a la memoria. Ella me acompañó, con ella llegué a sitios reconfortantes y angustiosos.
P.- ¿Te has sentido un poco oveja negra de tu padre, por compartir con él pasión cultural, pero de otro tipo de cultura…? Es algo frecuente. Pienso en Savater y en su hijo.
R.- Bueno, no sé, ¿eh? Porque mi padre da una imagen muy distinta a lo que realmente es. Es la persona más libre que existe y a nosotros tres nos ha dado esa libertad. Yo tengo dos hermanos y siempre nos ha dicho "dedícate a lo que quieras, haz lo que quieras pero que no me cueste pasta, no me des la lata ni me des problemas". Mi madre ha trabajado 35 años de enfermera poniendo quimioterapia. Es una santa. Ya se ha jubilado. Por las tardes en mi casa no había nada que hacer, sólo leer o hacernos un bocadillo, guardar un poco de silencio porque mi padre estaba escribiendo. Así que leíamos. Con 18 años le dije que me quería ir de casa. Y me dijo que perfecto pero que me pagase yo mis cosas. Así fue. Me puse a currar de camarero, fui muy feliz.
P.- ¿Cómo te llegó el oficio de asistente de Antonio Vega?
R.- Por una casualidad. Un íntimo amigo mío trabajaba para la discográfica EMI, y una noche le llamaron porque el ‘pipa’ de Antonio le había dejado tirado y estaban buscando a alguien de confianza. Lo de ‘pipa’ es como ‘road manager’ pero menos pijo. El pipa hace de todo: te lleva, te compra tabaco, se encarga de ti. Yo no tenía coche pero pedí la oportunidad, porque le tenía mucha admiración a Antonio a nivel musical. El primer día que quedé con él en una gasolinera que hay al lado de las Barranquillas [poblado chabolista en el extrarradio de Madrid; se decía que era el mayor 'hipermercado de la droga' de Europa antes de su desmantelamiento], llegué y ya no estaba. Fue bonito, porque empezó todo con una decepción. El tío que tenía antes de asistente le robaba la droga. Yo no, claro. Yo tenía un ímpetu de aprendizaje extremo. Quería saber cómo componía, cómo el ingeniero le preparaba el micro cómo pedía que le subieran el ecualizador.
P.- Habías empezado Ingeniería de Sonido y renunciaste por él.
R.- Claro, porque al estar con Antonio dije "esta es la carrera definitiva".
P.- ¿A ti te contratan para que le contengas, para que le cuides, digamos, o para que le agasajes?
R.- A mí me contrata la discográfica porque Antonio tenía que ir todos los días al estudio y si dependía de él, es que no iba. Tenía que recogerle, acompañarle a donde quisiera. Él era un encantador de serpientes. Era una luciérnaga. Un vatio, era electricidad pura. Hasta en el peor de los precipicios, veía la luz. Fue un tío que pasó así, fugaz, ¿sabes? Brillando mucho más fuerte que cualquier otro. Y yo tuve la suerte de estar cerca para verlo. También vi cómo se consumía su luz mucho más rápido de la cuenta, con sus tropiezos y sus adicciones, con su genialidad a toda hostia. Él no tenía tiempo que perder.
P.- ¿Por qué tenía tanta pena dentro?
R.- En realidad no la tenía, de veras: era un cachondo mental. Engañaba. Siempre estaba bromeando, pero a ratos se ponía serio y melancólico. Era profundo.
"Yo no hacía de psicólogo de Antonio: estaba cómodo conmigo y yo nunca le juzgaba"
P.- ¿Tú le hacías de psicólogo?
R.- Cero, cero. Él estaba cómodo conmigo porque yo tenía una educación similar a la suya, podíamos hablar de cualquier cosa, no le robaba las papelas y nunca le juzgaba. Cuando acabó el disco, en tres meses, EMI me deja de pagar y él me dice: "Ahora te pago yo, te contrato yo, pero tú te quedas conmigo".
P.- ¿Cómo se sabe que alguien es un genio?
R.- Porque es humilde. Porque se lo monta con poco, o con nada. Y brilla. Un genio no tiene ninguna pretensión, sólo crear. A él sólo le importaba crear. Y luego sus adicciones. Él era mucho más inseguro a nivel de tías que a nivel de drogas, ¿sabes? Su problema real eran las mujeres.
P.- Pero no en plan mujeriego, sino en plan… cuando amo, amo. Me destrozo, destrozo, nos hundimos juntos.
R.- Eso es. Era tan infantil amando… (chasquea). Se enamoraba hasta los huesos, hacía cosas maravillosas y terribles. Exprimía a sus amores.
P.- ¿En qué momento lo humanizaste?
R.- Enseguida. A nivel físico, Antonio era muy punki: si te llamaba la atención en un concierto, imagínate por la mañana desayunando en una mesa. Flipas. Veías en él un montón de taras. Te chocaba muchísimo su aspecto, su crudeza. Cuando tomaba caballo, aparentemente estaba fatal, pero el cerebro le iba relativamente bien. Con la coca es distinto: es una droga que te mata primero por dentro y luego por fuera. Yo me di cuenta de que estaba con un ser humano que se había levantado muchas veces.
P.- Me sorprende que si su pasión primera era crear, dejase que la droga pudiese mermar también esa capacidad, ¿no? O sea, amaba la música y amaba sus adicciones, pero, ¿y si el segundo amor destroza al primero?
R.- Es complicado. Hablábamos de esto, ¿eh? Me dijo una cosa que se me clavó y que no le he dicho a nadie. Él me dijo que sí, que el caballo está mal y todo lo que tú quieras, pero que probablemente no habría llegado a ese nivel de composición, de espacios, de escenas y de esferas musicales sin haber sido por el caballo. Porque si no lo hubiera tomado, o hubiera tomado otra cosa, sencillamente habría llegado a otro sitio. No se puede desligar. Las canciones solo tienen un alma. De hecho, si tú escuchas Nachapop ves que Antonio ahí es un pollo que tiene muchos gallos: el caballo le puso la voz más grave, más serena, más fuerte.
P.- Digo yo que algún día te drogarías con él.
R.- Sí, claro. Él a mí no me dejaba pillar caballo para mí ni para nadie que no fuera él. Yo siempre he tenido la mente abierta y no me ha importado probar cosas: antes de estar con Antonio lo había probado todo, menos el caballo. Con él sí lo probé algún día, casi por desazón ya, pero no me gustó demasiado. Sabía que era un camino que me iba a fastidiar muy rápido, además. Me acuerdo de un día bonito. Antonio no bebía nada de alcohol. Yo lo había dejado con mi novia (que ahora es mi mujer, lo arreglamos, claro). Y Antonio estuvo fantástico ante mi dolor, me acogió, me dijo "vente para acá que nos la pegamos, trae solo una botella de vodka". Tomamos vodka y un poco de caballo. Y dormimos en el local de ensayo. A los tres días volví con mi novia.
"Con Antonio probé el caballo algún día, pero no me gustó demasiado"
P.- ¡Mano de santo!
R.- (Ríe). Me ayudó a llenar el ambiente para no pensar en eso.
P.- ¿Cuál fue tu recuerdo más tétrico con él, el momento más al límite que viviste con Antonio?
R.- Los ajustes de cuentas en El Poblado. Hubo un día un malentendido y nos pedían una deuda de 30.000 pavos. Que si no los dábamos, pues nos mataban.
P.- ¿No los teníais?
R.- ¿Cómo íbamos a tenerlos? Yo sólo tenía allí una billetera. Vas con lo que gastas al día. Era el clan más chungo, además. El de Los Gordos. Antonio era famoso, a él no le podía pasar nada y él lo sabía. "Pero a él sí", dijo el jefe del clan.
P.- Por Dios.
R.- Sí, a mí no me dejaban salir. Tuve pánico. Me hice pis encima. Pensé que no salía de ahí. Pero luego le eché cintura… pensé en negociar.
P.- ¿Asumisteis una deuda que no era vuestra?
R.- Sí. No quedaba otra, tía. Era de una persona cercana a Antonio y nos la comimos. Él se comprometió a devolver la movida en un plazo y ya está. A mí casi me hacen un agujero ese día… Ese día se me rompió algo, se me rompió un lacito con Antonio. Las Barranquillas siempre ha sido un sitio muy decadente: cuando yo empecé había mil chabolas, pero en ese momento ya quedaban 30 o 40 porque al final todos habían ido matándose los unos a los otros. Era muy desagradable, y más para una persona como yo, que no consumía, y que estaba cuidando a otra. Esa no era mi vida. Era la suya.
P.- Leí el pastizal que se gastaba Antonio en drogas al día. De 500 a 1.000 euros diarios. Pero, ¿cómo da tiempo a consumir tanto en 24 horas…?
R.- (Ríe). No es que se metiera diez gramos, ¿eh? Es que la gente que ya ha consumido heroína -y que se ha pinchado de todo y que ya no siente nada- fuma en base de coca. Un gramo te cuesta 60 euros, como en la calle: eso se mezcla con amoníaco, se quema y se hace una piedra. En dos caladas te has pulido ya un montón. Era muy caro y él se arruinaba y arruinaba a la gente que tenía a su alrededor. Pedía pasta. La gente acababa harta. Fue un poco cabroncete, pero es que estaba enfermo. Es gente que se mata por lo mínimo. Gente que se pone aunque tenga 40 de fiebre, aunque esté vomitando.
P.- Supongo que el día que estuviste a punto de morir le dirías "oye, ya puedes subirme el sueldo, ya me puedes pagar en oro".
R.- Sí. Al salir del Poblado nos dio un ataque de risa de los nervios. Ya fuera me atreví a decírselo: "Tío, ya sabes lo que es el miedo: yo esto no lo puedo aguantar ni por admiración ni por amor. Que te follen". Pero seguí.
P.- ¿Qué te decía tu familia, tu gente? ¿Sabían dónde estabas metido?
R.- Yo contaba hasta cierto punto.
P.- Llego a ser yo tu madre y te crujo, chaval… (reímos).
R.- Mi madre creía que la gente que se drogaba, fumaba porros, y yo no quería explicarle más…
P.- Alfonso, que la policía no es tonta.
R.- Ojo, que mi padre y mi familia no estaban nada puestos en esos temas. De Sabina para abajo no saben nada. Yo dejaba a Antonio en su casa a las dos de la mañana, dejaba el coche de mi madre en su casa en Chamberí y me iba para mi casa de Huertas. Pero todos los días iba una o dos veces al Poblado. Ya no era un tema de esquivar balas, era probabilidad. Los policías lo permitían todo, sólo paraban a alguien si lo estaban buscando. Mi madre sí lo pasó mal. Un día me llevé a mi hermano al Poblado para que conociera a Antonio… hice mal, me confié. Estábamos esperando a Antonio en el coche y de repente viene un brick de hormigón y nos revienta la ventana, el cristal. Se mete un tío de cien kilos, un tío enorme, negro, afroamericano, con los ojos inyectados en sangre.
"Mis padres se encontraron en su coche la bolsita de Antonio con sopletes y cucharas: me preguntaron si era heroinómano"
P.- No jodas.
R.- Pensé que nos mataba. Yo aceleré con la puerta del copiloto colgando, con mi hermano gritando… pero Las Barranquillas no tienen salida. Me tuve que meter en la zona de Los Gordos. A mi hermano le estaba dando un ataque de ansiedad. Pude salir, pero habíamos dejado a Antonio dentro. Allí las recortadas, los gitanos... Así que fuera me cambié de camiseta y volví a por él. Cuando ya estamos a salvo, digo, joder, el puto coche roto, que mi madre lo necesita mañana para currar. Era las dos de la mañana y encontré una tienda 24 horas para el puto cristal. Es lo más bonito que tiene Madrid: la noche. La noche de Madrid es su mar, nunca cierra. Dejo el coche en casa, me duermo por fin y al día siguiente mil llamadas a las 9 de la mañana. "¿Qué pasa, qué pasa?". Que Antonio se había dejado su bolsita de la heroína en el coche de mi pobre madre, en el asiento del copiloto, y yo no me había dado cuenta...
P.- ¡Te mato…! Os mato.
P.- (Ríe). Había tres sopletes, dos cucharitas, cinco manuscritos con letras de Antonio, no sé qué cosas más… entonces recibo una llamada de mi padre. Me dice: "Tú sabes que tienes toda la libertad del mundo, pero, ¿te estás metiendo heroína?". Y yo: "Ah, pues no". "Es que mamá ha encontrado en su coche una bolsa bastante sospechosa, ¿sabes?". Y yo le dije: "No te preocupes: es de mi jefe".
P.- Tus padres, unos santos de aúpa.
R.- Bueno, y los domingos, que eran el día sagrado para comer con ellos… también insistía Antonio. A lo mejor lo había dejado hace 20 minutos en su casa y estaba empezando a comer con mis padres y ya me estaba llamando: "Tronco, ¿qué haces? ¿Cuándo vuelves, viejo? ¿Estás conmigo o no estás conmigo?". Menos mal que todo eso me pasó con 20 años. Me pasa ahora y me da un infarto.
P.- Cuando vives cosas tan intensas tan pronto, el resto de la vida debe parecer una balsa de aceite, ¿no?
R.- Yo he tenido muchísima suerte. De pequeño conocí a Cela, a Umbral, a muchos genios de la literatura, gracias a mi padre. Los he leído, los admiro. Mingote era amigo íntimo de mi padre, le acompañaba de niño a la radio. O Manolo Summers, tío. Venía a casa a cenar, me decía "mira", y empezaba a soltar lágrimas por los ojos. Y yo le decía: "¿Pero por qué lloras, qué te pasa?". Y él decía: "Nada. Es que puedo llorar". Era una cosa muy punki, muy genial. Lo valoro todo. Todo lo que me ha pasado.
P.- ¿Ese Madrid que vivisteis ya no existe?
R.- No.
P.- Pero la noche sigue siendo larga y está llena de peligros…
R.- (Sonríe). Sí. Pero no existe esa vieja libertad, esa frescura. Faltan salas, falta programación musical. Ahora todo es similar entre sí. Todos van con la misma barba, el mismo rollo. Falta autenticidad, personalidad. No hay naturalidad.
P.- ¿Tienes enemigos literarios? Tu padre se hostió con Sabina en unos sonetos muy gamberros. Aquella pelea fue divertida… Joaquín le escribió Don Mendo no se hereda, en referencia al talento de tu bisabuelo.
R.- ¡Aquello fue precioso! Mi padre le contestó con una clase de métrica. Se mataban. Pero cuando a Sabina le dio la pájara, mi padre deseó su pronta recuperación y reconoció que pocos hay con una prosa tan hermosa en sus canciones. Y Joaquín le contestó con un ripio precioso: "Don Alfonso Ussía, esta mano que es la mía"… Si te dedicas a escribir, tienes que odiar a alguien. Para llamar la atención, hay que disparar siempre a cuatro o cinco referentes de todo el mundo (ríe). Yo no tengo dinero para demandar a nadie, tía, ni para pagar sus demandas. Hay que hacer la guerra a sonetos. Y la haré.