Montserrat Torrent se levanta de su silla para estrechar la mano. Tiene los dedos finos y la piel suave. Una sonrisa sincera y afable le ilumina el rostro. Sobre la mesa del salón de su apartamento, situado a poco más de diez minutos de la catedral de la Sagrada Familia, en Barcelona, descansan una copa de whisky mezclada con dos dedos de agua y un plato con pastas horneadas en la pastelería de la familia de Puigdemont. Tras ella reposa, solemne, un órgano de madera al que hace sonar todos los días a las 6 de la mañana. Confiesa que ya no escucha las notas porque perdió la audición hace décadas, pero aún siente cómo al pulsar las teclas los sonidos reverberan en su interior, como sinfonías ancestrales, latidos una y mil veces repetidos al compás de su corazón. Debido a su sordera, al lado del convite su asistente le tiene preparado un teléfono móvil con un lector de voz que convierte los diálogos en texto.
Torrent es una figura esencial de la música española. Ha sido organista, concertista y profesora de maestros como Juan de la Rubia, Roberto Fresco, David Malet o Andés Cea y se ha codeado con los más grandes pianistas y organistas de España. A mediados de siglo, introdujo en España una nueva forma de interpretar la música gracias a la popularización del repertorio ibérico antiguo y a su capacidad de adaptar piezas contemporáneas. Sus ocho décadas al frente del piano y el órgano le han valido reconocimientos como el premio Nacional de Música de 2021, la Cruz de Sant Jordi y el doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Barcelona en reconocimiento por su excelencia en la docencia y la interpretación. Noventa años después de pulsar su primera tecla, sigue en activo.
A pesar de algunos algunos achaques, Montserrat Torrent sigue tocando el órgano. Es viuda, no tiene hijos y se vale de un asistente y amigo para sobrellevar el día a día. Aún es capaz de viajar 6.000 kilómetros en avión en tres días para tocar el órgano en Suecia, ir a Madrid para estrechar la mano de Felipe VI en el Palacio Real el Día de la Hispanidad u ofrecer decenas de conciertos a lo largo y ancho de España sentada frente al órgano, su pasión y su vida, una extensión de sus extremidades. "¡Si es que cuando toco me siento joven!", reflexiona, divertida, llena de vitalidad.
Asombra pensar que los pequeños y observadores ojos de esta veterana música, la gran organista catalana del siglo XX, se abrieran por primera vez hace 96 años, un 17 de abril de 1926, justo cuatro días antes del nacimiento de Isabel II. Las retinas de la dama Torrent han registrado desde entonces gran parte de la historia de España. La de sus gentes y su música, un inventario de virtudes, errores, triunfos y demencias; esa piedra estoica abierta en dos pedazos a la que plañía Miguel Hernández desde su celda antes de morir.
Torrent vio cómo la riqueza de su familia se hizo cenizas tras la Guerra Civil, hasta el punto de que ella y sus hermanos tuvieron que conformarse con comer o cenar sopas una vez al día con un triste trozo de brócoli hervido para sobrevivir. Recuerda aún cómo las paredes de su casa quedaron reducidas a escombros después de que los bombardeos italianos sobre Barcelona de marzo del 38 hicieran estallar un camión de trilite, matando a cientos de civiles y reduciendo a escombros calles y edificios.
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Sus cuencas se llenaron de lágrimas tras saber de la pérdida de un primo suyo, muy querido, que fue torturado y ejecutado durante la contienda. También cuando conoció el destino de unas monjitas de su pueblo, "buena gente, gente sencilla", que fueron tiroteadas por 'los rojos' en un prado y, como animales, acabaron con los vientres abiertos en canal y rellenos de alfalfa. Recuerdos que desearía olvidar, pero no puede. "¿Por qué este odio? ¿Por qué esta perversión?", se pregunta.
"No lo puedo entender. Es superior a mis capacidades. Mejor sería que estas personas no nacieran, ¿verdad?". Arrostrar los horrores del fanatismo de las retaguardias de uno y otro bando no hizo mella en su espíritu bondadoso. Ni el fantasma de la muerte que acechaba ni la pobreza que empañó el prometedor futuro de su familia –su padre fue un prestigioso doctor y su madre una gran pianista que le enseñó las bases de la música, pero ambos se arruinaron tras la guerra– lograron que desistiera en su sueño de convertirse en artista. Fue esa combinación de talante apasionado, de disciplina autoimpuesta y de predestinación fatalista hacia la música las que consiguieron que Torrent se transformara en una de las organistas más influyentes del siglo.
El germen de una leyenda musical
El primer recuerdo de Montserrat Torrent al frente de un instrumento le viene de muy pequeña. Su padre, el doctor Laureà Torrent, fue un prestigioso médico homeópata. Su madre, Àngela Serra, reconocida pianista, llegó a ser alumna del compositor Enric Granados, autor de las Goyescas y 12 Danzas españolas. Ella fue quien enseñó a la pequeña Torrent y a sus hermanas a tocar el piano. Serra dejó la carrera musical cuando se casó y tuvo a sus siete hijos, pero nunca quiso arrancar la raigón de la pasión musical. "Entonces, mi padre organizaba conciertos con algunos de sus clientes, como un violonchelista y un violinista, y tocaban junto a mi madre en una gran sala, en trío. Los siete hermanos que éramos nos sentábamos en los taburetes a escucharlos hechizados. Fuimos esponjas que absorbieron toda esa música".
La pasión por el piano empezó a echar raíces en el alma de la pequeña Torrent. Sin embargo, la llegada de la guerra fratricida sentenció definitivamente su deriva hacia el órgano. "El hogar en el que vivíamos en Barcelona salió muy mal parado por los bombardeos, así que unos parientes nos dejaron una casa en Santa Coloma de Farners. Allí, en la iglesia del pueblo, había un órgano. Habitualmente íbamos para acompañar los cantos, pero la organista, que era pésima, nos pedía que tocáramos. Yo trataba de hacer sonar las nocturnas de Chopin, pero [en aquel instrumento] salía una cosa desgraciada, horrorosa. Así que decidieron matricularme en el Conservatorio para que conociera mejor el instrumento".
Después de la guerra, su familia volvió a Barcelona. Como no tenían dinero para formar parte de la prestigiosa Academia Marshall, tuvieron que conformarse con la Altimira, a la que acudió entre 1938 y 1942. Desde 1942 y hasta 1949 se licenció en el Conservatorio Superior Municipal de Música de Barcelona (CSMMB) y, tras graduarse con virtuosismo en piano, ingresó, entre 1953 y 1957, en la Marshall.
De ese tiempo recuerda a su severo maestro, Paul Franck. "No acepto amateurs", le llegó a espetar nada más conocerla. "'Si usted no promete que quiere dedicarse a esto, no le daré clase', me soltó. Entonces le hice una promesa falsa: 'Quiero ser organista'". Pero ni aún con el empeño y dedicación que le inculcaron desde casa fue fácil lograrlo. "No tenía estatura y no alcanzaba las notas más graves del pedal". No fue el único suplicio que experimentó en aquellos años de formación, ya que el hambre y la pobreza de la posguerra también azotaron con fuerza, especialmente durante su tiempo en el conservatorio. "Recuerdo que iba a clase con los zapatos rotos. Me decían: 'Torrent, se te han roto'. Pero al día siguiente nadie lo comentaba porque seguían igual que el anterior".
Montserrat Torrent se enamoró definitivamente de la música de órgano cuando tocó por primera vez un Coral de Bach. "¡Quedé fascinada!", evoca con auténtica ilusión. "Nunca había tenido una emoción tan grande. De repente, podía tocar con tres timbres distintos: soprano, bajo y contralto. Supe entonces que el órgano era mi instrumento. Todo gracias a Johann Sebastian Bach". Providencia, predestinación o causalidad: poco importa la ontología tras su quillotro con el órgano, ya que Torrent, desde entonces, se dedicó en cuerpo y alma al instrumento que manejaría con la mayor de las destrezas. Lamentablemente, los mejores órganos de España fueron quemados durante la guerra y no descubrió uno "de verdad" hasta que fue al Instituto Francés de París a formarse con Nöelie Pierront, una de las más prestigiosas organistas de Francia. "Allí supe que existía un repertorio inaudito".
Durante su juventud proliferaron las fuentes de inspiración: los preludios y corales de Bach, las fugas de Brahms, los estudios en forma de canon de Schumann, las sinfonías dedicadas a la Tierra de Mahler. Torrent quedó deleitada por el talento frente al piano de José María Colón, Alicia de Larrocha y Rosa Sabater; por la destreza de directores de orquesta como Rafael Frühbeck de Burgos, Salvador Mas o Hermann Scherchen. "Gente que podía permitirse hacer lo que quisieran, porque hacían que la música fuera irrepetible. ¿Sabes por qué? Porque la música se hace en el tiempo". Poco a poco Torrent comenzó a impartir clases, a dar conciertos, a colaborar con algunos de los organistas más laureados de España y a firmar decenas de discos. Se convirtió en una leyenda, en una de las figuras esenciales del órgano. Gente de todo el mundo venía para formarse junto a ella.
Si Torrent triunfó, y lo hizo a lo grande, fue porque consiguió desarrollar una destreza absoluta en su instrumento y porque tuvo la habilidad de saber dar una segunda vida a las obras de algunos de los grandes compositores para órgano españoles del siglo XVII y XVIII, el conocido como 'repertorio ibérico'. Gracias a sus conciertos, popularizó la obra del renacentista Antonio de Cabezón, la del barroco Juan Cabanilles, la del andaluz Francisco Correa de Arauxo, la del clasicista padre Soler. "Fue algo inédito. La gente lo escuchó tocar con limpieza, con buen ritmo, y eso supuso una revelación. Mi éxito lo atribuyo a que di a conocer un repertorio muy nuevo".
PREGUNTA.– ¿Fue complicado triunfar en un mundo liderado por hombres?
RESPUESTA.– Recuerdo una anécdota triste, pero prefiero no decir el lugar. Fue junto a Guy Bovet [organista y compositor suizo]. Tocábamos los conciertos del padre Soler a los órganos. Había un individuo en la sala que no decía palabra. Cuando llegaron los solos, hice el mío. De repente escuché un puñetazo. '¡Mujer tenías que ser! ¿Que te has creído? Dejas tirado a tu compañero y te pones aquí a hacer alardes', gritó aquel hombre. 'No', le respondí tranquilamente. 'Esto está escrito así. Después él tocará su parte solística'. Pero no hubo modo. Bovet, que se las sabía todas, me preguntó: 'Montserrat, estamos cansados, ¿verdad? Así que mejor lo dejamos'. Y fue a denunciar la situación. Tuvieron que encerrar con llave a ese sujeto durante el concierto porque, si no, no me hubiera dejado terminar. '¡Mujer tenías que ser!'. En fin, yo entonces era inocente y no veía que todo eso era por ser mujer.
P.– Usted ha vivido algunos de los momentos más importantes de la historia de Europa. La Segunda Guerra Mundial, la Fría, ahora la invasión de Ucrania. ¿Cómo le marcaron todos estos acontecimientos?
R.– Siempre con tristeza, con la desesperación de ver la ambición de un dictador que quiere poseer un territorio que no le pertenece. Por eso nunca toqué para Franco. Habría sido poco apropiado. Que un dictador, de cualquier tipo, pueda vivir tranquilo, comer, escuchar música como si nada... En fin, qué horror. Todo mientras mueren centenares de jóvenes que sólo quieren tener una vida normal. Que soñaban con ello. Y lo seguimos sufriendo, porque mientras nos reímos y disfrutamos hay gente muriendo, luchando, siendo torturada. ¿Cómo pueden vivir tranquilas esas personas que capaces de montar una guerra y mantenerla, que nunca querrán renunciar por su orgullo y ambición sin límites? Dios nos libre de volver. Yo no sé si habrá otra guerra, pero si hay un ataque nuclear se enreda todo el mundo. Putin me da espanto. Hitler fue un monstruo, y Putin creo que es otro. Un monstruo impermeable al dolor ajeno. Si un ser humano ve el dolor, intenta consolar para que el otro se sienta acompañado, ¿no?
P.– ¿Cómo padeció la Guerra Civil?
R.– Con mucho miedo. Recuerdo el pavor. Tenía terror de que los milicianos buscaran a nuestro padre. Y vinieron. Un grupo de jóvenes llamaron a la puerta para llevárselo. Imagínate los llantos de mi madre, de las cuatro mujeres de la casa. Pero mi padre volvió. Al final resultaron ser buena gente. Pero estábamos aterrados. Uno de mis hermanos estaba con Franco. Otro estaba con lo que llamaban 'los rojos'. Y un tercero escondido. Si descubrían al escondido nos mataban a todos. Luego recuerdo los bombardeos. Corriendo continuamente. Teníamos que dejar la casa abierta y bajar a la boca del Metro. Un día una bomba cayó sobre un camión de trilite. Volé varios metros por el pasillo y hasta se cayeron las paredes.
P.– ¿Perdió a algún ser querido?
R.– A un primo, que llamó diciendo que venía a afeitar a mi padre. 'No tenemos tijeras', le dijimos. 'Traigo tijeras', respondió. No llegó. Y te preguntas qué le hicieron con esas tijeras. Eso es lo que no puedo entender. Que el hombre sea tan malvado como para matar y, sobre todo, torturar. Los animales no hacen esto. Veo los programas de La 2, donde salen esas alimañas que acechan y se comen a otro animal, pero se lo comen, no lo torturan ni están mirando cómo sufre. El hombre sí lo hace. No hubo nada más que triste que esta guerra. Muchas amistades perecieron. Recuerdo a unas monjas sencillas, pobres mujeres... Les abrieron el vientre y les pusieron alfalfa. Las dejaron tiradas en un campo. Eran mujeres sencillas, no habían hecho mal a nadie.
Sant Felipe Neri, su proyecto más personal
En 1967 Montserrat Torrent quiso cumplir su sueño de construir uno de los mejores órganos barrocos del mundo. Los organeros Gabriel Blancafort y Georges Lhôte se pusieron manos a la obra para confeccionar este mastodonte de 3.481 tubos, tres teclados y 49 registros. Sin embargo, la financiación se paró y el proyecto quedó en pausa durante décadas.
El 3 de diciembre de 2021 finalmente se inauguró parte del nuevo órgano, pero no estaba completamente terminado, ya que sólo tenía la caja central, la consola y el órgano mayor con 7 registros. "Un 50% a nivel de instrumento y una tercera parte en cuanto a tubos", especificó el taller Blancafort. El organero, Albert Blancafort, proseguirá con la construcción del teclado, el cuerpo del pedal y el resto de registros, pero para ello requieren de financiación. La Fundación Montserrat Torrent no dispone del dinero suficiente, por lo que rezan por que la administración pública pueda completar la tarea de toda su vida. Lamentablemente, la organista no cree que lo vea terminado.
La rebeldía de Torrent
Después de la Guerra Civil y su largo periodo de formación, Montserrat Torrent comenzó a labrarse un nombre como organista. Además de estudiar bajo las órdenes de Paul Franck, fue alumna de Helmuth Rilling y Fernando Germani. Ya consolidada como maestra, en los años sesenta fue pionera en la renovación del mundo del órgano, tanto en España como fuera de ella. Ofreció conciertos a lo largo y ancho de Europa, en Estados Unidos y en América Latina. Popularizó una música que siempre había estado asociada a lo litúrgico y revivió la obra de autores que habían caído en el olvido. Con los años sería nombrada Catedrátrica de Órgano de los Conservatorios Superiores de Música de Barcelona y de Badalona, doctora Honoris Causa por la UAB y, en 2021, debido a su amplia trayectoria profesional, merecedora del Premio Nacional de Música.
"Fue una sorpresa tremenda", confiesa la dama Torrent. "Me llamó [Miquel] Iceta. Pensé que era una broma. Pero no, no, era el ministro". Decenas de amigos del escenario musical habían insistido para que ella tuviese el premio, pero nunca llegó. Ni siquiera al haber cargado un millar de conciertos a sus espaldas y grabado un centenar de discos. "Yo creo que me lo han dado ahora porque estoy a punto de morir", bromea. "Debieron decir: 'Hagamos que se vaya contenta de este mundo, porque si no espabilamos no llegamos a tiempo'. Yo se lo decía a mi hermana Nuria, que ya murió: 'Nuestros sobrinos son un poquito viejos, pero piensa que nosotros somos matusalénicas'". No puede evitar reírse de su propio chascarrillo.
P.– ¿Recuerda alguna anécdota sobre alguno de los momentos más embarazosos de su carrera?
R.– Fue en Escocia. Había un banco altísimo que tuvieron que venir a serrar para que me llegaran los pies. Toqué la Volumina de Ligeti. Ahí sacas todos los registros del órgano, pones los pies en tantos lugares como puedes, las manos igual. Mientras, otra persona le da al motor. Y eso se convierte en un reactor. Monté un escándalo tremendo. Las notas se quedaron sonando y el órgano se estropeó. 'Nunca más se te ocurra tocar una obra así', recuerdo que me dijeron. Se llevaron un disgusto tremendo. Y yo, porque tuvo que venir el organero a arreglar las notas. Fue feo... pero algo atrevido. Esto lo hice también en el Palacio Nacional de Barcelona. Tenía ciento y pico registros: manos, pies, etcétera. Dije: 'Dentro motor'. Pareció que el edificio se hundía. Vinieron los bomberos, la Guardia Civil y a los pocos días un pedazo de cornisa se desprendió. Quería saber el efecto de aquel órgano. Y fue el de una bomba. Todo el mundo chillando. Sí, sí que era atrevida...
P.– ¿Cuáles son los principales mitos o estereotipos que pesan sobre la música de órgano?
R.– Unos atan el órgano a la iglesia, como si fuera un instrumento para tocar música litúrgica. Otros creen que es un elemento misterioso que nos transporta a un mundo fantástico. Pero yo digo que es un instrumento musical, amigos. Con él se hace música, no truenos ni rayos, como hacen algunos, y no sólo música litúrgica. Cuando yo empecé, algunos colegas violonchelistas y pianistas me decían: has dejado un instrumento expresivo por una máquina. Porque el órgano es una máquina: si no das al motor no tienes aire. Pero esta máquina, les respondía, puede humanizarse.
P.– ¿Y cuál es la receta para 'humanizar el órgano'?
R.– Ser expresivo. Por ejemplo, los organistas rusos tocan con una técnica fabulosa y una velocidad tremenda. Arrasan con todo. Pero no son músicos, sino mecánicos de la música, virtuosos pero fríos. Muchos organistas no tienen armonía ni conmueven. A mí me gusta saborear la música, disfrutar del contrapunto, de las melodías. Gozar de esa intensidad que nos lleva hacia un mundo sensorial... Hoy, sin embargo, está de moda exhibirse. Hay sujetos extraños que aparecen sobre el escenario con zapatos con luces de colores. No son músicos, sino payasos. Hay un organista que cobra 250.000€ y viene con su órgano, vestido sumamente extravagante, con luces que cambian de color todo el rato. Es un prestidigitador, no un músico. A mí me gustaba ver a Michael Radulescu, que casi tocaba con los ojos cerrados. Hoy hay mucha gesticulación, con poses que parecen que están a punto de morir. Lo respeto, sobre todo si son sinceros, pero no me gusta. ¿Iríamos así por los mundos de Dios? Sería muy extraño.
P.– Es inevitable asociar ese sentido místico de la música de órgano y la liturgia al mundo celestial. ¿Qué opina de Dios y de la Iglesia?
R.– Yo tuve unas amigas que nunca volvieron más después de decirles lo que voy a contar. No creo en un Dios punitivo que esté pendiente de todo lo malo que hacemos. No hubiera creado a una Humanidad para condenarla. Esto lo dije en el seminario de Getafe hace unos días. Los seminaristas, claro, entusiasmados. Otros miraban con cara de susto. Creo que esa idea de un Dios que castiga y envía al infierno es la de un Dios maligno. Imagina a una familia que ha educado a sus hijos. ¿Los mandaría a la guillotina? No. Intentaría salvarlos como sea. Estos hijos, para demostrar que creen en su padre, ¿se deben estar azotando todo el día? ¿Y él reirá y gozará con eso? Sería un malvado este padre, porque no querría que sus hijos fueran felices. Hay una deformación o interés de la Iglesia en que el hombre se mortifique. Pero no debemos juzgar. Ni a gente malvada como Putin o a los de ETA. Piensa que muchas cabezas han sido manipuladas para hacerlas creer que están haciendo cosas estupendas. No, no debemos juzgar. A nadie.
P.– ¿Ni siquiera a esas nuevas generaciones que han dejado a Bach por el reguetón?
R.– Lo que escuchan hoy los jóvenes... Me parece que los atrofia un poco. Pienso que esta juventud que vemos tan desgarrada, tan drogada y tan perdida, si escuchara música de la buena quizás sería distinta. Porque también tiene que haber música para el espíritu, y ellos sólo escuchan música para los sentidos. Debe haber un equilibrio. Lo encuentro horroroso. Van a discotecas y se deshacen. Entiendo que son jóvenes, que se tienen que divertir y desahogar... pero un poco. Y esto que digo no lo veo en todos, que conste, porque hay conciertos en los que vienen jóvenes y tocamos a Cabezón. Es entonces cuando pienso que aún hay una juventud que piensa en ese aspecto introvertido de nuestra humanidad, que no es todo superficie y excitación.
P.– ¿Se vive sin pensar ni calibrar?
R.– Por un lado parece que los jóvenes están muy interesados en muchas cosas, pero de tantas no se interesan por ninguna en particular. Las redes sociales, con perdón de quienes las inventaron, quizás a mí me vienen bien porque me conectan con personas, pero hacen que los jóvenes se distraigan con mensajes. He estado en casa de matrimonios donde todos estaban mirando la pantalla mientras comían. Antes no teníamos estos inventos. Y cada vez será peor, porque la tecnología matará la espontaneidad, el modo de ser. Nos convertiremos en robots. Pero bueno, el mundo siempre se ha asustado del progreso y después lo hemos aceptado. Y los niños... En fin, lo que están haciendo aquí en Cataluña sobre la sexualidad es monstruoso. Les enseñan cosas absolutamente pornográficas. Es destrozar la infancia, quitarles la inocencia. Qué horror. No hay disciplina. Cómo van con las bicis por las aceras. Menos mal que no salgo, porque si no estaría ya hecha pedazos. ¡Qué horror de juventud! Pero no juzguemos...
P.– ¿Qué le diría a los artistas que viene detrás de usted?
R.– Que tienen que ser humildes, que no quieran ser siempre protagonistas. Que recuerden que los intérpretes somos el eslabón entre el compositor y el oyente. Que tengan constancia en el estudio, perseverancia, no cansarse de pensar que si hoy no sale, a lo mejor dentro de cuatro días sí. Y, sobre todo, que hay que ser fieles a la música y no querer magnificar el egocentrismo y hacer interpretaciones raras para tener el capricho de lucir una personalidad especial. Debemos ser fieles y creativos. Si tocamos una obra tres veces igual, mal asunto. Siempre debe haber pequeñas diferencies, emociones del momento, pero siempre con moderación, sin pasarse.
Montserrat Torrent le da un trago a su vaso de whisky. "¿Acaso no es atractiva una mujer con una copa?", dice entre risas. Es inevitable preguntarle si se tomaba una antes de tocar. "Nunca antes, sólo después", confiesa, atrevida. "¿No estará Dios disfrutando también de que podamos saborear esto?", insiste con rebeldía. Ni la edad ni su sordera, adquirida con el paso de los años debido al estruendo de los órganos hasta dejarla incapaz de oír desde hace un par de décadas, son hoy un impedimento para que 'la dama del órgano' disfrute de la vida y de la música. Los otorrinos no dan crédito cuando les dice que escucha todo a pesar de su falta de audición. "Si alguien viene y toca una pieza que no conozco, oigo un rumor y no lo entiendo. Pero si es algo que conozco, escucho nota por nota. Me he acostumbrado tanto a escuchar en silencio que lo oigo todo". Ha desarrollado un sexto sentido.
La veterana organista confiesa que rozar la centuria no le ha hecho siquiera plantearse su retirada de los escenarios. Este año ha sido frenético. Ha viajado por todo el país para tocar su música. Ha acabado exhausta, primero por culpa de la Covid-19 y luego por una gripe que la ha tenido semanas en cama. Ya está recuperada de ambas. Justo dentro de unas semanas viajará a Suecia para hacer un tour de una semana. Ya tiene la agenda llena para los próximos meses. Y no tiene pensado parar el ritmo. "Lo dejaré si algún día doy un concierto y no hay nadie en la iglesia", confiesa, sabedora de que eso no ocurrirá. "Sólo Dios hará que apague el motor definitivamente". No sabe cuándo será, pero sí cómo los demás recordarán su última despedida: no habrá órgano en su funeral, sino las voces monódicas de los cantos gregorianos, que la acompañarán en su tránsito hacia el más allá.