La vida de Ignacio Oficialdegui es permanente adrenalina. Explorador infatigable, biólogo especializado en entomología, alpinista en su tiempo libre y experto en energía eólica, este navarro de 56 años ha conquistado algunos de los lugares más remotos e inhóspitos del planeta, viajado a los seis continentes y pisado 70 países. Su pasión por la aventura lo ha llevado a emprender expediciones transantárticas aparentemente imposibles, a descubrir las corrientes de viento y a conquistar, como si se tratara de un Cristóbal Colón o un Amundsen de la era New Age, algunas de las zonas más peligrosas del mundo. Gracias a su espectacular currículum, no exento de valiosas aportaciones científicas y humanitarias, fue nombrado en 2022 uno de los 50 exploradores más importantes e influyentes según el Explorers Club de Nueva York, la sociedad por excelencia de los trotamundos.
No es para menos. Sus botas han hundido suela en cientos de lugares que muchos mortales no se atreverían siquiera a conocer: desde las colinas ruandesas, en las que vivió tras el brutal genocidio que se cobró casi un millón de vidas tutsis, hasta el corazón de Groenlandia, el Polo Norte, o el gran Plateau Oriental antártico de hasta 4.000 metros de espesor de hielo. Aunque la hazaña más épica en la que ha participado, con gran relevancia en el mundo de la exploración polar, data de 2005.
Fue hace casi veinte años cuando inició un peligroso viaje hacia el conocido como 'polo Sur de la inaccesibilidad', el lugar más lejano del planeta, al que se llegaba por primera vez. No fue montado en un camión oruga ni subido en un avión, como habitualmente tratan de conquistarse este tipo lugares tan remotos, sino que, simplemente, se dejaron arrastrar por las corrientes de viento en un trineo inventado por el líder del trío que conformaba aquella misión, Ramón Larramendi, otro español obsesionado con los círculos polares.
"Es la exploración llevada al límite", confiesa el navarro Oficialdegui, no sin cierto orgullo, sabedor de que ha sido una de las pocas personas del mundo en recorrer los enclaves más lejanos de la Antártida, hasta en tres ocasiones diferentes (la última fue en 2018-2019). Él es, junto a Larramendi y otros españoles que lo han acompañado en sus viajes, el ser humano que más lejos ha viajado dentro de este continente. "Estar días y días mirando el horizonte sabiendo que pisas lugares en los que nunca ha estado nadie; todo eso es una sensación muy poderosa".
Si tenemos en cuenta que este es el continente meteorológicamente más extremo y el polo de inaccesibilidad el punto más alejado del océano, a 2.538 kilómetros de la costera base rusa Novolazárevskaya de la que parte la expedición, es lo mismo que decir que ha conquistado el punto más distante y peligroso del mundo (sin ánimo de ofender a las poco dialogantes tribus sentinelesas). "No sabíamos si íbamos a aguantar las condiciones. Es un lugar en el que no hay ningún tipo de asentamiento humano cercano. Estás a 40, 45 e incluso 50 grados bajo cero y dependes de las corrientes de viento. No hay botón de emergencia".
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El 'polo de inaccesibilidad' es un enclave prácticamente inexplorado de la Antártida en el que no nada más allá de hielo y nieve. Llegar allí y otear el paisaje hacia cualquier punto cardinal acongoja; el amenazante horizonte blanco, níveo, congelado, contrasta con el inspirador azul del cielo. "Al ojo humano le parece plano, pero son 3.000 y pico metros de espesor de hielo, y hay condiciones que, lógicamente, no permiten la vida", asegura Oficialdegui. Se trata de un desierto inhóspito en el que cualquier paso en falso sobre la nieve puede resultar fatal. Una caída con rotura, un desfallecimiento por cansancio o frío extremo o, simplemente, la falta de corriente para mover el trineo, pueden decantar la balanza y condenar el viaje.
"En una de las tres expediciones estuvimos 63 días navegando; en otra, 52. Hubo una que la hicimos en 35", continúa el aventurero. "Este tipo de exploraciones son como carreras de fondo. El miedo está en que no paras de pensar en qué podría pasar en los próximos días si, por ejemplo, no sopla el viento para mover el trineo o se rompen los hornillos. Si pasa, son cosas que las ves venir muy despacio; producen un ruido de fondo continuo. Entrar en la Antártida con un trineo de viento no es como ir en un oruga con remolques llenos de combustible. La tensión es contante desde el primer momento. Vives con el chute de adrenalina permanente. Por eso cuando vuelvo de una expedición, el cuerpo se desmorona. Es mucha tensión y aguante".
El trineo de viento es un aparato relativamente simple que se basa en la tecnología de los inuit, pueblos a los que habitualmente se conoce como esquimales (aunque el término es erróneo y en Canadá lo consideran despectivo). Se trata de una construcción de madera con unos railes unidos por varios travesaños con la ayuda de cuerdas anudadas, que tradicionalmente está tirada por perros. Sin embargo, al replicar la idea, Larramendi desechó la utilización de animales, amplió las dimensiones del trineo y, gracias a la utilización de varios tamaños de cometas, consiguió que fuese el viento, y no los perros, los que pudiesen mover el artilugio de forma natural.
"Yo fui uno de los pioneros a nivel mundial en la exploración del viento con fines de generación de energía eléctrica, así que la idea de Larramendi me cautivó y él quiso contar conmigo para el desarrollo. Pero el gran genio detrás de la idea es él", incide el biólogo navarro, quitándose méritos. "Así que probamos el trineo en 2005 en la Antártida con éxito, y se consolidó como un vehículo capaz de moverse con hasta dos toneladas de peso. Con ello podíamos llegar a tener gran autonomía para movernos con todo nuestro material científico". Además, al no tener ningún tipo de motor, es un vehículo con el que se puede hacer ciencia de forma barata, sencilla y sostenible, ya que este tipo de expediciones no requieren de prácticamente nada de combustible.
Oficialdegui y Larramendi han viajado juntos en la Antártida hasta en tres ocasiones –ya preparan una cuarta dentro de unos meses– para cruzar el continente en su trineo de viento. Su bautizo en el gran continente helado fue en 2005-2006, cuando simplemente se dispusieron a demostrar que era posible llegar al Polo Sur de la inaccesibilidad, un lugar entonces no cartografiado por el ser humano. "Era pura exploración geográfica", asegura. Los tres aventureros batieron entonces el récord de distancia recorrida en 24 horas en medios polares: 320 kilómetros. Mientras avanzaban, grabaron imágenes para el programa de TVE Al filo de lo imposible. Su segunda vez fue en 2011, en la que trataron de perfeccionar su trineo, estudiar en más profundidad los modelos del viento y sentar las bases de su ingenio. Fue, de nuevo, un éxito rotundo, ya que hicieron una travesía completa –3.600 kilómetros en 35 días de navegación– pasando por el Polo Sur geográfico.
El tercer viaje transantártico tuvo lugar en 2018-2019, y fue uno de las más importantes, ya que contó con el apoyo de la Agencia Espacial Europea y la Fundación Príncipe Alberto II de Mónaco y con parte de la tecnología que iba a llevar el Rover de Marte, ya que las condiciones antárticas son las más similares a las del Planeta Rojo. Durante el viaje tomaron muestras de hielo en zonas nunca antes pisadas por el ser humano que se enviaron a los laboratorios de la UAM para analizar si en esas latitudes existían microorganismos arrastrados por el aire o congelados en el hielo (aún están en estudio).
"También hemos recogido partículas subatómicas, como los muones, y hemos hecho pruebas de análisis meteorológico y de validación del sistema Galileo, para comprobar si esas latitudes están bien cubiertas por esta red de satélites. Sus proyectos han conseguido recabar una ingente cantidad de datos sobre la composición atmosférica y de cómo han podido evolucionar los isótopos del oxígeno atrapados en el hielo, "Básicamente, saber de qué ha estado compuesta la atmósfera durante muchos años, compararlo con la situación actual y conocer si muchas que están pasando [con el cambio climático] son realmente extraordinarias o cíclicas".
P.– Usted cuenta que 'pasar calor' en la Antártida es estar a 20 grados bajo cero. ¿Cómo es la preparación física para sobrevivir a estar temperaturas extremas?
R.– No hay manera de prepararse para el frío. El mercado tampoco ofrece grandes soluciones, especialmente cuando fuimos en 2005. No sabíamos si íbamos a aguantar. La propia expedición era un experimento en sí mismo. Llevamos nuestras propias prendas e ideas sobre cómo vestirnos. También es bueno tratar de engordar para tener reservas de grasa. En mi caso particular me cuesta mucho, porque soy más bien ligero (risas).
P.– En base a su experiencia, ¿puede confirmar a cualquier escéptico que el cambio climático se encuentra en un punto crítico?
R.– Yo estoy en el mundo de la meteorología, la atmósfera está sujeta a muchos vaivenes cíclicos que se solapan unos con otros y con todo el proceso del cambio climático, y eso, quizás, puede hacer que a veces la gente dude. Pero, sin necesidad de grandes estudios, cuando yo voy por las montañas y el Ártico y veo las cosas con mis propios ojos lo tengo clarísimo: muchos glaciares han desaparecido. No queda nada. Y los he conocido. En los Alpes, por ejemplo, no han parado de bajar y de bajar; en los Pirineos prácticamente ni existen. En el caso de Groenlandia también es evidente, porque la mayoría se han retraído.
P.– Y aplicado a sus propias expediciones, ¿cómo le afecta el deshielo del Ártico?
R.– De hecho, en los últimos años estamos teniendo cada vez más dificultades para llegar a la costa porque se abren lagos líquidos que antes eran sólidos. Llegas a las partes más altas y te encuentras agua donde antes sólo había hielo. La banquisa, el mar congelado, aguanta menos tiempo. La primavera pasada Ramón organizó una expedición a Groenlandia y descubrieron un 'nunatak' [afloramientos rocosos en el hielo] que ni siquiera estaba en los mapas. Debajo de las planchas glaciares continentales hay montañas y valles, y muchas de sus cimas empiezan a aflorar sobre el hielo. En el caso de la Antártida, hablamos de una superficie del orden de casi veinte veces España y kilómetros de espesor de hielo, así que es difícil decir qué está ocurriendo. En cualquier caso, el Ártico [la región que incluye el Polo Norte] está más expuesto.
P.– ¿Cuáles han sido sus principales referentes en el mundo de la exploración?
R.– La verdad es que no he sido nunca de grandes referencias populares o históricas. Más que leer a Amundsen o Shackleton, que claro que me han ayudado, lo que me ha enganchado verdaderamente es la gente de carne y hueso, que son los que me han inspirado y arrastrado a la actividad, como Larramendi. Trabajar con él, ver su pasión, su compromiso... es lo que me ha llevado a meterme en este tipo de proyectos polares.
Yugoslavia, Zimbabue, Ruanda
Oficialdegui recuerda que todas sus hazañas aventureras son fruto de su pasión por descubrir, llevo 25 años dedicándome a la exploración del viento para generación de electricidad, concretamente a través de la energía eólica", explica. Actualmente es director de tecnología eólica y fotovoltaica para una gran multinacional. "Comencé con ello en el año 97, así que tuve la suerte de poder ser un pionero, de los primeros en recorrer el mundo buscando lugares donde poder desarrollar esta actividad. Estudié y comprendí el viento, cómo se comporta y cuáles son las mejores condiciones [para implementar estos dispositivos]".
Sin embargo, antes de entregar su vida a la búsqueda del viento y de participar en expediciones polares, el gusanillo de la exploración ya le había picado. En 1993 viajó a Croacia y al sur de Bosnia y Herzegovina como responsable de logística de ayuda humanitaria a través de la oenegé SOS Balkanes. Después, entre 1994 y 1997, vivió en Zimbabue y Ruanda. En el primer país formó parte del programa de empoderamiento de profesores en escuelas secundarias rurales. "Viví en mitad del Hwange National Park. Fue una experiencia tremenda. Estaba rodeado de animales salvajes y aprendí a moverme por la sabana".
En el segundo, en Ruanda, fue administrador de un hospital rural en la región de Ruhengeri, dos años después del brutal genocidio. "Ahí trabajé para una ONG española que se llama Médicos Mundi. Durante el genocidio, el hospital quedó dañado y perdió la organización y gran parte de sus recursos humanos, y yo participé en poner otra vez en marcha ese centro. Fue como administrar un pueblo. Estás en mitad de la nada y el país estaba totalmente desmantelado. Fue un contexto de tremenda violencia e inestabilidad. La región de Ruhengeri era la frontera donde estuvieron los refugiados ruandeses que habían salido de la guerra". Se refiere al millón de personas que habían tenido que huir a la actual República Democrática del Congo.
"Sin embargo, tuve que irme por motivos de seguridad. Unos compañeros cercanos fueron asesinados y Exteriores nos pidió volver a España. Mi esposa, que ya estaba embarazada, y el resto de la familia, me miraron como diciendo: 'ya vale'. Entonces retomé el tema de las energías y empecé a hacer un estudio ambiental de un parque eólico. Me enamoré de la actividad, de lo apasionante qué era". Dice que fue pionero porque entonces se sabía muy poco sobre dónde poner los molinos de viento, ni cómo se calculaba la energía, ni cuál era el criterio para colocarlos en tal o cual lugar, ni mucho menos el potencial que tendrían en el siglo venidero, cuya estabilidad energética se ve acechada tanto por la guerra como por el cambio climático y la crisis de recursos.
Ignacio Oficialdegui aún mantiene vivo su espíritu aventurero. Sus 56 años, confiesa, no le pesan, pero sabe que pronto tendrá que bajar el ritmo. ¿Será capaz de cumplirlo? No lo sabe, porque, realmente, es un adicto a la exploración. "Empecé las primeras exploraciones polares durante la treintena. En la de 2005 casi tenía 40 años. Y ya nos decíamos: 'Aún somos jóvenes, pero tenemos cierta madurez. Jamás haremos más cosas'. Y desde entonces no hemos parado (ríe). Cada vez que volvemos de una expedición extrema creemos que no seguiremos, que va a ser la última, pero luego se nos olvidan todos los malos ratos que se pasan y la cabeza, en fin, desea volver".
Según lo dice pide disculpas, pero tiene que marcharse. Está organizando los preparativos para su siguiente viaje. En unos días toma un avión rumbo a Australia. Allí seguirá involucrado en sus proyectos eólico. Tres semanas después, no obstante, volverá a Groenlandia junto a su buen amigo Ramón Larramendi. "Esta primavera va a ver si consigue abrir nuevas rutas de investigación con los trineos de perros junto a los inuit. Quiere aprovechar el viaje para hacer ciencia. Luego, estamos mirando la posibilidad de utilizar vehículos eléctricos que se carguen sobre la marcha, con recursos propios como el sol o el viento para no tener que llevar combustible. Vamos a hacer pruebas con ellos en Groenlandia durante dos o tres semanas".
Además, en otoño, si todo va bien, adelanta el entrevistado, volverá a engancharse a una expedición antártica con Ramón, junto al Comité Polar Español. "Estamos tratando de conseguir que España tenga una base científica móvil internacional, pero que en vez de ser un edificio situado en un punto concreto, sea móvil y pueda hacer ciencia por las regiones más desconocidas de la Antártida, además de estar disponible para todo el mundo". El tiempo corre y el explorador de las corrientes de viento debe partir. Una vez más. Y no será la última.