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Fotografías en blanco y negro de la Guerra Civil española. Imágenes coloreadas. Carteles que han sobrevivido a las bombas, la sangre, el hambre, el frío y la pobreza. Retratos rotos por las esquinas. Todos hablan de historias mudas de dolor, resiliencia y lucha de quienes aparecen robados en ese preciso instante en el que al apretar el disparador de una Leika se consigue el milagro de hacerlo eterno.
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En una sola visión se guardan sentimientos, relaciones, miradas furtivas, ropa, joyas, armas, uniformes, paisajes, ruinas, risas, llantos... la vida y también la muerte de quienes se erigen como protagonistas del conflicto bélico, por víctima o por verdugo.
Sin embargo, ahora una exposición de PhotoEspaña revela otra realidad, la de algunos de los ojos que, cuasi divinos, decidieron dar eternidad a esas estampas y a la revolución anarquista que se experimentó en esos años en paralelo a la contienda. Margaret Michaelis y Kati Horna eligieron esas imágenes y las conservaron en el libro de los tiempos a través de sus cámaras de fotos, llenas de ideales.
"Había una clara intención en sus fotos. Primero Margaret, en el 36, y luego Kati, en el 37, trabajaron para la Oficina de Propaganda Exterior de los anarquistas y ellos tenían muy claro el objetivo: proyectar en el exterior esa victoria contra los fascistas en Barcelona y reflejar los logros que su experiencia revolucionaria estaba conquistando. Por eso Margaret va a fotografiar en el 36 la retaguardia en Barcelona, las colectivizaciones, que son fábricas, transportes, escuelas... y luego Kati, cuando llega en el 37, va a hacer lo mismo en Aragón", explica Almudena Rubio, la comisaria de la muestra, a EL ESPAÑOL | Porfolio.
Y es que dentro de ese grupo de robadores de almas, han sido muy conocidas las vidas de fotógrafos extranjeros que se jugaban el pescuezo en la trinchera, como Robert Capa o David Seymour. Pero otros, más bien otras, igual de importantes para una memoria histórica con minúsculas, si se desea, han permanecido entre cajas ocultas de negativos durante décadas.
Como ya hemos dicho, dos de esas diosas de lo eterno fueron Kati Horna y Margaret Michaelis, dos judías, de países del Este, que coincidieron en la Cataluña anarquista atraídas por su compromiso revolucionario.
La exposición, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando hasta el 24 de junio, y que luego girará por varios puntos de España, pone el foco precisamente en el material inédito de estas dos mujeres de familias de intelectuales, bien formadas pero que fueron perseguidas y tuvieron que huir ya no de España sino de Europa para seguir respirando.
"Las dos van a viajar por diferentes países de Europa antes de llegar a Barcelona. Las dos van a Berlín, van a tener la influencia de la nueva fotografía impulsada por la Bauhaus... y yo creo que eso es una carga que se ve en su producción", añade Rubio.
La mayoría de las 90 obras que se exponen lo hacen ahora por primera vez. Son fotografías de Horna y Michaelis que durante años se consideraron perdidas entre fogatas bélicas y el paso del tiempo, pero que salieron a la luz, en 2016, tras vivir escondidas en 48 cajas de madera desde que, en 1939, los responsables de la Confederación Nacional del Trabajo y la Federación Anarquista Ibérica (CNT-FAI) las sacaran de España.
En total, se salvaron 2.300 fotos, 5.000 negativos y casi 300 placas que los anarquistas eligieron como su legado: "Una mirada de la guerra que no se conocía hasta ese momento, porque se centran en la experiencia revolucionaria de los anarquistas que fue silenciada, y que sigue siendo silenciada", aclara su comisaria. Diferentes caras de una misma moneda poliédrica.
El destinatario de esas cajas era lo que suponían un lugar seguro, el Instituto Internacional de Historia Social (IISH) de Ámsterdam, donde permanecieron ocultas hasta hace solo seis años. Y entre retrato y retrato: ellas y parte de su gran trabajo.
Las cajas secretas de Ámsterdam
Hasta la historia de sus fotografías está a la altura de lo que vivieron estas dos mujeres. Una en México y otra en Australia, ninguna fue consciente en su momento de que sus obras habían sido empaquetadas en cajas de maderas y sacadas del país antes de que las tropas franquistas quemaran todo. En 1939, la CNT-FAI enviaba todos sus archivos al Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam. Querían conservar la memoria sabiendo que la losa que venía después de la guerra iba a borrar todos los recuerdos.
En la época se llamaron "las cajas de Ámsterdam" e hicieron un largo viaje que supuso una parada en París, otra en Harrogate y hasta en Oxford para llegar casi ocho años después, en 1947, a su destino: la capital holandesa.
En la exposición puede verse una de esas cajas en las que se guardaron a buen recaudo ideas y revoluciones.
Kati Horna
De las dos, Kati Horna es, quizás, la más conocida por su amistad con Robert Capa. Algunos dicen que el fotógrafo húngaro, que se bautizó con un nombre estadounidense para internacionalizar su marca y "ganar dinero", se prendó de ella y la siguió hasta México, donde huyó con su marido español tras la guerra. Ella siempre se limitó a sonreír antes las propuesta de Robert y la única hija de Horna, Norah, insiste en que eran amigos de la infancia y que el romance no tuvo lugar ni dentro ni fuera de cámara.
Horna, la menor de tres hermanas, nació en 1912 en la ciudad húngara de Szilasbalhás, dentro de una familia de banqueros muy acomodada. Creció en la parte rica de Bucarest, ajena a muchos conflictos, pero las políticas antisemitas que arrancaron en la década de los años 20 en Hungría generaron en ella un activismo social que le hizo renegar hasta de las comodidades y privilegios familiares.
En 1931 se marchó a Alemania, animada por su madre, para estudiar con Bertolt Brecht y en la Bauhaus. Se empapó de las vanguardias, de los nuevos puntos de vista, de las nuevas ideas... y no sólo en el arte. Trabajó en la Agencia Dephot, una de las primeras en hacer fotoperiodismo distribuyendo imágenes a periódicos alemanes. Allí coincidió con Capa, su amigo desde que eran adolescentes, y Paul Partos, su primer marido. Pero volvió a Bucarest donde acabó formándose con el gran maestro húngaro de la imagen Jozsef Pécsi.
Eran buenos tiempos incluso para la rebeldía de quienes querían cambiar el mundo con una cámara como herramienta para el bien común. Arte social, revoluciones, manifestaciones... una sociedad en ebullición que poco podía imaginarse lo que sería su vida, y su país, unos años después.
Kati Deutsch, su apellido de soltera, llegó a España en 1936 junto con Partos y Capa. Con el pseudónimo de Catalina Polgare, su cámara Rolleiflex y sus ideales anarquistas se enroló en encargos de la CNT, -cobraba 84 pesetas a la semana como asalariada-, para retratar a los llamados "pueblos colectivizados" de Aragón y exportar la propaganda en imágenes al exterior. En ese álbum de estampas que buscaba remover las conciencias europeas, recorrió Madrid, Barcelona, Teruel, Alcázar de San Juan y Valencia.
Incluso con la ayuda de su primer marido y de otros colegas llegó a crear la Spanish Photo Agency, conocida como Photo SPA, de la que sería la fotógrafa principal. Colaboró con publicaciones anarquistas como Tierra y libertad, Tiempos Nuevos y Mujeres libres. Y fue redactora en la revista Umbral, donde encontró al amor de su vida: el pintor español José Horna, su segundo marido.
Los expertos destacan que Kati y su cámara, a diferencia de otros fotoperiodistas que cubrieron la Guerra Civil española, captaron la vida detrás de las trincheras, la otra lucha que se vivía en los pueblos contra el hambre, la venganza y el dolor, sobre todo entre mujeres y niños.
Famosas son sus imágenes tras la Batalla de Teruel pero no del fragor de la pelea, sino las escenas en la Plaza del Torico, de calles desiertas, soldados abandonando la lucha, casas rotas, la desesperación del silencio... Casi como adelantándose a su tiempo, Horna ya era capaz en 1937 de mostrar los efectos devastadores de una guerra, la desolación, las viudas, los niños abandonados a su suerte... El dolor, sea victoria o derrota.
Pero una judía húngara anarquista en 1939 estaba también condenada a la lucha por la supervivencia. Su ya marido, José Horna, fue encerrado en un campo de concentración en los Pirineos y cuentan que la misma Kati, con esquíes, ropa elegante y una limusina (que consiguió que le prestara algún amigo) lo liberó para huir a París juntos.
Allí tuvo que cambiarse el nombre y hasta el lugar de nacimiento para obtener el billete y el salvoconducto que la Embajada de México daba a muchos refugiados españoles. Se hizo pasar por Catalina Fernández, nacida en Martos (Jaén), y se subió al barco camino de la salvación. Ese mismo año llegaban a Veracruz donde vivió hasta el año 2000. Dedicó toda su vida a eternizar instantes y siempre firmando con su nuevo nombre español.
El archivo con las fotografías de Horna no pisó España de nuevo hasta que no murió Franco. Esa fue su condición. Ahora se conservan unas 270 imágenes en Salamanca pero su obra es mucho más amplia. De hecho, tras su muerte, su hija fue encontrando fotografías surrealistas, -de la que fue una pionera-, montajes, retratos... hasta contar 19.000 archivos de su padre y de su madre que, en realidad, son Historia de España.
Margaret Michaelis
La polaca Margaret Gross, -aunque en 1902, cuando ella nació, Dzieditz, su pueblo, pertenecía a Imperio austrohúngaro-, era hija de un médico judío con posibilidades. Estudió fotografía y se trasladó a Berlín donde demostró una de las características que más han marcado su vida: su carácter emprendedor.
En Berlín montó su propio estudio de fotografía, el Photo Gross, y conoció a su marido, Rudolf Michaelis, un anarcosindicalista que fue arrestado en Alemania por sus ideas en 1933. Margaret consiguió que lo liberaran y ambos pensaron que Barcelona, en esos años, era un buen sitio para vivir.
Fueron muy complicados los primeros días en la Ciudad Condal. Casi sin dinero para vivir, se alojaron de alquiler en un pequeño piso compartido con otros anarquistas en la calle de Migdia.
Allí volvió a montar su propio estudio, Foto-Elis, en la calle de República Argentina número 218, y se especializó en la fotografía de la arquitectura de Barcelona en colaboración con los profesionales catalanes. Su visión del espacio, del arte urbano, del edificio, de la luz, de la sombra, de la vida que esconde una pared... la convirtieron en testigo de excepción de esa "Nova Barcelona" que se estaba construyendo en esos años.
Son famosas sus fotografías del Barrio Chino y El Raval barcelonés, en abril de 1934, cuando durante cinco intensos días recorrió sus calles para captar no sólo la arquitectura de la zona (que era el encargo que tenía), sino también la vida del barrio, la relación del hombre y la mujer con el espacio, la sociología de una zona desestructurada desde lo urbano hasta lo familiar...
Además, ya venía trabajando para la Sección Gráfica de la CNT, de la que se había convertido en su fotógrafa de confianza, cuando le pilló la guerra. De hecho, fueron sus ojos los que captaron los viajes de la anarquista rusa Emma Goldman y el anarcosindicalista holandés Arthur Lehning, en 1936, dentro de la estrategia de propaganda de los anarquistas y quienes viajaron a pueblos y frentes para recordar al futuro lo que estaba siendo presente.
La fotógrafa del Barrio Chino, como se le ha conocido después en determinados círculos, era una experta en lo que se llamó retrato psicológico y fue capaz de captar el paso del tiempo de quienes tienen que seguir arando, dando de mamar o cocinando mientras la vida parece detenerse en los dos bandos de una trinchera.
En 1937, quizá cansada del dolor, quizá intuyendo lo que se avecinaba, se volvió a Polonia y de ahí a Londres. Europa se había convertido en un callejón sin salida para una mujer tan significada: judía y anarquista. Y entonces se embarcó en una aventura hacia el otro lado del mundo, Australia.
En 1939 llegaba a Sidney donde tuvo que trabajar hasta de sirvienta para poder sobrevivir. Pero Margaret era una fuerza difícil de parar y en 1940 abrió su tercer negocio, suyo, en propiedad: "Foto Estudio", siendo una de las pocas mujeres fotógrafas casi de un continente. De hecho, fue la primera en ser miembro del Instituto de Ilustradores Fotográficos australianos.
En 1952 apagó su cámara. Sus ojos no veían bien. Tenía que cambiar su forma de mirar el mundo, siempre detrás de su Leika, siempre viendo el interior de las personas a través de un objetivo. Margaret se adaptó. Igual que se adaptó a la guerra, a la persecución o a la huida, sin dejar que la amilanara y mucho menos sin sentirse derrotada.
Michaelis murió en 1985 en Melbourne. No se sabe si alguna vez fue consciente de que parte de sus fotografías, esas que pensó perdidas con el final de la Guerra Civil, estaban guardadas en cajas de madera y que, hoy día, siguen demostrando su capacidad para revelar a través de un retrato, todo lo que esconde ese rostro, todo el vecindario de esos ojos... todo lo que cabe en una foto.