Cuando alguien entraba en casa de Josefa Rego Ares, también conocida en Guitiriz (Lugo) como Fina de Rivera, se encontraba con una caja de madera tallada en medio del salón de su casa. Era su ataúd. Y claro, no había quien eludiese la pregunta. Ella, con toda paz, respondía con la ironía y el desenfado que caracterizó su vida hasta que falleció a los 99 años de edad.
-Pero Fina, ¿Cómo puedes tener eso ahí?
-Boh, mujer… ¡Si es como otro mueble cualquiera!
Fina de Rivera falleció en la noche del pasado jueves, pero podría haberlo hecho cualquier otro día. Tenía, exactamente, 99 años y tres meses. Como decimos, Fina lo tenía todo planeado. Al menos desde hacía 20 años, la señora tenía en el salón de su piso de Guitiriz el ataúd en el que iba a ser enterrada. Y no era un ataúd cualquiera. Era, exactamente, el que ella quería. No en vano, se lo encargó a alguien de su máxima confianza. Quería asegurarse de que tenía la forma exacta, las medidas exactas, el toque que a ella más le gustaba. Fina era así: le daba mucho valor a esas cosas.
Así que, un día, ni corta ni perezosa, se fue para donde estaba su amigo Julio, que había sido carpintero en su juventud, y se lo pidió. Y no fue lo único que dejó orquestado antes de su muerte. Fina, previsora como ella sola, había organizado su propio entierro años antes para dejarlo todo atado y bien atado. Ahí Julio jugó un papel esencial.
Desde hace ya algunas décadas, Julio regenta un bar en Guitiriz, El Avenida, al que Josefa acudía todas las semanas con puntualidad kantiana a jugar la partida de cartas, a estar con la gente, a charlar de la vida. El bar, como Josefa, es de los más antiguos de la localidad. Cuando empezó a acudir con regularidad, ella ya era mayor y estaba sola. Así que Josefa, ávida de conversación y de relacionarse con sus vecinos como antaño, pasaba mucho tiempo en las mesas y la barra del local. Era como una más de la familia.
Se convirtió en asidua, sobre todo después de la muerte de su marido. “Comía a veces con nosotros. Era cliente habitual, y como no tenía familia directa alrededor, pues le decíamos muchas veces: “A ver, Fina, vente a comer, hombre”. Y pasaban el día juntos.
La construcción del ataúd
Y así, mientras la amistad se fraguaba, Josefa le hizo a su amigo Julio una proposición. Quería que le construyese el ataúd en el que iba a ser enterrada para dejarlo en su salón y tenerlo siempre consigo.
Sin embargo, al principio, a él no le entusiasmó demasiado la idea. La mayor parte de su tiempo la tenía ocupada en el bar que todavía regenta, así que no sabía cómo iba a coordinar aquel encargo tan peculiar con su trabajo. Él, en su infancia, había ejercido como carpintero, pero ese trabajo había quedado aparcado por su entrada en el mundo de la hostelería. “Se le metió en la cabeza y un día, mientras comíamos, me lo dijo. No lo quería hacer porque no tenía mucho tiempo, pero como era muy amiga de la casa, muy amiga nuestra, y como había insistido tanto, accedí. Más que nada, por no hacerle el feo”, relata Julio a EL ESPAÑOL.
Se puso a ello, y le llevó lo suyo porque no podía dedicarle todo el tiempo que hubiese querido. “Lo hizo a ratos perdidos. Poco a poco. Además, todo con mucha discreción, porque ella le puso una condición. Que no dijera nunca que lo había hecho él. No quería que nadie lo supiera”, relata la hija de Julio, también desde el bar Avenida. Él también le puso la suya a la mujer: que se lo construiría, pero que no aceptaría de ela una sola peseta. No le iba a cobrar.
Julio se tomó con calma la construcción del ataúd de su amiga, pero lo realizó con todo el cariño que ella le había ordenado. Tardó, dice, cuatro o cinco meses y lo hizo con madera de castaño. Mientras tanto, fue la funeraria Teixido, situada también en el municipio lucense de Guitiriz, la que logró tapizar el interior de la caja. También allí guardan buen recuerdo de la anciana mujer, fallecida el pasado viernes. “Era muy divertida, muy peculiar. Teníamos mucha confianza con ella”, aseguran desde la empresa.
Cuando Julio terminó de elaborarlo, fue él mismo quien se encargó de trasladarlo a la casa de Fina. La mujer vivió durante muchos años en un piso de la parroquia de Santa Mariña de Lagostelle. Y hasta allí lo llevó desde el centro de Guitiriz. Eso sí, el proceso se llevó a cabo con la máxima discreción. Fina quería el ataúd en el salón de su casa, pero tampoco quería que todos sus vecinos lo advirtiesen. Así que encargó a Julio que se lo fuese llevando por partes.
Pieza a pieza, Julio trasladó el féretro hasta la casa de Fina. Allí fue donde lo montó. Julio todavía lo recuerda. “Lo hizo por módulos para evitar llevarlo totalmente montado. No iba a subir la caja con los vecinos allí. Luego, en el salón, se lo monté. Para ella era como un mueble más”, relata a EL ESPAÑOL.
Fotos en el ataúd
Al principio, el asunto pasó inadvertido entre el vecindario pero, de algún modo, pronto todos se enteraron de la peculiar pieza de mobiliario que Fina había instalado en su salón. Ella comenzó a comentarlo sin ningún inconveniente entre los vecinos del pueblo. Pero lo que más les llamó a todos la atención fueron unas fotografías que la propia mujer les enseñó.
“Se metió en el ataúd. De verdad. Se metió allí y se hizo fotos como si estuviera muerta. Luego ella tenía las fotos y se las enseñaba a sus amigos. Decía que lo hacía para ver qué tal quedaba en la caja”, relata la hija de Julio a este periódico. “Se las hizo porque quería ver cómo quedaban las fotos, cómo se vería desde fuera”, relata. Las imágenes, difundidas en su día por Fina y a las que ha tenido acceso este periódico, retratan perfectamente a la mujer. Con los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el abdomen, el rostro tranquilo y apacible. Vestida de negro, Fina se tumbó en la caja, advirtiendo en vida la sensación de la cabeza reposada sobre el tapizado blanco del ataúd, el cuerpo estirado y preparado para el viaje al más allá.
Fue ella misma, cuentan los vecinos, la que difundió las fotos, y pronto se convirtió en la comidilla del pueblo. Pero nadie tenía en cuenta las excentricidades de Fina. Todos la querían y la apreciaban por su carácter abierto. “Sabíamos que tenía la caja en casa. Pero nadie sabía quién se la había hecho. Nadie”, relata la hija de Julio. Y así, más de 20 años antes de que le sobreviniese, Fina comenzó ya a prepararse para recibir el abrazo de la muerte. Pero nunca tuvo miedo. Lo tomaba, con naturalidad, como una etapa más, “como otra parte de la vida”.
“Tenía la muerte muy asumida”
La relación de Fina con la cultura de la muerte era algo que no se circunscribió tan solo a su propio entierro, aunque así fue en buena medida. “Ella tenía la muerte muy asumida”, explica una vecina de Guitiriz. En esta pequeña localidad de la provincia de Lugo, conocida por el antiguo balneario (ahora venido a menos), Fina era muy querida. Allí trabajó durante muchos años como ama de casa, cuando todavía vivía su marido, con el que compartió toda su vida pero con quien no pudo engendrar ningún hijo. “No tenía ningún estudio, pero era muy abierta de mente. Era muy sociable, muy especial para todos”, relata Julio.
Durante diez años, Fina peleó para que las cenizas de su hombre regresaran a Galicia con el fin de que fuesen enterradas en la localidad que le había visto nacer. Una década después de la muerte de su marido, las cenizas llegaron a Guitiriz. Ella le organizó entonces un entierro como si se hubiese muerto ese mismo día. A su muerte, a modo de agradecimiento, Fina donó una verja nueva al cementerio de la parroquia.
La mujer le tenía un aprecio y un cariño inusitados a la localidad que le vio nacer y en la que vivió durante años. En los últimos años estaba viviendo con una de sus sobrinas en A Coruña, en el centro de la ciudad. Pero no olvidaba sus raíces y volvía siempre que podía. “Su sobrina era de una aldea que está cerca de aquí. Cada vez que iba, dejaba a Fina aquí, en el bar. En su momento ya había jugado mucho sempre a las cartas, le gustaba estar con la gente de siempre. Entonces, venía la sobrina, la dejaba y después, a las horas, ya de noche, la recogía y se marchaban. Aún con todo ese tiempo en que había vivido en A Coruña, no se había olvidado de los de aquí”. Lo cuenta la hija de Julio en el bar Avenida, quizás el lugar al que la mujer tenía más aprecio.
Todo planeado en su propio entierro
El pasado viernes, salió publicada la esquela de la muerte de Fina. En ella aparecen nombrados todos sus familiares. “Ruegan una oración por su alma y agradecen la asistencia a la conducción del cadáver, que tendrá lugar el viernes día 1, a las 5 de la tarde desde Velatorios Teixido a la iglesia parroquial de Santa Mariña, donde se celebrará el Funeral por el eterno descanso de su alma. Terminado este, recibirá cristiana sepultura en el panteón familiar”.
La esquela de Fina es, a todas luces, la típica esquela de las que aparecen todos los días en las últimas páginas del periódico. Sin embargo, tiene una particularidad que la convierte en única. Fue ella misma, años antes de su muerte, quien redactó esas últimas frases en las que pedir la oración por su alma.
En el entierro, “todo salió como ella quiso que saliera”, aseguran los vecinos. Fina dejó todo escrito ante notario. La familia no se tuvo que preocupar por nada: la mujer había pagado el entierro, había pagado las flores, había aportado toda la documentación, había pagado a la funeraria… “Incluso había contratado un autobús para que fuese a recoger a gente por las parroquias. Aquí la gente va a muchos entierros, aunque no sea el suyo; hay mucha costumbre. Y eso ella lo dejó todo organizado”.
Fina fue enterrada el viernes a las cinco de la tarde rodeada de los suyos. Más de 20 años después, el momento que había estado esperando llegó. Tal era el valor que esta mujer le concedía a la muerte. La recibió, dicen, con una sonrisa.
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