Uno de los sucesos más impactantes, por su crueldad y misterio, de la crónica negra española. Un quíntuple crimen sin motivo aparente en el ya conocido como cortijo del horror.
Asesinados brutalmente e, incluso, uno de ellos acusado de ser el autor de la matanza. El tiempo y la ciencia forense demostraron su inocencia, pero no se ha llegado a conocer la identidad de los malhechores. Prosigue el enigma.
SE CONTAMINÓ LA ESCENA DEL CRIMEN
El sol abrasaba inmisericorde las desiertas calles de Paradas (Sevilla) en la hora silenciosa de la siesta aquel 22 de julio de 1975. Un municipio de 7.000 habitantes, a 53 kilómetros de Sevilla, en la campiña comprendida entre los ríos Corbones y Guadaira.
De pronto una motocicleta a todo gas rompía la silenciosa calma. Era el mandadero de dicha finca quien, en cuanto vio al guardia municipal, le comunicó con la respiración entrecortada: “¡El cobertizo está ardiendo y hay sangre!”.
A los pocos minutos un cabo y dos agentes de la Guardia Civil llegaban al lugar de los hechos, a dos kilómetros del pueblo. La humareda era impresionante. Unos braceros habían sofocado casi por completo el fuego. El fuerte olor a gasóleo delataba la causa del incendio.
En el patio, un reguero sanguinolento les condujo hasta la casa del capataz. Tras romper el candado que impedía el paso observaron que desembocaba en una habitación. Allí, entre dos camas metálicas, yacía su esposa, Juana Martín Macías. Tenía la cara y el cráneo aplastados. A su lado la pieza de una empacadora con la que la habían golpeado de modo brutal.
Tres horas después encontraban dos cuerpos más, calcinados y mutilados, entre los rescoldos del pajar. Eran el tractorista, Ramón Parrilla González, y su cónyuge, Asunción Peralta Montera, embarazada de seis meses. Poco antes de que terminara aquella macabra jornada unas manchas rojas en el suelo indicaban el camino hacia otro fiambre: un peón, José González Jiménez, con un balazo en el pecho.
"¡El capataz!, ¡ha sido el capataz!", acusaban algunos. Se rumoreaba que mantenía una relación adúltera con la otra mujer. Rápidas y maliciosas interpretaciones dieron por hecho que, en una reunión que mantuvieron ambos matrimonios, el marido engañado quiso aclarar la tensa situación y el que le ponía los cuernos, enfurecido, mató a los tres. Al poco apareció un trabajador y, para evitar testigos, le descerrajó un tiro y huyó de inmediato.
De este modo Manuel Zapata Villanueva, de 59 años, exlegionario y antiguo miembro de la Guardia Civil, de carácter imperativo, cargaba con las cuatro muertes. Tres días más tarde aparecía con la cabeza destrozada. Su perra lo descubrió junto a un árbol, oculto bajo unas balas de paja, pudriéndose bajo el abrasador sol. El occiso había sido desplazado hasta allí para desorientar a la Benemérita. Mostraba un tremendo golpe en la cabeza. La autopsia dictaminó que murió antes que el resto de las víctimas, por lo que quedaba manifiesta su inocencia.
La primera fase del curso de la investigación constituyó un gran despropósito, motivada por la torpeza e incuria de los agentes uniformados, al no preservar la escena del crimen y evitar que se contaminara. Falló algo tan fundamental como la recogida de información, indicios de delito y pruebas de hecho. Permitieron que vecinos y periodistas curiosearan a sus anchas.
Habían revuelto todo: los cadáveres, la escopeta de un cañón, el Seat 600 de donde sacaron el arma, la ensangrentada pieza con la que cometieron las agresiones, las ropas y cuanto podía ser susceptible de ofrecer alguna pista. No quedaba ni una huella intacta. Incluso “adecentaron” el escenario de los crímenes cuando avisaron de que iba a llegar TVE. Aquello fue un trallazo de pólvora, cámaras y tinta enrojecida.
Transcurrido un mes el juez solicitó la intervención de la BIC. Los policías se emplearon a fondo, pero no consiguieron subsanar los graves errores cometidos por sus colegas uniformados. Se había conculcado el protocolo a seguir de inspección ocular y de poco servían ya las posteriores averiguaciones.
FALSO CULPABLE
Se llegó a la conclusión de que el móvil pasional había sido el causante de la matanza. Y su autor, José González, el tractorista. Teoría definitiva para quienes realizaron la investigación y el sumario, incluido el fiscal jefe de Sevilla, Alfredo Flores.
Según la misma, había pretendido tiempo atrás a la hija del capataz. Ante la negativa de éste, la relación pasó a ser muy tensa entre ambos. Cuando le reemprendió duramente por su poco cuidado con los vehículos –estaba arreglando una máquina de empacar– no pudo controlarse y le golpeó en la cabeza con una pieza que tenía a mano, conocida como pajarito, de acero hueco con tres dientes de hierro.
A continuación se cargó a la esposa de forma similar. Luego a un bracero que pasaba por el lugar circunstancialmente, al que disparó sin contemplaciones. Marchó a Paradas en busca de su mujer. La llevó a la finca y, tras discutir con ella, la mató. Arrojó el cuerpo encima del almiar y le prendió fuego. Finalmente el cuádruple asesino murió carbonizado a causa de un percance o porque se suicidó.
Fue la versión oficial que hizo pública la autoridad. Así se daba carpetazo al sumario, que sería reabierto en cuatro ocasiones. Quedaban demasiados flecos sueltos.
La familia del presunto culpable vivió una pesadilla de ocho años, que concluyó cuando el conocido forense Luis Frontela exhumó los restos y dictaminó que le habían matado de un golpe en la cabeza y cortado los brazos y piernas antes de incinerarlo. Determinó, asimismo, que los autores de la masacre fueron dos hombres: a uno de los muertos lo habían arrastrado cogiéndole de la cabeza y de los pies.
Visitaron al capataz y, en un descuido de éste, le atacaron por la espalda reventándole el occipital. Acto seguido fueron a por su mujer, que les había visto entrar, a la que golpearon de frente repetidas veces con la misma herramienta. Después recibieron a tiros al tractorista y a su compañera. Les rociaron con carburante y pegaron fuego. El plan se alteró cuando apareció de improviso un peón, que se había quedado sin gasoil. Reaccionaron de inmediato baleándolo en su huida y rematándolo en el suelo.
Luis Frontela, un nombre cuya mención incomoda abundante a muchos dirigentes de la Guardia Civil y de la Policía, pero que ha contribuido de modo decisivo al esclarecimiento de diversos crímenes, fue quien devolvió la paz y el honor a unos familiares abatidos por la desgracia. A veces imponerse con pruebas científicas a las conseguidas por los investigadores, echando por tierra éstas, no es del agrado de quienes creen haber solucionado el caso. Pero la verdad solo es una. “Aquella investigación sirvió para limpiar el honor de González. José era un hombre discreto, igual que las demás víctimas, gente sencilla y humilde”, recuerda el juez de paz, Joaquín Torres.
MUCHAS TEORÍAS, INCLUIDO EL TEMA DE DROGAS
Con el paso del tiempo los dedos acusadores apuntaron hacia el dueño de la alquería. No en vano, después de que se descubrieran los cuatro primeros fiambres, decidió pasar un par de noches, junto con su administrador, en la casa, que nunca fue precintada. El trío de sospechosos lo completaba su hijo.
Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, era comandante en la reserva. La finca, un antiguo predio eclesiástico, fue adquirida por el hermano de su esposa, Francisco Delgado Durán, que falleció en Lisboa a consecuencia de un extraño accidente. La propiedad pasó a los padres del difunto y después, vía herencia, a la hija. Constaba de 400 hectáreas de excelente tierra que daba buenas cosechas de trigo, aceituna, cebada y girasol.
Un año después de lo ocurrido el matrimonio se separó y él se fue a vivir a Jerez. La propiedad continuó en poder de ella. El nombre de Los Galindos fue sustituido por el de Nuestra Señora de la Merced. Había que enterrar el pasado.
Diversos testimonios tampoco ayudaron a desembrollar el enredo de presunciones, conjeturas y supuestos. Quizá el más curioso fue que un tal Juan reconoció en una carta haber recibido 10.000 pesetas, de alguien relacionado con el cortijo, por eliminar al capataz. Después todo se complicó y el que lo había contratado tuvo que intervenir liquidando a otros. Misiva que fue ocultada al juez durante siete años. Aunque contenía algunas inexactitudes, aportaba datos muy concretos que coincidían con los obtenidos tras la exhumación de los cadáveres.
La mujer del encargado de la finca colindante relató que éste, en los últimos momentos de su vida, reconoció haber visto aquel día a un recluta, residente en la zona, con las ropas y manos ensangrentadas, mientras exclamaba "¡tanta sangre y tanta muerte para esto!", mostrando un fajo de billetes. Al soldado se le tomó declaración once años después y lo negó todo.
Hubo especulaciones de todo tipo y una riada de preguntas sin respuesta. Así, ¿qué vio en el cortijo Antonio Fenet, el primero en dar el aviso del suceso, para que al poco le ingresaran en una cartilla medio millón de pesetas?
Una de las teorías que parece tener mayor consistencia es la de los estupefacientes. Según el propietario, unos legionarios pasaron una noche en las proximidades y olvidaron un alijo de hachís. Al tratar de recuperarlo se produjo la masacre. Pero posteriormente se comprobó que los militares estaban ya en su destino el día de autos.
Existe alguna versión contraria, como que allí se cultivaba droga y fue descubierta por los militares del tercio que realizaban maniobras en las proximidades. Intento de chantaje y dos sicarios encargados de tapar bocas para siempre.
Se barajó también la hipótesis de turbios manejos económicos. No todo el trigo que se obtenía era declarado al Servicio Nacional de Producción Agraria (Senpa). Parte se desviaba al mercado negro. Existía una doble contabilidad camuflada. El capataz no estaba de acuerdo con el fraude. Dispuesto a denunciar lo que no constaba en los libros de cuentas, le reventaron la cabeza. El resto de las muertes, no previstas inicialmente, fueron para evitar testigos.
Se cree que ambos matrimonios compartían algún secreto, conocían algo comprometedor que ocurría o había sucedido allí. Por eso los silenciaron. La quinta víctima fue ocasional: apareció en el sitio equivocado en el momento más inoportuno.
Alguien que conocía bastante bien lo ocurrido era el párroco, por una serie de testimonios escuchados bajo secreto de confesión. Murió al tiempo de modo misterioso.
DEMASIADOS ERRORES
El juez especial designado para esta causa, Antonio Moreno Andrade, reconoció años más tarde que las primeras horas, tras el suceso, determinaron el pésimo resultado final. Hubo un cúmulo de errores y descuidos. Sospechaba que personas influyentes “ayudaron a paralizar la investigación”. Conocía la visita que realizó el propietario de Los Galindos al gobernador militar de Sevilla, a quién “le pidió que cesara o se limitara a sus justos términos el cerco y las molestias a las que estaba sometido por las pesquisas del quíntuple asesinato”.
En 1988 la Audiencia de Sevilla dio por cerrado definitivamente el caso y en 1995 prescribía. Los culpables, libres por completo. El pasado año el sumario desapareció. Constaba de 1.300 folios y estaba apilado en condiciones deplorables en una sala del juzgado de Marchena. El techo cayó encima. Durante el traslado a unas dependencias de la Junta de Andalucía se perdió el rastro. Un fiasco investigador y judicial de principio a fin.
Muchos errores y fallos, quizá demasiados. Casuales unos, puede que interesados otros. Gracias a ello seres protervos han mantenido su inmunidad.
Historia criminal que ha dado lugar a varios libros y a una película: Los invitados, basada en la novela del mismo título de Alfonso Grosso. Expone la teoría de un ajuste de cuentas por parte de un grupo narcotraficante internacional, del que formaba parte un ex legionario que había convencido al personal de la finca para que cultivara grifa. El capataz tuvo remordimientos y desencadenó la tragedia.
En Paradas el recelo, la sospecha y el miedo transformaron a la población. Todavía se masca el temor. La masacre permanece viva en la memoria colectiva. Un drama sumido en la oscuridad.
La imagen de un muro del cortijo con la frase “Aquí mataron a cinco”, que figuró durante años en una de las paredes del cortijo, todavía sigue latente. Los muertos exigen justicia desde el más allá.
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