'Giselle' como si maña fuera: Joaquín De Luz junto a la Compañía Nacional de Danza
Con algunas sombras y cuantiosos brillos la CND nos deja un espectáculo digno, prolegómeno de excelentes trabajos venideros.
10 diciembre, 2020 02:30Noticias relacionadas
Hace algo más de un año la Compañía Nacional de Danza (CND) abrió sus anchas puertas a Joaquín De Luz. El otrora primer bailarín del New York City Ballet se encargaría de dirigir los pasos de esta compañía, ya histórica, con la difícil tarea de seguir conjugando los verbos clásicos con las frases contemporáneas. Luego de algunos programas acertados y una pandemia que aún no termina, su puesta de largo llega en forma de campesina que baila y lo hace para avivar algo tan etéreo como deseado, el amor.
Giselle ha sido la coreografía escogida, mas no una cualquiera, De Luz se decanta por una aldeana española que hace nacer en Moncayo. Es decir, ella es casi maña. Todo un acierto para revitalizar un mito, a veces demasiado frío, de la danza clásica internacional.
Respetando la esencia que define la coreografía original de Perrot y Coralli, el coreógrafo y director, va tejiendo la historia con la rima de Bécquer y los colores de Aragón. El otoño del primer acto se dibuja "allí donde cae la lluvia con un son eterno…" y la alegría juvenil de Giselle se transparenta en "las largas noches del helado invierno, cuando las maderas crujir hace el viento".
La historia mil veces contada, perdón, bailada, despega con frescura. Sin embargo, Giselle en las carnes de Giada Rossi convence en los primeros minutos, pero se pierde en los terceros. Algo desentona en su fragilidad y es quizá la ausencia de virtuosismo que nunca se riñe con el lirismo.
En cambio, Alessandro Riga en el papel de Albrecht consigue un nivel plausible y, lo que es más importante, estable durante toda su interpretación. Los cambios en la coreografía, esos que nos desconcierta por momentos y nos alegra en otros, trajo al primer acto un paso a dos que, diseñado para la exhibición de las figuras en crecimiento, rompió con la estructura narrativa y no se ubica entre los aciertos, muchos, de esta propuesta.
De especial relevancia y, por consiguiente, digno de mencionar es la incorporación oportuna de elementos propios de la danza aragonesa que, lejos de desentonar, suma matices agradables.
Con el avance del primer acto, la aparición de los nobles, aquí llamados "viajeros", nos deja escenas que necesitan rodaje interpretativo. Recordemos que Bathilde, la prometida oficial de Albrecht, debe ser rica en gesticulación para impregnar de sabor a la tragedia que se va gestando. En la noche del estreno, Elisabet Biosca estuvo lejos de otras Bathildes que acuden a mi memoria. Algo similar ocurrió con las interpretaciones de Isaac Montllor (Hilarion) y la madre (Eva Pérez), personajes de fuerza que enfatizan la arista dramática de este ballet.
Para el final de la primera parte, la tan esperada escena de la locura que desencadena la prematura muerte de Giselle, De Luz nos sorprende con innovaciones atinadas como la sustitución de la espada por un arma de fuego o la lentitud del mismo proceso. Sin embargo, el cuerpo de baile, escaso en esta escena, no logró la sinergia vista en otras versiones. El dramatismo, necesario y esperado, de la muerte por amor infartado no alcanzó ese desasosiego que arranca lágrimas en un público entregado. Alguien dijo: "Faltó energía".
Entonces llegó el bosque del segundo acto, siempre lúgubre y esta vez más. Giselle baila para salvar los restos de un amor perdido. Entre sus puntas corre un aliento abrasador que susurra: "Aunque invisible, al lado tuyo respiro yo".
Superior en muchos sentidos al primer acto, el momento de las Wilis demostró la potencia de la Compañía. Kayoko Everhart (Myrtha) danzó desde la precisión sin hacer sufrir al virtuosismo. De igual manera Ana María Calderón (Moina) y Haruhi Otani (Zulma) destacaron con puntas seguras y sincronía.
Una vez más, debo señalar un trabajo débil de Hilarion que no supo resolver con destreza su retirada. En este acto, Giselle y Albrecht manifestaron una magnífica compenetración en su lucha por la supervivencia de aquello que no lograron materializar en vida de Giselle.
Con algunas sombras y cuantiosos brillos la CND nos deja un espectáculo digno, prolegómeno de excelentes trabajos venideros. Alguna vez me han preguntado ¿en cuántas ocasiones has visto Giselle? No las he contado, miles pueden ser. En algún lugar del cerebro guardo las locuras de la Alonso, la levedad de la Feijoo o aquellos eternos balances de Viengsay Valdés. Es probable que a estas escenas se sumen el conjunto logrado por la CND quizá con la probable etiqueta que reza: "… allí donde el sepulcro se cierra abre una eternidad".