Últimas tardes con Javier Rubio García-Mina, el gran historiador del exilio español
Los detalles del asesinato de Prim fueron su último hallazgo. Su trilogía sobre el exilio español es referencia insoslayable para los historiadores.
11 junio, 2021 02:13Noticias relacionadas
“A los españoles de ahora, a los jóvenes especialmente, que son los que han de configurar la España de mañana, hay que servirles la verdad histórica rigurosamente: sin pasión, sin prejuicios, sin frivolidades. Sólo así puede aprenderse del pasado”.
Javier Rubio García-Mina
Ha muerto Javier Rubio García-Mina (1924-2021), el gran historiador del exilio español. Para mí, por fortuna, el tío Javier. Y qué fortuna.
La penúltima vez que le vi fue en Madrid. Con sus casi cien años a la espalda, entró en la Escuela Diplomática para presentar su libro sobre el asesinato del general Prim. Ochocientas páginas. “Se acabaron las cábalas y los misterios”, dijo.
Apareció envuelto en un abrigo de piel gris. Llevaba un gorro de esos grandes y gruesos que cubren incluso las orejas. Se me olvidó preguntárselo, pero estoy seguro de que lo compró cuando fue embajador de España en la Hungría soviética.
Desde la primera fila, miraba al tío Javier y lo veía en blanco y negro. No sabría cómo explicarlo. Era un personaje de otro tiempo, físicamente extenuado, pero se conducía con una fortaleza formidable.
En medio del silencio de los presentes, su hilo de voz telegrafiaba el asesinato de Prim. Cada movimiento. Cada gesto. Como si estuviera haciendo una autopsia. El tío Javier por fin había atracado en el puerto. Llevaba décadas -me contaba en mis visitas a su casa de Salamanca- investigando aquello, pegándose con los historiadores de toda Europa, celebrando en la oscuridad de su biblioteca los datos que encontraba.
El tío Javier sentía tanto respeto por la Historia que me daba miedo. Su rigor le empujó a libros densos, larguísimos, pero definitivos. Ahí queda su obra monumental sobre el exilio español en tiempos de guerra.
En mi último café en el Ministerio de Justicia, el responsable de la Memoria Histórica del Gobierno me confesó que, en cuarenta años, nadie había superado esos datos. Los consiguió, el tío Javier, cuando fue cónsul de España en París.
Tengo aquí, en el escritorio, su Asilos y canjes durante la guerra civil española (Planeta, 1979). Sin dedicar. Siempre se me olvidaba llevarlo conmigo a Salamanca. ¡Cuánto pesa ahora ese ejemplar! Tengo la sensación de que va a derribar mi pequeña biblioteca.
Una vez más ese frío de los datos. Unos datos tan fríos sólo pueden decir la verdad. El libro de Prim, que sí me firmó, dice: “Con un gran abrazo del autor de esta conclusiva obra, su longevo pariente”. El tío Javier sabía que había cumplido con su misión. Prim ya tenía a su Sherlock Holmes.
A Javier Rubio García-Mina se le conoce, sobre todo, por su investigación sobre el exilio, dividida en tres tomos. Recurro a mi querido Juan Manuel Bonet, autor del gran diccionario de las vanguardias, ex director del Instituto Cervantes, poeta y especialista en la materia: “Su libro sobre los asilados en las embajadas me parece una obra fundamental y pionera. También sabía mucho sobre el exilio de españoles de distintos signos en Francia, país donde estuvo destinado. Siento no haber coincidido nunca con él, pero lo he leído con provecho”.
El tío Javier, pertrechado de ese frío rigor, levantó una enciclopedia gigantesca sobre el exilio que, después, ha inspirado valiosos ensayos y novelas. Digo que me sorprende esa matemática imparcialidad porque él mismo vivió en carne propia el exilio. Cuando era un niño de doce años, en Madrid, un grupo de salvajes fue a su casa para asesinar a su hermano Jesús, de derechas y amigo de José Antonio.
Jesús acabó asilado en la embajada de Chile, gracias a aquel amigo de Lorca llamado Carlos Morla Lynch… ¡y Javier sólo lo menciona una vez en su libro! Esta frase, en el prólogo, lo resume todo: “A los españoles de ahora, a los jóvenes especialmente, que son los que han de configurar la España de mañana, hay que servirles la verdad histórica rigurosamente: sin pasión, sin prejuicios, sin frivolidades. Sólo así puede aprenderse del pasado”.
El exilio
Javier huyó a Pamplona con su madre y sus hermanos. Su padre, juez del Tribunal Supremo, le inculcó la disciplina. Qué vamos a decir del tío Rafael, conocido entre los magistrados como el “abominable hombre de las nueve”. ¡Vaya puntualidad! Si estaba enfermo, recibía en casa… con sombrero.
El tío Javier fue un niño de la guerra que correteaba por las calles de la retaguardia con una cámara de fotos. ¡Ay, cuántas veces se las pedí! Pero las había perdido. Los soldados italianos le preguntaban dónde comprar tabaco y también por la ubicación de los prostíbulos, cosa que él, lógicamente, desconocía.
Se licenció en Económicas, después en Ingeniería Aeronáutica. Hasta que ingresó en la carrera diplomática. Era tan listo, por mucho que él lo negara, que su tío Eusebius, el gran crítico musical, lo llamaba “Pitagorín”.
Fui a ver al tío Javier por primera vez hace ya muchos años. Me recibió como si todavía fuera embajador. Porque los embajadores lo son toda la vida. “¿Quieres una copa de Tío Pepe? Es lo que tomábamos entonces”.
Ese día inauguramos una bonita amistad, que trenzaba jornadas tan rutinarias como apasionantes: un tren a Salamanca y una conversación sobre el pasado. ¡Era mejor que leer a Chaves Nogales! ¡El tío Javier lo había vivido todo!
Su exacerbada ecuanimidad, la que le permitía llegar al fondo de las cosas, también le granjeó el respeto de todos los gobiernos que lo mantuvieron en puestos de responsabilidad: primero la dictadura, luego Adolfo Suárez y después Felipe González.
Comenzó a escribir sobre el exilio, me contó, porque le sublevaba ese boom de libros históricos que ahondaba en el horror de la guerra -le parecía bien que se publicaran, por supuesto-, pero que borraban del mapa la labor humanitaria que existió en ambos bandos. Esa labor que, por ejemplo y aunque no lo mencionara en su texto, había salvado a su hermano, a él mismo y a toda su familia.
-Javier, ¿cuándo vamos a hacer una entrevista?
-Cuando quieras, pero no podrás publicarla hasta que me muera.
No hicimos esa entrevista. Por eso, cuando he recibido la noticia de tu muerte, he ido corriendo a la biblioteca para abrazar tus libros. Y también para dejar aquí al lado del ordenador, mientras escribo, esa reliquia tan bonita que me regalaste: una Constitución de 1978 en miniatura, en forma de polvera; con la que os obsequiaron entonces a los diplomáticos.
Te espantaba escuchar a los políticos del presente porque tolerabas con dificultad la ausencia del dato, las cuchilladas al rigor. ¡Lo que son las cosas! En mi última visita, estuvimos hablando de los indultos. Conocías de cabo a rabo la ley de 1870, porque tus libros sobre el siglo XIX, el desastre de Cuba, el final de la era Cánovas y el reinado de Alfonso XII también eran referencia insoslayable.
Tienes, tío Javier, en tu currículum, todas esas grandes cruces de Órdenes con nombre de Rey. Eres gran oficial en la categoría de oro de las repúblicas de Austria y de Italia. Pero no te dieron el Premio Nacional de Historia, fuiste finalista. A mí me daba mucha rabia, porque era consciente de tus desvelos; y esa rabia era la mejor forma de quererte.
Me solías decir que era mejor posponer nuestro próximo encuentro “hasta que pasara todo esto”. Me quedo con tu cariñoso adiós en el umbral de la puerta y con una edición preciosa de El caballero de Erlaiz, de Pío Baroja: “Toma, lo leí cuando tenía tu edad”. Hasta entonces, tus regalos habían sido Historia. Regalarme una obra de ficción -¡en contra de todos tus principios!- fue una enorme muestra de cariño.
La novela empieza así: “Una tarde, después de comer, me encontré en la Puerta del Sol con un diplomático conocido que, por lo que me contó, acababa de llegar de una República sudamericana”. Nuestra novela, tío Javier, concluye así: “Una tarde, después de comer, me encontré en Salamanca con un diplomático conocido… Y fue una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida”.