No, esto no es historia conjugada en presente, esto es otra cosa, es el mito derribando a la leyenda. Derramadas sobre la tierra de la Philippe Chatrier, la pista más importante de su carrera, las lágrimas de Rafael Nadal hablan de perpetuidad, inmortalidad y eternidad, pero también de sacrificio, esfuerzo y perseverancia. El mallorquín acaba de ganar Roland Garros por décima vez en su carrera (6-2, 6-3 y 6-1 a Stan Wawrinka) para convertirse en el segundo jugador de siempre con más títulos del Grand Slam (15, desempatando con Pete Sampras y quedándose a tres de los 18 de Roger Federer). No hay lógica tan fuerte como para sostener esas 10 Copas de los Mosqueteros, reunidas durante más de una década (la primera en 2005, la última en 2017). No hay otra razón que la superación para explicar cómo el español ha vuelto a celebrar un grande tres años después de hacerlo por última vez (Roland Garros 2014), cuando parecía que estaba acabado, muerto y enterrado. No hay forma de comprender hoy la dimensión de la heroicidad del balear: solo el ciclo de la vida, la llegada de nuevas personas y la despedida de las que vieron sus victorias, pondrá en perspectiva el monumento al deporte y sus valores que ha construido el rey del deseo. [Narración y estadísticas]
“Siempre digo lo mismo: si lo he hecho yo, lo puede hacer otro, pero se tienen que dar muchas circunstancias para llegar a esta cifra”, analiza luego el balear, que con la victoria recupera el número dos del mundo, donde no estaba desde octubre de 2014. “No sé si yo voy a ver a alguien que me supere”, añade Nadal, que gana la copa cediendo solo 35 juegos (seis menos que en 2008) y sin dejarse ningún set por el camino. “Es algo que quedará y que no se había hecho en un torneo de este calibre en nuestro deporte. Me hace ilusión hacer algo así que quede para la historia”, insiste Nadal, con el trofeo a su izquierda. “Ganar 15 es increíble, ganar diez aquí lo es todavía más”.
Esto es lo que sucede en la tarde de París. Cuando los recogepelotas rompen el corazón que han formado con pelotas de tenis para homenajear a Guga Kuerten, ex número uno mundial y tres veces campeón de Roland Garros (1997, 2000 y 2001), Nadal desvela que está un poco ahogado por la presión de verse cerca del título, a una sola victoria. El español compite atenazado por los nervios, que hasta ahora había esquivado holgadamente en el torneo. Esa tensión tiene un efecto dominó. Nadal juega con el brazo encogido. Tira corto. Falla golpes sencillos. Se desploma al saque (picos de 39% de primeros) y se enfrenta a una situación crítica de entrada (1-1, 30-40), que salva con determinación. Desde entonces es otro: fuera tensión, bienvenido a la final, es la hora de ganar.
El arranque de Wawrinka es coherente. El suizo tiene en las piernas cinco horas más que su rival (15h20m, por las 10h01m de Nadal) y sale como un cohete porque no quiere erosionarse aún más. Su decisión para asaltar el templo del español asusta. Los tiros de Wawrinka son puñetazos que van directos a la cara del balear, impacten o no. Guantazo, bofetada, gancho. Sopapo, bofetón, manotazo. Mamporro, pescozón, tortazo. La idea es tan sencilla como aterradora para el español: el número tres no quiere jugar a tenis, quiere destrozarle a golpes en un combate directo. Mirando al peligro a los ojos, riéndose a carcajadas del riesgo, el suizo quiere avasallar con un plan de ataque arriesgado y valiente, que hace honor a su instinto de animal salvaje y que le lleva a deshacerse de borrón en borrón, a pasar casi desapercibido desde que el marcador deja atrás los cinco primeros juegos del cruce.
La impresionante capacidad de Nadal para contener esas embestidas en tromba enmudece a Wawrinka. Amparado en los enormes espacios de la pista central, que le conceden la posibilidad de revivir puntos moribundos, el mallorquín rompe los estacazos de su oponente. Poco a poco, las violentas ofensivas del suizo van perdiendo filo. Por mucho que apriete, y aprieta de lo lindo, la habilidad de Nadal para neutralizar sus tiros es fantástica. El número cuatro hace que Wawrinka tenga que masticar los peloteos, morderlos y desmenuzarlos, y eso al suizo le provoca una indigestión de la que no se recupera.
Así deja escapar la primera manga el número tres, que echa en falta puntería y amontona errores no forzados (cuatro ganadores por 17 errores no forzados), y así entra derrotado en la segunda. Como demuestra, Nadal tiene la solución para detener al suizo. El balear, que en menos de una hora manda 6-2 y 3-0, se mueve con un dinamismo intachable. A toda velocidad, sus pies le acercan a la línea y le alejan de ella, mezclando tiros interiores con otros desde fuera. Wawrinka se marea con los cambios de altura, que no descifra, que no entiende, que le enredan y le enfadan (muerde una pelota y rompe un raqueta al final del segundo set), que le hacen ser un espectador más de la exhibición de poderío de Nadal.
“¡Te quiero, Rafa!”, grita un aficionado en la grada. “¡La décima es tuya!”, le sigue otro. “¡Vamos matador”, dice un tercero. Para entonces, Nadal ha ya está jugando una de los mejores finales de su carrera, y eso es hablar mucho porque el mallorquín lleva más de 100 encuentros decisivos. Su superioridad, sin embargo, apunta en esa dirección. Tras recuperarse de los cinco primeros minutos de indecisión, Nadal gobierna a Wawrinka con su drive, que es el arma más poderosa del tenis. Nadal abre la pista con el revés (¡qué forma de golpearlo!) y el suizo se orilla tanto que podría chocarle la mano al público de la primera fila. Nadal sube su porcentaje al saque (del 39% inicial hasta más de un 60%) y el número tres lo sufre al resto. Nadal, en consecuencia, vuela hasta la copa sin que nada pueda impedirlo.
A los 31 años años, Roland Garros se reencuentra con su héroe entre vítores y no es para menos. Este es el titán de la tierra batida, pero también de lo imposible. La pista que le ha visto nacer, crecer, caer, levantarse, reír y llorar dice algo que a estas alturas ya no es ningún secreto: jamás habrá otro Nadal. Nunca.
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