Las lágrimas duelen más que la espalda. Tumbado en una toalla sobre el cemento de la Rod Laver Arena, Rafael Nadal se retuerce cuando las manos del fisioterapeuta le tocan la zona que se ha lastimado durante el calentamiento de la final del Abierto de Australia de 2014. El mallorquín ha llegado a la pelea por el título como claro candidato porque Stan Wawrinka, su rival, no le ha ganado un set en 12 los encuentros previos.
La estadística es demoledora y habla de un título a tiro para Nadal, que sin embargo acaba marchándose derrotado y con la impotencia de no haber podido competir el encuentro, mermado por la lesión que le lleva a sacar por debajo de los 120 km/h y a moverse como un tronco en los intercambios. El domingo, más de tres años después y con la Copa de los Mosqueteros en juego, los dos rivales vuelven a encontrarse (15-3) en una final de Grand Slam, histórica por las consecuencias que podría tener para cualquiera de los ganadores.
“Nunca en mi vida he jugado una revancha”, dice el mallorquín cuando le recuerdan lo sucedido en aquel encuentro ante Wawrinka en Melbourne. “Esta es la verdad. No entiendo de revanchas porque no creo ni que sea una buena mentalidad ni una buena manera de encarar nada”, explica. “Cada partido es una historia diferente. Yo encaro el partido como cualquier otra final que he jugado aquí, sabiendo que evidentemente es importante para mí, pero también para él. Y teniendo otra cosa muy clara: ganará el que juegue mejor”.
Nadal sabe de sobra lo que ha hecho Wawrinka en sus tres finales grandes: ganar, ganar y ganar. El suizo, que estrenó su palmarés en el Abierto de Australia 2014, venció luego a Novak Djokovic en Roland Garros 2015 y otra vez al serbio en el Abierto de los Estados Unidos 2016. Salvo el primer encuentro, que estuvo marcado por la lesión del balear, el número tres del mundo capitalizó los otros dos con un tenis surrealista, imposible de controlar o destruir.
“Él venía de estar jugando muy bien antes de la final del Abierto de Australia, pero si no me llego a lesionar no sé qué hubiera pasado”, reconoce Nadal, que vio cómo Wawrinka se desataba tras ganarle el título. “En cualquier caso, creo que el clic en su carrera lo había hecho antes. Llevaba una temporada jugando a un nivel más alto, estaba apretando y jugando partidos muy buenos contra el mejor Djokovic en aquel momento”, insiste. “Evidentemente, ganar un Grand Slam te da un cambio. Esta es una realidad, pero es un jugador que ha sido capaz de estar siempre a la altura en los partidos importantes”.
Que Wawrinka haya “estado a la altura” en esos encuentros decisivos se explica fácilmente: al suizo le cuesta horrores pasar las primeras rondas, pero cuando llega al final tiene tanta confianza que podría saltar al vacío con los ojos cerrados, y sobreviviría a la caída. Djokovic, por ejemplo, fue una marioneta durante el partido que perdió en 2014. Murray sintió esa misma sensación en el encuentro de semifinales del pasado viernes. Evitar eso es lo que gobierna la cabeza de Nadal desde que se clasificó para la final.
“Hay momentos en los que Wawrinka golpea muy fuerte a la pelota y es complicado pararle”, asegura el número cuatro del mundo, que conoce muy bien lo que puede hacer su contrario. “No voy a evitar que le pegue así de duro, pero sí puedo obligarle a hacerlo en posiciones más difíciles: si golpea muy fuerte a la pelota desde posiciones favorables sus opciones de éxito son muchas, si consigo jugar largo y agresivo sus opciones de éxito deberían ser un poco menores”, prosigue. “Mi objetivo pasa por atacar y tengo el juego para hacerlo. Otra cosa es si estoy más nervioso de la cuenta, pero si puedo jugar al nivel que vengo jugando espero ponerle a él en una situación de dificultad y que las cosas sean distintas”.
En Roland Garros, donde se juega un lugar en la historia al que nunca nadie ha llegado, Nadal tiene un plan para que Wawrinka no entre en trance. El suizo, claro también tiene el suyo: arrasar al español con su vendaval de golpes indomables.
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