“No es fácil llegar 10 veces a la final aquí. Si yo lo he hecho puede venir alguien más algún día y hacerlo, pero se tienen que dar muchas cosas”. Rafael Nadal firma esa reflexión una hora después de destrozar a Dominic Thiem para citarse con Stan Wawrinka por el trofeo de Roland Garros. Inmediatamente alguien se acuerda de Roger Federer, que tiene el mismo número de finales en Wimbledon, y de Bill Tilden, con una cifra idéntica en el Abierto de los Estados Unidos cuando el tenis todavía era en blanco y negro. La diferencia, sin embargo, es importante: el español nunca ha perdido un título en París (9-0, a falta de ver lo que ocurre el domingo); el suizo y el estadounidense se han dejado varios de ellos en Londres (7-3) y Nueva York (7-3).
“La final no es especial, si gana sí será especial porque desde el 2014 no consigue un Grand Slam”, explica a este periódico Toni Nadal, tío y entrenador del campeón de 14 grandes. “Sinceramente, cuando vengo a un torneo no pienso nunca en lo que ha pasado antes ni en lo que puede pasar después, simplemente pienso en el partido siguiente”, prosigue el técnico balear, que en la final vivirá el último encuentro como entrenador de su sobrino en Roland Garros tras tomar la decisión de dar un paso al lado a final de temporada y romper una de las parejas más reconocibles y fructíferas de siempre. “Por ahora, sé que Nadal y Wawrinka están en la batalla decisiva y que los dos tienen las mismas ganas de ganar”, añade. “Rafael no piensa que sea su décima oportunidad de ganar la Copa de los Mosqueteros. Antes de jugar es un partido nuevo y nada más”.
Llegar a 10 finales en Roland Garros le ha costado a Nadal mucho sudor, un poco de sangre y algunas lágrimas. El mallorquín, que encadenó cuatro títulos en el comienzo de su carrera (2005-2008), vio luego cómo Robin Soderling le frenaba en los octavos de final de 2009 y ponía fin a su racha triunfal en París. Un año después, la recuperación trajo de vuelta la mejor versión del español, que celebró otros cinco trofeos seguidos (2010-2014) para disparar su leyenda antes de perder con Novak Djokovic (cuartos de 2015) y de retirarse tras superar la segunda ronda de 2016 como consecuencia de una de una lesión en la vaina del cubital posterior de la muñeca izquierda.
Lo de Nadal, en cualquier caso, está fuera de la lógica y es algo que se escapa a la razón, de la que el número cuatro lleva tiempo riéndose a carcajadas. Que tres años después de su última Copa de los Mosqueteros (2014) se haya fabricado la oportunidad de ganarla de nuevo habla de un jugador hambriento, sin que haber pasado la treintena (31) tenga ningún peso. 2017 dice que este Nadal es mucho más viejo, pero como mínimo igual de bueno que hace tiempo: en su camino hasta la final no ha perdido un solo set, ha cedido 29 juegos, menos que nunca (35 en 2012 y 37 en 2008), y ha gastado 10 horas por las 15h17m de Wawrinka, su rival por el título.
En unos años, cuando los niños que todavía no han venido al mundo sepan que un jugador disputó 10 finales en Roland Garros, ocurrirá lo evidente: risas de incredulidad ante un fábula que es toda una realidad.
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