El sumidero dentro de un mapamundi: las fotografías tramposas de Chema Madoz
Autor de ingeniosas imágenes que disparan la curiosidad y la imaginación, recorremos con él los entresijos de su nueva exposición en la galería Elvira González.
19 septiembre, 2023 02:38Un zapato con un tacón en forma de pipa. Una gota de agua que se convierte en un delfín. Un vaso medio lleno, y otro medio vacío. Un barco que tiene por vela una partitura. El universo de Chema Madoz (Madrid, 1958) es inagotable. Juega siempre con objetos sencillos y reconocibles que, filtrados por su lente, pasan a convertirse en otra cosa.
Nubes, piedras, elementos musicales, gafas, naipes, son muchos los motivos que van y vienen en su fotografía y que se cuelan, una vez más, en su nueva exposición en la galería Elvira González de Madrid, uno de los platos fuertes de Apertura.
La exposición es una selección de los últimos trabajos de Madoz, realizados entre 2021 y 2023, el periodo que nos separa de Crueldad, la muestra que le dedicó el Círculo de Bellas Artes y que ponía el foco en los aspectos más inquietantes de su trabajo, y de La Naturaleza de las cosas, en el Jardín Botánico en 2019 y el Museo Patio Herreriano en 2021, centrada en los elementos naturales.
“Al espectador lo que le importa es qué le cuentan las imágenes, no cómo están resueltas”
Ahora, esta nueva propuesta no sigue un hilo temático sino que revisita lugares conocidos e incorpora alguna que otra sorpresa. Nos lo cuenta su autor en pleno montaje, mientras paseamos entre las treinta y tres fotografías que permanecen todavía apoyadas en el suelo a la espera de su ubicación exacta en la sala.
Autor de imágenes muy reconocibles, el tema de la repetición no le preocupa en absoluto, sino más bien lo contrario: “Volver a objetos que ya he utilizado antes–explica con tono profundo y pausado– me parece una buena manera de acercarme a trabajos anteriores y mostrar las distintas vidas y significados que se le puede dar a un mismo elemento”. ¿Un ejemplo? Su serie Piedras de hace unos años en la que transformaba cantos rodados en cactus, pies o en un monedero.
[Una colección de fotografía que echa chispas]
El punto de partida de todas sus composiciones son los propios intereses del artista, entre los que los libros y la música ocupan un lugar destacado. “Los cuchillos últimamente me dan más respeto”, apunta con precisión. Solo en esta exposición hemos contado tres. Uno de ellos se asoma por la boca de una máscara de rasgos orientales. El otro, tiene superpuesta una pegatina con la onomatopeya “¡bang!”, en un guiño del artista a la iconografía de los cómics, que siempre le han llamado la atención.
Pero quizá la imagen más inquietante sea la del machete de gran tamaño sobre el que ha grabado dos palabras: Still Life (naturaleza muerta), en una visión –explica– un poco negra de la salud. “Va por rachas, a veces bien, a veces mal. Es una lucha constante”.
Amante de lo analógico y del blanco y negro, su propia condición física le llevó a pasarse a lo digital, hace unos años, para evitar las exigencias del laboratorio. Aunque se resistió como pudo: “Al principio pasaba el archivo a una placa de negativo y ahí lo volvía a copiar, convirtiendo lo digital en analógico, buscando las mismas calidades, las mismas texturas, los restos del grano. Esta exposición es la primera vez en la que me he saltado todos esos pasos”.
Ni la muestra ni las obras tienen título alguno, no le gusta apoyarse en la palabra. “No me atrevo. Caí en el mundo de la imagen porque siempre me ha costado mucho matizar de otra manera, definir las cosas con una cierta sutileza”. Estudió Historia y llegó a la fotografía de manera tardía y casual cuando, con veinte años, se compró su primera cámara y se formó con clases por la noche.
“Me inspira todo lo que nos rodea. No busco objetos muy especiales, un candado, un cuchillo...”
“Cuando empezaba en los ochenta –recuerda– a los fotógrafos solo les interesaba la historia de la fotografía y no la del arte. Sin embargo a mí lo que me importaba era la imagen, independientemente de que se llegara a ella con una cámara, con un pincel o con un lápiz. Creo que tenemos que dejar la técnica de lado porque al espectador lo que le importa es qué le cuentan las imágenes, no cómo están resueltas”.
En su caso, todo empieza con un dibujo en un cuaderno. A veces son esas anotaciones las que le llevan a buscar objetos concretos, mientras que, otras, son los propios objetos los que generan ese boceto. Deambulando entre las distintas fotografías de la muestra, Madoz se detiene en una de ellas para poner un ejemplo: es una lámpara de pie con una mampara ondulada bastante clásica. Dio con ella en un rastrillo y fue después, en el estudio, donde trazó los dibujos que completan la composición final: “Marqué la estela que hacen los manchones de luz. Quizá el resultado es más críptico que mis obras anteriores”. Y no es la única.
En otra de las piezas, la luna llena se refleja en un cubo lleno de agua en un exterior. Y en otra de las fotografías repite estos mismos juegos en un paisaje flanqueado por dos pequeñas pinturas. “Es el reflejo del entorno de una casa en la que estuvimos en la Sierra de Guadarrama. Todos los elementos estaban ahí, tanto la ventana como los marcos, y tenían una relación muy inmediata. Puede producir extrañeza simplemente por el hecho de que hay tres elementos, en vez de dos. Juego con el reflejo, la representación, la pintura... ¿qué es y qué no es un cuadro? Es otra vuelta de tuerca”.
Sigue también en estos nuevos trabajos la sombra de René Magritte por ejemplo en ese zapato que tiene una pipa por tacón. “Hay elementos que se han convertido en iconos. El Esto no es una pipa fue tan acertado que el objeto tiene ahora otras resonancias, y lo mismo ocurre con el bombín o con las nubes. Afortunadamente, la gran mayoría de objetos están liberados de ese peso: las gafas, las máscaras, las velas, tienen otro tipo de simbología. Cuando empecé en esto pensaba que estaba dando con una veta que casi no se había tocado, conocía muy poco”. Algo parecido le pasó, recuerda, con Joan Brossa, con el que posteriormente colaboró y entabló amistad. “Fue sorprendente dar con un trabajo que espiritualmente sentía tan cercano”.
[El museo fantasmal de la fotografía, en el instante decisivo]
Repite en esta nueva muestra el motivo del sumidero dentro de un mapamundi –“me parecía bonito realizar una carta del fondo de los océanos vaciándolos de agua”–. Y apunta hacia el tema de los discursos repetitivos y de la inteligencia artificial con un pequeño circuito electrónico que ha contenido en un bocadillo (de cómic). No faltan las cartas, y el centro de un as de rombos se transforma, tan solo con tres líneas, en la figura en un sobre.
Pero entre todas las obras, la imagen que secuestra automáticamente nuestra mirada es la de una estantería llena de libros en la que Emilia Pardo Bazán y José María Pereda flanquean las teclas arrancadas de un piano. “Siempre me ha llamado la atención la curiosidad y pasión que despiertan los libros en obras de arte, como si tuviéramos que dar con unas claves. En realidad, tomé esta fotografía en una librería porque no tengo en casa ninguna colección entera de libros de una misma altura, color y tipo de lomo, pero no cambié el orden en el que estaban”. Confiesa, sin embargo, no ser muy buen lector. Emily Dickinson es siempre su llave de entrada en la poesía y los cuentos de Julio Cortázar un destello al que volver.
¿De dónde le viene entonces la inspiración a este creador de metáforas visuales? “De la ciudad y sus librerías, museos, calles y escaparates. Me paso el día alerta tomando apuntes en mi cuaderno. Todo lo que nos rodea me parece inspirador. No busco objetos muy especiales, en realidad utilizo elementos corrientes, un candado, un cuchillo… Y me gustaría despertar esa misma curiosidad en el espectador. Abrirle el ojo a entender de otra manera todo esto que tenemos a nuestro alcance”.