
'Triptico de la Crucifixión, San Nicolás, San Clemente y el Redentor con ángeles ', 1311-18. Foto: Museum of Fine Arts, Boston, Massachusetts
Lo que la peste negra se llevó. La National Gallery muestra el esplendor de la pintura gótica en Siena
Descubrimos una exposición que disecciona uno de los periodos más bellos del Trecento italiano, la escuela de Siena, continuadora de los iconos bizantinos.
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Primera mitad del siglo XIV, en la Europa de las catedrales. Son los tiempos del papado en Aviñón, la pugna entre güelfos y gibelinos, el auge de las órdenes mendicantes, el crecimiento de las ciudades y el ascenso de comerciantes y banqueros. Siena se ha enriquecido gracias a su ubicación sobre la vía Francígena, de peregrinación a Roma, y es un importante foco comercial y financiero que garantiza su estabilidad mediante un sistema de reparto del poder —el Consejo de los Nueve— entre los ricohombres, bajo la supervisión de la mismísima Virgen María, cuya imagen está presente en todos los ámbitos. La ciudad, en su estrategia de propaganda y de competencia con Florencia, necesita expresar ese vínculo entre opulencia y espiritualidad. Y los artistas locales se ponen a su servicio, intensivamente.
Esta exposición, que hizo primera parada en el Metropolitan de Nueva York, con enorme éxito, celebra ese momento clave, en el que se formula un estilo de duradero eco, y el bicentenario de la National Gallery, que fue uno de los primeros museos en incluir obras de esta escuela. Su puesta en valor, tras siglos de opacidad, había comenzado en la propia Siena, que reivindicó su pasado medieval como seña de identidad en los años de la unificación italiana, pero se trasladó a Gran Bretaña gracias en buena parte a la chaladura de John Ruskin y los pintores prerrafaelistas británicos por los “primitivos” italianos.
Fue uno de los pintores adheridos tardíamente al grupo, Charles Fairfax Murray, quien actuó como principal agente para el museo en la adquisición de obras sienesas a partir de 1880: entonces circulaban en el mercado, debido sobre todo a que en la ocupación napoleónica se había dictado la supresión de instituciones religiosas y sus preciados retablos habían sido en buena parte confiscados y vendidos. Por su parte, el príncipe Alberto se había interesado también en esos pintores, a través de un marchante formado con los nazarenos alemanes.
Las obras mayores de Duccio, Simone Martini y los hermanos Pietro y Ambrogio Lorenzetti, que son sus protagonistas, no pueden viajar: son frescos en el Palazzo Pubblico de Siena y la basílica de Asís, o voluminosas tablas de altar que nunca se prestan. Las pinturas murales más célebres son seguramente las alegorías de El buen y el mal gobierno de Ambrogio en el Palazzo Pubblico de Siena, donde se conserva también una Maestà de Simone y su imponente retrato ecuestre del capitán Guidoriccio da Fogliano.
También son importantísimas las que realizaron Simone y Pietro en Asís, foco religioso y cultural de primer orden desde el que los franciscanos ejercían su influencia y que, como destino de masiva peregrinación, difundía no solo ideas teológicas sino también novedades artísticas a toda la cristiandad. Aunque las tablas de devoción son más finas en su ejecución —y más arcaizantes, con ese empleo generoso del oro—, es en los frescos donde se aprecian mejor los atrevimientos plásticos y narrativos de estos artistas, y donde vemos representado mejor el contexto social.
Destaca en esta exposición la influencia cruzada entre las artes, insistiendo en los valores pictóricos de la escultura como creadora del volumen
Apesar de esas lógicas ausencias, se ha conseguido armar un conjunto que manifiesta bien la gestación de la escuela sienesa, los intercambios artísticos que la construyen y los usos piadosos y suntuarios de las obras. Las salas de temporales en la planta inferior —que forman apropiadamente una cruz—, pintadas de negro, se convierten en joyero para mejor lucimiento de estas tablas centenarias en las que el pan de oro aún refulge.
No encontrarán la sección principal de la monumental Maestà —Virgen entronizada— de Duccio, o su Madonna Rucellai, en los Uffizi, que tampoco ha concedido la canónica Anunciación de Simone, otra de cuyas obras trascendentales, el altar de San Luis de Tolosa —todo un manifiesto político de la dinastía angelina en Nápoles— no ha prestado el Capodimonte. Sí han salido de sus sedes, muy excepcionalmente, el Nacimiento de la Virgen o el político de Pieve, de Pietro Lorenzetti, y una tabla mayor de su hermano, la Anunciación de la Pinacoteca de Siena. Y se han reunido las partes, disgregadas, del mínimo pero deslumbrante políptico Orsini, de Simone Martini, o del que pintó para el Capitano del Popolo en Siena, que incluye una tabla perteneciente a Carmen Thyssen. El Museo Thyssen ha prestado además uno de los paneles de la predela narrativa más antigua conservada: la del reverso de la Maestà de Duccio, aquí recompuesta.

Duccio:'La tentación de cristo en la montaña', 1308-11, Foto: The Frick Collection, New York
Lo que vemos en la muestra es cómo la “maniera greca”, que seguía muy de cerca el modelo de los iconos bizantinos y que había imperado a finales del siglo XIII, va evolucionando hacia el “estilo internacional”, elegante y cortesano, que se extiende desde Aviñón y domina el gótico final, ilustrado aquí por perfectos exponentes como el díptico Wilton y Las bellas horas del duque de Berry, de los hermanos Limbourg. Y, aunque comprensiblemente no se toca en la exposición, he de mencionar que el eco de la pintura sienesa, en esa ola de gótico internacional, llegó también al reino de Aragón, que había establecido vínculos dinásticos con los Anjou de Nápoles, grandes mecenas y con fuerte presencia en el papado y en la orden franciscana, clientes todos de Simone Martini.
Desde Aviñón llegaron pintores que introdujeron su legado allí y se cree que Ferrer Bassa pudo viajar a Italia en dos ocasiones. Este formó a Ramón Destorrents, también al servicio de la corte aragonesa, quien a su vez fue maestro de los hermanos Serra. Entre las obras de Jaume Serra muy directamente inspiradas en modelos sieneses podemos citar el Retablo del Convento del Santo Sepulcro, en el Museo de Zaragoza.
Duccio conserva la herencia bizantina —se ve en sus carnaciones mortecinas y en la iconografía— pero conoce la gentileza de los libros miniados o los marfiles franceses, e incorpora un nuevo dinamismo narrativo y un componente emocional en consonancia con la humanización de las figuras sacras promovida por las órdenes mendicantes. En la exposición se exhiben tres de los trípticos desplegables que se le atribuyen: los dos encargados por el cardenal Niccolò da Prato y el que forma parte de la colección real británica.
Este formato pictórico que él establece, tomándolo de esos marfiles llegados de Francia, responde a una necesidad: las élites políticas, comerciales y eclesiásticas viajaban frecuentemente en esos tiempos y debían disponer de un “ajuar” suntuario y devocional apto para el transporte.

Simone Martini: 'La virgen anunciada', 1326-34. Foto: Collection KMSKA - Flemish Community
Simone y los Lorenzetti fueron aún más lejos, asumiendo también las innovaciones, más rotundas, del florentino Giotto, cuyo trabajo estudiaron muy de cerca y continuaron en Asís, y avanzando —sobre todo el primero— en la individuación de los rostros. El Renacimiento estaba en puertas y los experimentos de estos artistas para dar volumen a los cuerpos y, a través de las arquitecturas, profundidad a los espacios caminaban en esa dirección.
Simone Martini fue sin duda el pintor más cualificado en la escuela sienesa y el más demandado en su tiempo. No solo copó los encargos oficiales mientras permaneció en Siena: fue requerido para trabajar en la corte papal de Aviñón, donde vivió a partir de 1333, en la última década de su vida, y la exposición dedica un capítulo a ese período.
Allí realizó importantes obras aunque solo nos queda un grupo de tablas pequeñas, exquisitas. Y allí trabó relación con el poeta Petrarca, que le alabó en dos de sus sonetos y que le encargó una miniatura para el frontispicio de su copia de Virgilio, el Codex Ambrosianus —conservado, no expuesto— y un retrato de su celebérrima amada, Laura, no conservado. Si es que existió.
Sí consta que Simone retrató a Napoleone Orsini, en la obra de este género más temprana documentada en Italia, que evidenciaría esa habilidad para la individuación fisionómica y psicológica que se estaba desarrollando en la pintura, observable en los muy diferenciados santos del mencionado políptico de Simone para el Capitano.

Pietro Lorenzetti: 'El nacimiento de la Vírgen', 1335-42. Foto: © Studio Lensini Siena
Se destaca asimismo en la muestra la influencia cruzada entre las artes, insistiendo en los valores pictóricos en escultores como Tino di Camaino, o en la presencia escultórica de, por ejemplo, la Crucifixión “recortada” de Pietro Lorenzetti. Los artífices más respetados en esos tiempos eran los orfebres pero tan valiosos como sus producciones eran los ricos tejidos importados de Irán, con oro y plata, usados en vestiduras eclesiales, altares y eventos públicos del mayor ringorrango.
Las tablas portátiles, que abundan en la exposición, eran consideradas también objetos de prestigio, y esa equiparación propició la representación “ilusionista” de materiales costosos, elucidada en una de las salas. Las propias sustancias con las que trabajaban los pintores eran a veces preciosas: oro de África occidental, lapislázuli de Afganistán, laca de India…
La portabilidad de las pinturas subrayaba su objetualidad —lo de la ventana de Alberti es posterior— y los reversos, que se dejan ver en abundancia en las salas, se decoraban también, con figuraciones o imitando otros materiales ricos, como el mármol o el pérfido.
Todo ese esplendor se lo llevó la peste negra, que mató, entre muchísimos otros, a Ambrogio. Siena perdió pulso y pasado el tiempo, las nuevas tendencias teológicas y estéticas, las remodelaciones arquitectónicas, la invasión napoleónica y las guerras o la codicia destruyeron muchas obras, frescos incluidos, descuartizaron otras tantas y dispersaron conjuntos idiosincrásicos. Ahora, en Londres, se producen algunos felices reencuentros.