Luces (y sombras) de verano
1. Narcoficciones
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A lo peor tenemos un problema con las drogas, esa versión lúdica y edulcorada de la maldad. Y no, no me estoy poniendo moralista. Simplemente constato que, detrás de estas sustancias, y dado que sobre ellas recae el peso de la prohibición, se esconde el crimen en todas sus variantes. Y parece ser que eso nos fascina. Valga la figura de Pablo Escobar como epítome de esta efervescencia productiva alrededor del mundo del hampa. Ahí están Escobar: paraíso perdido (Andrea Di Stefano, 2014), Loving Pablo (Fernando León de Aranoa, 2017), recientemente presentada en Venecia, o Barry Seal (Doug Liman, 2017) que también aborda, desde una óptica diferente, la misma temática. Eso en el cine. En televisión: Narcos (Brancato, Bernand & Miro, 2015-?), Escobar: el patrón del mal (VV.AA., 2012) o Sobreviviendo a Escobar: Alias JJ (J.A. Ortiz & Gerardo Pinzón, 2017)… Y solo concentrándonos en la parte colombiana del asunto. México –de Sicario (Denis Villeneuve, 2015) a El Chapo (Carlos Contreras & Silvana Aguirre, 2017)- lo dejamos para otro día. Y los documentales también.
Como sucede con la vertiente mafiosa del cine de Martin Scorsese, cuando uno ve, por poner un ejemplo, Casino (1995) o Vinyl (2016) se pregunta si está frente a un vibrante ejercicio de denuncia de un modo de vida fundamentado exclusivamente en la violación de las leyes o si, por el contrario, contempla una mirada que derrocha fascinación por ese mundo de violencia, desenfreno y poder casi omnímodo. Este verano que está aún por extinguirse nos dejó dos aproximaciones narcoficcionales interesantes que guardan relación con esta cuestión inherente a la representación del mundo del hampa (ya sea cinematográfica, televisiva o literaria). Por un lado, la tercera temporada de Narcos, la primera sin Pablo Escobar (Wagner Moura) y, por el otro, Snowfall, producción de FX sobre la irrupción del crack en los suburbios de Los Ángeles en los primeros 80.
Como ya sucedía a partir de la segunda mitad de la T2 de Narcos, la serie crece a medida que la dramatización de los hechos reales sobre la evolución del narcotráfico en Colombia se pega al sustrato original –esto es, principalmente al documento de archivo televisivo- y se esfuerza por hacerse entender, por explicar cómo fue posible que los dueños de los carteles controlaran, de facto, un país. Narcos es mejor cuando más se parece a El poder del perro (Don Winslow, 2005), la novela tótem sobre el narco (en este caso mexicano). Cuando documentación y narración se conjugan con eficiencia; cuando la voluntad de aclarar el porqué de las cosas –la connivencia estadounidense, la relación íntima entre narco y gobierno, la oposición entre los intereses de la DEA y la CIA, la imposibilidad de ganar la guerra contra la droga,…- está por encima de la espectacularización, Narcos da en el blanco. Se le puede achacar que sea en exceso didáctica (igual es necesario) y un tanto redundante (el mejor ejemplo es la presentación del general Serrano) y que la trama este por encima del dibujo de algunos personajes (los secundarios que interpretan Javier Cámara, Miguel Ángel Silvestre o Kerry Bishé, por ejemplo), pero la producción de Netflix pincha en hueso. Digamos que si sus campañas promocionales juguetean con la ambigüedad, la serie no puede ser más cruda y menos benevolente con el ecosistema despiadado que retrata.
Más oblicua es la lectura que hace Snowfall (John Singleton & Eric Amadio, 2017-?) de la aparición del crack en las calles angelinas en los inicios de la década de los 80. Con una fotografía bañada por el sol californiano, la teleficción de FX entreteje tres líneas narrativas para urdir un lienzo en el que los carteles mexicanos instalados en Estados Unidos, los traficantes afroamericanos de las zonas suburbiales y los agentes del FBI encargados de financiar a la contra nicaragüense con el dinero obtenido por la compraventa de cocaína, forman parte del mismo mural. Aunque, de manera tímida, la serie apunta algunas de las causas –pobreza, tensión racial, brutalidad policial, la doctrina Reagan- que desembocan en el desembarco del crack en L.A. (y en la conversión de jóvenes adolescentes en dealers), está más interesada en la mecánica conductual del criminal, en su comportamiento. A pesar del peligroso embellecimiento de algunas imágenes (algo que no sucede en Narcos), aquí no se salva nadie: los agentes de la ley podrían ser los colegas o los enemigos, tanto da, de Tony Montana; los miembros del clan mexicano se dedican a traicionarse entre sí para ver quién se queda con el sillón (imposible no recordar a Michael Corleone) y el joven Franklin (Damson Idris) mezcla sus conocimientos en economía básica (la cita a Henry Ford) con la pedagogía de la violencia que sus competidores le obligan a estudiar para convertirse en un capo. La construcción de este personaje, su desapego emocional, la frialdad que le permite transformar cualquier relación en un apunte en los márgenes de un balance contable, lo convierten en uno de los grandes aciertos de Snowfall (por cierto, y catalóguenme de blasfemo, este Franklin podría haber sido uno de los protagonistas de Nocturama, esa gran película de Bertrand Bonello que tantas ampollas levantó el año pasado).
Es cierto que el guion tiene más de un desliz (que Franklin se tope de manera casual con los fabricantes de crack; la recuperación de la trama de las chicas desaparecidas ¡en el capítulo 8!) pero la propuesta es sólida y el season finale firmado por John Singleton –no se olviden de Los chicos del barrio (1991)- contiene un ramillete de momentos brillantes, como ese ‘golpe de estado’ filmado en off visual o el plano en el que el agente Teddy McDonald (Carter Hudson) dice adiós a cualquier posibilidad de recuperar a su familia mientras la cámara se aleja.
2. HBO y las comedias que no lo son tanto
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HBO ha refrescado el verano con la emisión de la tercera temporada de Ballers y la segunda de Insecure (a cuya primera entrega ya le dedicamos un post). La comedia sobre el mundo del fútbol americano protagonizada por Dwayne ‘The Rock’ Johnson sigue fiel a esa síntesis de universos que tan bien representa su creador Stephen Levinson. Este mix de Entourage, de la que Levinson fue guionista y productor ejecutivo, y de Friday Night Lights (Levinson es uno de los productores de Peter Berg desde El último superviviente; también es clave la figura de Mark Wahlberg) cristaliza en una visión ácida del mundo del deporte. Hay crítica pero también comprensión hacia esos deportistas desnortados y descerebrados; embeleso por ese en el reflejo de unas vidas repletas de coches de lujo, mujeres hermosas (y con pocas líneas de diálogo) y tequila, pero no faltan las pullas continuas hacia el mundo de los negocios, la obscena necesidad de crecimiento y el frágil sostén del sistema capitalista. Centrada en la intención de Spencer Strasmore (el carisma de Johnson y la capacidad para cuestionarse a sí mismo en tanto estereotipo son incuestionables) de llevar una franquicia de la NFL a Las Vegas, Ballers sigue fiel a esos guiones en forma de campana, en el que una vez que se llega a lo más alto, una vez que parece haberse alcanzado el éxito, solo queda descender hacia el abismo a toda velocidad. Y es que esta serie creada por ese equipo de sospechosos habituales en el que figuran tipos como Julian Farino, Evan T. Reilly o el propio Peter Berg es como beberse un chupito de Don Julio (añejo): es caro, está bueno y te hace momentáneamente feliz, pero pasa muy rápido. Necesitamos la botella para que la resaca nos confirme su perdurabilidad.
En Insecure las risas no estallan, se congelan. Es la serie más incomoda de los últimos tiempos. Y lo es porque, hasta esta segunda temporada, parecía que el mayor conflicto que rodeaba toda la trama se pasaba por alto, permanecía en estado latente, se ofrecían algunas pistas sobre él pero no terminaba de eclosionar. Y ese conflicto no es otro que las diferencias económicas (de clase) entre Issa (Issa Rae) y su círculo de amistades. En Hella Disrespectful (2.07), en una cena angustiosamente memorable, no solo se ponen de manifiesto los roces provocados por la situación sentimental de Issa y su ex, Lawrence (Jay Ellis), sino que se evidencia la distancia social que existe entre ella y el resto, entre una trabajadora social y una abogada, entre alguien que vive en un depauperado apartamento de los suburbios que tendrá que dejar cuando le suban el alquiler y alguien que puede permitirse una comida de lujo para diez invitados. Pero Insecure toca muchos otros temas desde ópticas poco frecuentes en la ficción contemporánea: el racismo ejercido por los afroamericanos hacia otros colectivos; las dudas expresadas por una mujer sobre su propio género y sobre su propio género en función de su etnia (como se ven las mujeres negras a sí mismas y en relación con el resto) o algo tan en boga como el poliamor y las diferentes maneras de afrontar las relaciones sentimentales y sexuales hoy en día. La ya famosa escena de la eyaculación en el rostro de la propia protagonista/creadora indica que no hay temas que la serie no se atreva a abordar, por más que la elegante manera de ponerlo en escena haya sido confundida con un gesto pacato por parte de no pocos críticos (que deben estar acostumbrados a ver series en las que estas prácticas sexuales se abordan con total normalidad, digo yo…).
La creación de Issa Rae y Larry Wilmore ha asentado, además, sus marcas de estilo: el plano cenital para cartografiar una ciudad que esconde múltiples y dispares realidades; los cara a cara de Issa frente al espejo cuestionándose/fabulando/desahogándose (una Issa que casi nunca aparece centrada en el encuadre) o la inclusión de pequeños gestos cotidianos como metáfora del desorden existencial de la protagonista, por no hablar de ese sofá que simboliza toda una vida de pareja (solo hay que ver el último y brillante capítulo de la temporada). Aquí hay miga.
3. Turn, turn, turn
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Los hermanos Duplass lo mismo sirven para un roto que para un descosido. Mark y Jay actúan, escriben, producen y dirigen. Su último proyecto conjunto (también los tienen por separado) es Room 104, una teleserie de 12 episodios autoconclusivos que comparten una única premisa/escenario: todo sucede en una habitación de hotel. Aunque también comparten otra cosa: cada episodio se cierra con un giro de guion que casi nunca resulta convincente. Entre el capricho, la aparatosidad o el descalabro (The Knockadoo), Room 104 va tocando géneros sin complejos pero también sin demasiado acierto. Su mejor episodio hasta la fecha es el sexto, que da el pego entregándose a una coreografía onírica y una suerte de juego alla Cortázar mucho menos elaborado que el menor de los relatos del autor de La noche boca arriba (¿estamos ante una bailarina que terminó siendo limpiadora o a ante una camarera que soñó con danzar sobre los escenarios?). No obstante, esa necesidad de retorcer la escritura en busca de epatar, destroza planteamientos interesantes (The internet), la puesta en escena desaprovecha algunos apuntes jugosos aparecidos en los primeros capítulos (el baño como lugar no mostrado donde nace lo siniestro) y la voluntad de sorprender acaba por convertirse en una fórmula, y nada hay menos sorprendente que la repetición.
Otra serie que gira, gira y gira es Ray Donovan (Ann Biderman, 2013-?) que regresa con su quinta temporada. El carisma de Liev Schreiber sigue siendo el principal atractivo de una serie que, eso sí, se la ha jugado en su arranque ‘saltando el tiburón’. Ahora bien, está siendo un salto largo, estilo Jonathan Edwards. La desaparición de Abby (Paula Malcomson), tras una elipsis devastadora, se está prolongando a base de flashbacks, como si los guionistas quisieran que el público pudiera despedirse de ella con tiempo, sin traumas. Sin embargo, esa apuesta dramática no oculta el déficit que la producción de Showtime arrastra desde el principio: todas las subtramas relacionadas con Micky (John Voigt), Bunchy (Dash Mihok) o los hijos del matrimonio Donovan son de puro inverosímiles. Nadie en su sano juicio puede creerse que liquiden a unos mafiosos armenios, que la hija vaya diciendo abiertamente que su padre comete crímenes o que, a estas alturas, observando sus estúpidos comportamientos y con quien se relacionan, sigan vivos (atentos a cómo Bunchy ‘pierde’ un millón de dólares en esta temporada). Pero ahí seguimos, porque esta mezcla de Tony Soprano y el Señor Lobo nos enternece y nos aterra. Y porque sale Susan Sarandon. Eso también.
4. La doble liga de los hombres extraordinarios
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The Strain (Guillermo del Toro & Chuck Hogan, 2014-2017) está a punto de llegar a su fin tras cuatro temporadas. Basada en la Trilogía de la Oscuridad escrita por los propios creadores de la serie, mezcla con habilidad referentes procedentes del terror y la ciencia-ficción para acabar creando un relato de vampiros de corte apocalíptico. Como sucede en la obra del realizador mexicano, detrás de una apariencia ligera y de su pasión por los géneros, se esconden lecturas ideológicas nada desdeñables (Trump y su muro, el mestizaje, la segregación, el auge de nuevos totalitarismo tan parecidos a los viejos, el poder de las grandes corporaciones, la amenaza nuclear…), ideas argumentales brillantes (el vampirismo como epidemia vírica, enfrentado como amenaza biológica y como mal sobrenatural) y chispazos visuales siempre llamativos (los cambios fisionómicos que se introducen en la figura del vampiro). Una serie inequívocamente B (Drácula, El Santo y George A. Romero conviven junto con otras muchas referencias), disfrutable como pocas, que promete una lucha final entre el bien y el mal que no dejara indiferentes a sus seguidores.
Y si en The Strain, obligados por la necesidad, se forma un comando que se arroga la misión de salvar a la tierra de El Amo y su ejército de strigoi, en The Defenders, la sección televisiva de ‘La casa de las ideas’ junta a los cuatro superhéroes con serie propia en Netflix para formar un póker de justicieros dispuestos a acabar con La Mano, esa organización siniestra cuyo rostro visible es el de Sigourney Weaver. Más sintética que las teleseries individuales -que pecaban de un alargamiento que en Iron Fist ya se hacía insostenible- la producción comandada por Marco Ramirez sutura con inteligencia los diferentes tonos (fotografía, música, encuadres) que marcaban cada serie hasta que, en el tercer episodio, reúne por primera vez a este escuadrón homicida (por más que sean los buenos) formado por Daredevil (Charlie Cox), Jessica Jones (Krysten Ritter), Luke Cage (Mike Colter) e Iron Fist (Finn Jones). Es cierto que la serie se esfuerza por acercarse a la estética del cómic en muchísimos momentos -solo hay que ver composiciones visuales como el diálogo en la cafetería entre Matt Murdock y Karen Page (Deborah Ann Wall) – pero, al mismo tiempo, se decanta por un montaje cinético en el que la velocidad devora la nitidez -y lo que es peor, la intencionalidad- que hay detrás de determinados encuadres. Fenómeno que es aplicable a todo el conjunto, tal y como apunta el crítico Miguel Ángel Oeste: “La tendencia de la puesta en escena es la de hacerse notar, se trate de coreografías de peleas o de diálogos o incluso de escenas de transición. Estas tendencias a usar determinados planos en las secuencias de acción fuerzan el ojo humano, que lejos de provocar la atracción (…), provocan lo contrario”.
Ahora bien, a pesar de los desajustes, este crossover de Marvel funciona mejor que las dos entregas anteriores (Luke Cage, Iron Fist) y brilla más cuando rebaja su voluntad de trascendencia y se entrega a un humor irónico propio de la serie B.
6. No, no es un despiste
Seguro que algunos os estaréis preguntando por una par de ausencias. Pero hay muchas series, el tiempo es finito y las filias y las fobias de cada uno influyen a la hora de seleccionar. Solo puede decir que de la cuarta temporada de Halt and Catch Fire (Christopher Cantwell y Christopher C. Rogers, 2014-?)) y de la segunda de Top of the Lake (Jane Campion & Ariel Kleiman, 2017) hablaremos largo y tendido en sendos post. Así que ya saben: stay tuned.