En plan serie por Enric Albero

Bridge & Chris. SMILF (y I love Dick)

26 enero, 2018 10:01

Bridgette Bird (Frankie Shaw) es una mujer. Bridgette Bird es madre soltera. Bridgette Bird es pobre. Y por si no fuera suficiente con esta santísima trinidad de contratiempos, además padece un trastorno alimenticio y tiene una familia a la que el adjetivo disfuncional le quedaría glamuroso: su ex se acaba de rehabilitar de su adicción al alcohol y ha rehecho su vida –es un decir- con una joven presentadora de televisión y su madre, a la que la depresión acecha desde cada esquina de su casa, convive con un señor que caga en una bolsa.

SMILF es una suerte de diario ficcional –la cámara al hombro, casi pegada a la piel de los personajes- sobre las prosaicas desventuras de una joven baqueteada por la vida en uno de los barrios menos favorecidos de una ciudad ya de por sí dura como Boston. Un vía crucis existencial que obra el milagro de convertir el sueño americano en una mezcla de monólogo mordaz y cuento de Richard Matheson, sin resultar dogmático ni didáctico (aquí ningún personaje es ejemplo de nada). Pero, un momento, volvamos al principio.

https://www.youtube.com/watch?v=bg8lF5n1W7k

Bridgette Bird es una mujer:

“Espectador: -Esta película no puede ser buena para niños.

Bridgette: -Es peor para las mujeres, siempre las quieren matar.”

SMILF describe sin cortapisas ni mojigatería un conjunto de realidades desconocidas para la mayoría de esa mitad de la gente en la que me encuentro (me refiero a esos que llaman señores). Frankie Shaw habla (y muestra) con naturalidad de temas como la masturbación, las fantasías sexuales femeninas, la sororidad, los roles asignados en función del género (el arranque del capítulo 3), la ruptura de las convenciones asociadas a la belleza, al cuerpo y a la moda (desde la necesidad de autoafirmación a la incomodidad de llevar tacones) o la violación y los abusos sexuales.

Aquí la nueva novia del ex marido no es una enemiga, sino alguien en quien apoyarse. Aquí se denuncia que, si hay un cámara delante, las mujeres solo pueden ser a) presentadoras buenorras y tontas; b) actrices que se desnudan o c) estrellas del porno dispuestas a satisfacer los gustos más extraños de su masculina audiencia. Aquí salen cuerpos jóvenes y cuerpos maduros, tías flacas y señoras obesas, jóvenes con moratones en las caderas y viejas desteñidas. Esto no es Big Little Lies: aquí sale gente normal. Mujeres que ven porno o que blasfeman sin complejos sobre la inmaculada concepción de la Virgen María; mujeres ‘reales’.

Bridgette Bird es una madre soltera:

“Bridgette: - ¿Crees que soy mala madre porque mi hijo me parezca aburrido?”

SMILF es como abrir la ventana esperando que una suave brisa ventile una vieja biblioteca que huele a cerrado y que llegue el huracán Frankie y arrase con cualquier rastro de ranciedad. Principalmente, porque ofrece una visión heterodoxa de la maternidad. Para Bridgette ser madre no es suficiente: “necesito algo para mí”. Tener un hijo no debería suponer renunciar por completo a otras facetas de la vida como salir, jugar al baloncesto o, simplemente, querer estar sola un rato para poder ir al cine. La serie también habla de las secuelas que el alumbramiento: cambios físicos (¿es mi vagina normal?), descenso en la frecuencia de relaciones sexuales y sentimentales o la dificultad extrema para conciliar la vida familiar y la laboral, entre otras. Cerremos este epígrafe con una sentencia antológica que ejemplifica la radical aproximación que SMILF propone sobre este asunto: “Todas las madres se quieren suicidar”.

Bridgette Bird es pobre:

“Miguel: - A este país no le importan los pobres”

SMILF es una serie con conciencia de clase. Bridgette –a estas alturas creo que ya podemos llamarla Bridge– vive un apartamento minúsculo, así que para acostarse con alguien en su casa o bien se mete en el baño, o bien tiene que ‘compartir’ cama con su hijo. Aunque eso deja de ser un problema en el tercer episodio, cuando no puede pagar el alquiler y se ve obligada a alojarse en casa de su amiga Eliza (Raven Goodwin). No sé en cuantas series habréis visto a una protagonista que ni si quiera tiene dinero para coger el bus… El problema es que, con el pequeño Larry (Bird) a cuestas tampoco puede encontrar curro: no puede trabajar a jornada completa porque no tiene con quien dejar a su hijo tantas horas y el resto de ofertas que aparecen son entre deleznables y delirantes (el gag de la prostitución es una genialidad). Así que, básicamente, labura en lo que le surge, aunque su principal y escasa fuente de ingresos es dar clase a los hijos de una rica familia bostoniana. Y ahí Shaw pone toda la carne en el asador: Bridge más que ejercer como institutriz se dedica a hacer los deberes de los chavales (la hija es la única que se vale por sí misma) y no solo eso, también se encargó del trabajo que permitió que el primogénito accediera a Harvard. Es decir, es más inteligente y está más preparada que aquellos que tendrán la mejor educación posible simplemente porque tienen dinero.

El repaso a los ‘problemas de clase’ no se queda ahí: en el segundo episodio le da caña al sistema sanitario (le es imposible llevar a su hijo al médico); muestra, de manera continuada, la naturalidad con la que las clases dominantes disponen de los menos favorecidos a su antojo (el trato al servicio); la lotería aparece una y otra vez como la única tabla de salvación a la que aferrarse y la dieta que siguen los personajes (¿acaso pueden permitirse otra?) parece sacada de una fantasía gastronómica de Homer Simpson. Los diálogos están escritos por un boxeador que solo entiende la retórica de los puños: son como uppercuts directos a la mandíbula: 1) “si puedo sobrevivir a este presidente puedo hacer cualquier cosa”; 2) “la idea romántica de América no existe” y 3) “somos un centro comercial gigante”.

Bridge Bird es una mujer violada.

“Bridgette: -Mi padre abusó sexualmente de mí, eso provoca estrés postraumático… Así que supongo que sí, he estado en una guerra. 

Responsable de casting: -Mi hermana fue violada en la universidad. La dejó destrozada.

Bridgette: -¿Lo ves? Entonces lo entiendes. Dios mío, estoy tan feliz”.

Así termina el episodio piloto de la serie que en España emite Movistar +. La felicidad expresada por Bridge no está tan relacionada con la consecución de un papel como con que su interlocutor haya comprendido la situación que ella (y tantas otras) vive. Esta secuencia está directamente conectada con el arranque del octavo y último capítulo, en el que el genérico inicial es substituido por unos créditos idénticos a los de las películas de Woody Allen. Tras el título de la serie, aparece la siguiente cita del director de Manhattan: “El amor quiere lo que quiere. Esas cosas no tienen lógica”. Inmediatamente, hay un fundido a negro y sin que aparezca imagen alguna se oye la voz de una niña que dice: “mi padre me ha tocado la vagina”. Después veremos que es Bridge con 7 años, llamando desde la consulta de su psicóloga a familiares y amigos para contarles lo que le ha hecho su progenitor. Su terapeuta explica que,

para que las víctimas puedan volver a la normalidad es necesario que cuenten su experiencia (justo lo que hace Bridgette en el piloto).

SMILF no es una serie ambivalente. Frankie Shaw se moja y vincula un caso de abuso infantil con la figura de Allen, de nuevo en las portadas por las reiteradas acusaciones de su hija Dylan (un caso, dicho sea de paso, atravesado por una oscura línea de sombra). Ahora bien, la lectura es mucho menos clara si se presta atención a lo que sucede en el episodio. Bridgette decide contactar con su padre a través de Tinder para decirle a la cara lo que piensa de él y contarle el infierno por el que le ha hecho pasar. Lo que sucede es que, cuando lo encuentra y consigue su propósito, el tipo con el que se descarga resulta no ser quien ella pensaba. ¿Un aviso para no confundir la denuncia con la caza de brujas? En SMILF nada es tan obvio como parece.

Se puede pasar del caso Allen al caso Weinstein (o al #metoo o al #timesup) sin salir de la serie. El tercer episodio es de los que dejan huella. Lo explica muy bien la profesora de la Carlos III y autora del imprescindible ‘La cultura de las series’, Concepción Cascajosa, en este artículo del que hurto este largo extracto: “El tercer capítulo, “Half a Sheet Cake & A Blue-Raspberry Slushie”, trata de los esfuerzos de Bridge por conseguir un dinero extra, lo que le lleva a aceptar un encuentro amistoso con un hombre a cambio de 300 dólares. El hombre en cuestión resulta amable y comprensivo, y Bridge comienza a fantasear con la posibilidad de un amor romántico sacado de una fantasía de Disney. Sin embargo, cuando aprovechando el clima de confianza Bridge siente cómo le mete la mano en la entrepierna, su rostro refleja en apenas unos segundo sorpresa, decepción e ira. Y su reacción no puede ser más contundente.  Emitido a final del mes de noviembre, en plena emergencia del movimiento #MeToo, “Half a Sheet Cake & A Blue-Raspberry Slushie” fue un nuevo ejemplo de la capacidad de la ficción televisiva para reflejar de forma inmediata el aire de los tiempos. Y, en este caso, de hacerlo de una forma especialmente aguda. Imaginad por un momento a las actrices víctimas de Harvey Weinstein: ricas, populares y en algunos casos descendientes de la realeza de Hollywood. Y a pesar de ello, condenadas al silencio. Ahora imaginad el margen de acción ante el acoso de una mujer pobre que saca a su familia adelante con un trabajo mal pagado que tardó muchos meses en encontrar. SMILF hace comedia de la tragedia”.

No obstante, esa escena antológica no es la única que refleja ese tipo de situaciones a lo largo de la serie. De manera más sutil pero igualmente cruda, Ally (Connie Britton), la madre de esos niños pijos a los que Bridge educa, le ofrece hacer un trío con su marido a cambio de dinero (anteriormente le ha confesado que es lesbiana). En los dos casos aparece, una vez más, el ‘problema de clase’: el dinero y el estatus social (que da el dinero) como instrumento de poder sobre el otro.

Sin embargo, y a pesar de su voluntad crítica, SMILF está lejos de ser un panfleto. Sobre todo porque mira con ternura a todos sus personajes y los carga de complejidad. No hay maniqueísmo alguno. Todos ellos, sin importar su condición, parecen envueltos por un halo de fragilidad, como si pudieran romperse en el paso de una secuencia a otra. Aly (Connie Britton), algo así como la cara B de Laura Dern en Big Little Lies, es una señora rica que finge ir a yoga para esconderse en su coche a batir el record guiness de comer hamburguesas. Tutu (una Rosie O’Donell que te destroza) vive atrapada en su bipolaridad, tratando de recuperar un pasado que resulta no ser lo que esperaba (vivir hacia atrás es imposible) e intentando fabricarse una nueva vida, esa vida que venden los centros comerciales cuya magia se evapora cuando sus puertas se cierran detrás de ti y en la intemperie de la calle te das cuenta de que la realidad y la publicidad son cosas distintas. Por eso el “no tengo ni idea de que estoy haciendo” es la frase que mejor resume toda esta sucesión de vacilaciones, arrebatos y arbitrariedades que es SMILF.

Desde un punto de vista estilístico, Shaw maneja con solvencia la cámara al hombro, juega muy bien con la iluminación cuando busca capturar un momento íntimo y utiliza el soundtrack de manera humorística (por ejemplo: suena la canción Tomboy (marimacho) mientras ella se masturba viendo fotos de la nueva novia de su ex). Pero hay más marcas de estilo, desde los eslóganes de las camisetas (atención a la crítica al sistema penitenciario en el segundo capítulo), a las citas al musical como género propio de la ensoñación que siempre desembocan en un desastre. La guionista, directora y actriz logra encapsular la emoción en no pocas secuencias –la ducha del episodio séptimo o la lectura de la carta- y demuestra una habilidad sobrecogedora para hacer humor con temas tan peliagudos como los abusos a menores sin perder la elegancia ni caer en el sensacionalismo. Toda una conquista.

Hacia una nueva historia

Series como SMILF ayudan a revolucionar el panorama (y no solo el audiovisual). La introducción de nuevos referentes obliga a repensar cómo y quién nos ha contado la historia hasta ahora. En la serie de Frankie Shaw la referencia mitológica es Medea, la literaria Charlotte Brontë (concretamente Jane Eyre), la deportiva Jennifer Azzi (ex jugadora de baloncesto), la seriéfila Scandal y la cinematográfica Corre, Lola, Corre, la película de Tom Twyker protagonizada por Franka Potente a la que se alude explícitamente en el quinto capítulo (también hay un guiño entre irónico y paródico a Thelma & Louise). La apelación a esos nombres (y a otros como el de Carrie Fisher, por ejemplo) forma parte de una operación de mayor hondura que consiste en reivindicar el papel que ha tenido la mujer a lo largo de la historia. La revisión de la fundación de un deporte como el baloncesto, el desmontaje de clichés del tipo “para ser fuerte una mujer tiene que parecerse a un hombre” y la denuncia de que hay un montón de peligros a los que el 50% de la población se enfrenta solo por ser mujer (“no salgas tarde, sabes que no puedes”; “ten cuidado en la calle”), así lo demuestran.

Y en ese sentido, la serie de Shaw no está sola. Ya dije en su día que no iba a hablar de I love Dick, pero me resulta pertinente citar la obra de Jill Soloway porque también se expresa en los mismos términos discursivos, si bien desde una posición social superior, la de los artistas. Sea como fuere, y al igual que en SMILF, se parte del trabajo previo de Chris Krause (interpretada por Kathryn Hahn) para construir una reflexión sobre qué es ser mujer aquí y ahora, revierte el concepto de mujer-objeto, muestra sin tapujos ni condescendencia temáticas puramente femeninas (la sangre menstrual, por ejemplo), elabora una enciclopedia de cineastas femeninas por muchos desconocidas (de Chantal Ackerman a Maya Deren, pasando por Cheryl Donegan o Carolee Schneeman, entre otras) y, en definitiva, coloca a la mujer como centro de un relato que se teje en torno a ella y desde ella, con sus pasiones, sus miedos, sus deseos y sus dudas.

Estamos frente a una generación de mujeres que tiene muy claro qué quiere contar y que no quiere intermediarios para hacerlo (el final de la serie de Showtime predica con el ejemplo de que la unión hace la fuerza). De hecho, las conexiones entre SMILF y I love Dick van más allá de lo temático. Tal y como explica Frankie Shaw en una entrevista concedida a Variety, fue la propia Soloway la que la llamó para decirle: “no dejes que te aparten de la dirección del piloto. Pídeles que lo pongan en tu contrato”. Una señal más de que las cosas están cambiando, así que para no perder detalle, ya saben: stay tuned.

Image: Ansiedad

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