Geometrías del mal
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La figura geométrica que define la tercera temporada de Gomorra es el círculo. Redonda es la mesa en la que los capos de la Camorra ordenan el futuro de Nápoles y circular la historia de los mafiosi, en la que los nombres cambian pero las dinámicas se repiten una y otra vez: como en el símbolo del Ouroboros, el final siempre es el principio.
En McMafia la línea de un gráfico y la recta que une las diferentes latitudes que conforman un trayecto son la misma cosa. El negocio del narcotráfico a nivel global se entiende –y se explica- como un informe bursátil y como un negocio de import/export convencional. Los índices contables y el libro de ruta de un bisnes oscuro como el alma de un usurero forman parte de la misma colección.
Si Gomorra sigue desarticulando el funcionamiento de los clanes napolitanos a nivel local (sin olvidar sus conexiones exteriores); McMafia es como cursar un MBA impartido por la versión moderna de Tom Hagen. Hermanadas por la cocaína, las dos realizan una aproximación narrativa y estética muy diferente, pero complementaria, al mundo del hampa.
Mi gusto por el saltimbocca y la pasión desaforada que siento por los vinos piamonteses no me facultan para leer en el idioma de Lampedusa, así que para estar informado de asuntos mafiosos siempre recurro a Iñigo Domínguez, un periodista con conocimiento de causa, didáctico en el mejor sentido de la palabra y muy alejado de ese nuevo modelo de gacetillero que prefiere las relaciones públicas al levantamiento de ampollas. El pasado mes de enero publicó en Jot Down una entrevista a Roberto Saviano, autor de Gomorra (la novela) e iniciador, creo que muy a su pesar, de un nuevo ciclo de ‘ficciones’ alrededor del fenómeno mafioso (Gomorra la película, Gomorra la serie; ahora Suburra, la película y la serie, etc.). En esa charla a propósito del último libro del escritor transalpino, La banda de los niños, Saviano dice: “El problema es vivir, no morir. Eso es una cosa que pensamos nosotros. Los falangistas también gritaban: «¡Viva la muerte!». La vida es un coñazo sin fin, morir es cojonudo. El trabajo, escuchar a tu madre, un estrés infinito… Ellos lo viven con esta ligereza, cuando llega el momento tienen el terror del instinto… Cuando he entrevistado a los supervivientes, a los que no han muerto, me preguntan la edad, digo que treinta y ocho, y se ríen, me dicen que soy un viejo de mierda. No eres nadie. Ellos mueren asesinados a los veintiuno, a los veinticinco… Tienen esta obsesión con el límite”.
Este extracto ayuda a entender la tercera temporada de Gomorra, que será recordada como la de la fulgurante aparición de Enzo ‘Sangue Blu’ (Arturo Muselli). De un lado, la serie sigue fiel a sus códigos: su aproximación neorrealista a la urbe en toda su extensión, con esa visión panóptica de la ciudad (vemos toda Nápoles, la que ve el niño que vive en Secondigliano y la que ve el turista que baja del último crucero); la descripción detallada de la lógica que rige el comportamiento criminal; la música de Mokadelic que enrarece el ambiente; la institucionalización de la Camorra, que se impone como un elemento vertebrador de la sociedad con influencia a todos los niveles (político, empresarial, etc.); la narración asfixiante, repleta de vaivenes, dominada por la incertidumbre y la desconfianza que reinan en un mundo en el que el concepto esperanza de vida carece de sentido.
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Del otro, asistimos a una renovación de personajes. Señala el propio Saviano que ya no hay capos como los de antes (longevos), que ahora alcanzar la treintena es un logro o una decepción, según se mire. El relevo generacional se produce cada vez más pronto y es cada vez más abrupto y ahí Gomorra da en el clavo. La tercera entrega, que se puede ver a través de Sky España, es susceptible de ser dividida en dos bloques. El primero narra el intento de ascenso de Gennaro ‘Genny’ Savastano (Salvatore Esposito) a la cúspide de la organización y su vertiginosa caída, y el segundo, la tentativa por recuperar ese estatus que le fue usurpado repentinamente tras rozarlo con la punta de los dedos. Esas dos partes ofrecen dos ritmos narrativos distintos. Durante los cinco primeros episodios uno cree estar montado en un tren bala. Suceden muchas cosas en muy poco tiempo. En la segunda todo es más pausado, menos elíptico y más explicativo (eso sí, la tensión no baja a no ser que te mediques).
Gennaro, un recuperado Ciro di Marzio (Marco d’Amore) y su nuevo ‘hipsteraliado’, Sangue Blu, están dispuestos a birlarle el control del centro de la ciudad a las grandes familias, representadas por esa aristocracia mafiosa que son I Confederati, con el veterano Don Ruggero O’Stregone (Carlo Cerciello) y Edoardo Arenella O’Sciarmant (Pasquale Esposito) al frente. Todo ese proceso sustitutivo hace de esta tercera entrega la más abyecta de las tres temporadas de Gomorra. La escalada de degradación es tal que cualquiera (un bebé) se convierte en un elemento con el que negociar incluso entre suegros y yernos o padres e hijas. Se deja de respetar cualquier código de honor, se asesina a las hermanas de tus socios para lograr un objetivo, se traiciona de manera continuada a los superiores, se aniquila a cualquiera que se interponga entre uno y su propósito… Las nuevas generaciones representadas por Sangue Blu responden a ese arquetipo de joven mafioso descrito por Saviano: actúan por instinto, están dispuestos a hacer saltar la banca en el menor tiempo posible, les importa poco morir jóvenes y, eso sí, se preocupan mucho porque su sangre perviva a través de sus herederos.
Por cierto, la serie de Sky también ha dado un giro femenino. Patrizia (Cristiana Dell’Anna), antigua correveidile de Pietro Savastano (Fortunato Cerlino), se convierte en la mano derecha de Annalisa ‘Scianel’ Magliocca (Cristina Donadio) y a su vez ejerce como correa de transmisión de Genny con el resto de capos. Su función de bisagra la convierte en el comodín de esta baraja en la que solo hay sotas de bastos. Patrí va transformándose poco a poco, de una chica que no quería saber nada de aquella gente pasa a ser una pieza clave del engranaje. En una organización exclusivamente masculina, en la que la mujer queda relegada al papel de acompañante (en todas sus acepciones), las que quieren meter baza se ven obligadas a jugar con las mismas armas: Patrizia, además de manejarse con una pistola, demuestra ser mucho más inteligente que el resto.
En los primeros compases de esta 3T, Gomorra es más global que local. Ciro regresa de Bulgaria; Gennaro ‘arregla’ sus negocios con sus proveedores hondureños y vemos, de manera fugaz, cómo funciona su red de distribución. McMafia nos desmenuza todo ese entramado desde una perspectiva económica, poniendo el foco en el departamento de gestión y no en el de ‘cobros’.
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Alex Godman (James Norton) es hijo de exiliados rusos en Londres. Su padre, que ahora bebe vodka como si fuera agua (literalmente), tuvo que elegir entre un adosado en un cementerio de Moscú o una lujosa casa en la city. Se me olvidó mencionar un detalle: era mafioso. Pero Alex no lo es. Alex es un tipo bien educado, mejor vestido y felizmente emparejado con Rebecca (Juliet Rylance), con la que está a punto de casarse. Maneja fondos de inversión, vive de manera acomodada y el pasado familiar no le quita el sueño. Sin embargo, en todas las familias hay una oveja negra. En este caso, más que negra, es calva. El tío Boris (David Dencik), quiere reverdecer viejos laureles y devolver a sus congéneres al lugar que merecen, solo que su operación no sale del todo bien, lo que le cuesta la calva y poner en peligro a hermanos, cuñadas, sobrinos y sobrinas. Así que sin comerlo ni beberlo, el bueno de Alex tiene que meterse en negocios más sucios que un pantano de Chernóbil (por cierto su apellido se presta a un interesante juego lingüístico: God-man, dios hombre; Good-man, buen hombre; Alex empezará siendo lo segundo para convertirse en lo primero).
La serie dirigida por James Watkins puede verse como un informe del funcionamiento del mercado global del narcotráfico: redes de distribución, puntos estratégicos, canales de acceso, etc. Aunque se obliga a bajar al barro para ver las consecuencias ‘físicas’ del negocio, McMafia es una serie de despachos. Si Gomorra podía mirarse en Las manos sobre la ciudad (Francesco Rosi, 1963), esta producción de la BBC está más cerca de The International (Tom Twyker, 2009). Se habla de inversiones, contratos, acuerdos y transacciones. Vemos barcos, camiones, depósitos… Seguimos el trayecto del producto y se nos ofrece el mapa del negocio y las conexiones que lo hacen posible a todos los niveles (ojo, que el mismo modus operandi vale para contrabandear con mujeres: ese bloque es, tal vez, el más espeluznante de la serie). Si en lugar de cocaína estuviéramos hablando de plátanos, no pasaría nada… O puede que sí. Porque está ficción, inspirada en un libro homónimo obra de Misha Glenny, apunta que esas estrategias mercadotécnicas que sirven para ocultar a una organización criminal son las mismas que emplean las grandes empresas. El banquero y el narco son dos caras de la misma moneda, por eso a Alex no le cuesta apenas dar el salto: controlar la producción mundial de trigo y disponer de ella en función de los beneficios también es otra manera de apretar el gatillo (y eso lo hacen determinados fondos de inversión).
La serie creada por Hossein Amini y el propio Watkins ofrece una visión determinista de un mundo dominado por la economía, lo mismo da que hablemos de drogas que de móviles, en las que el profit es lo único que importa, una tendencia que desemboca en la deshumanización del individuo. La renuncia final de Alex Godman a cualquier vínculo emocional no hace sino reflejar una sintomatología propia de esos ejecutivos workaholics que se despegan de la realidad más inmediata para establecerse en un plano existencial alternativo en el que todo se explica por el éxito (al que conduce el trabajo) y en el que el fin siempre justifica los medios. La evolución de Godman, y de la mayoría de los personajes fuertes de la serie, es lo mejor de McMafia. En su parte central hay subtramas creadas para hinchar el argumento principal, como si alcanzar los ocho episodios fueran un objetivo irrenunciable (la aventura del padre; la odisea de la chica de compañía…), pero la teleserie que en España emite Amazon Prime Video funciona como imagen topográfica de esta epidemia global consentida. De hecho, es tan fidedigna que incluso el jefe anticorrupción del gobierno británico, John Penrose, la ha acusado de aumentar las prácticas fraudulentas (!).
Como sucede con todas las ficciones tejidas alrededor del crimen organizado, esa tensión entre la repugnancia y la atracción (una fascinación que quizá se produzca porque como dice Saviano: “La mafia es nuestra vida sin fingir”) también está presente en Gomorra y McMafia, dos series unidas por una línea invisible, dos acercamientos al crimen organizado que señalan la dificultad que existe para romper un círculo vicioso cuyos beneficios son demasiado apetecibles como para no poder cargar con unas cuantas muertes a la espalda.