En plan serie por Enric Albero

'Gigantes'. Nuestros hijos de puta

28 septiembre, 2018 09:23

Gigantes: Tráiler largo | Movistar+

Enrique Urbizu tiene el cine en la cabeza. Sí, he dicho cine. Y sí, he escrito EL cine, porque la mente del realizador vasco parece contener toda la historia que rodea al invento de los hermanos Lumière. Gigantes, estrenada ayer mismo en el Festival de San Sebastián, nueva evidencia de su maestría, supone una de las grandes conquistas formales de la televisión española -a la altura de Historias para no dormir (Narciso Ibáñez Serrador, 1966-1982) y Crematorio (Jorge Sánchez-Cabezudo, 2011)- además de elevarse como una muestra de depuración estilística que suma al profundo conocimiento que del lenguaje audiovisual tiene Urbizu un alejamiento del realismo que transmuta en una estilización de renovadora fuerza.

La nueva serie de Movistar +, que se estrenará el 5 de octubre, cuenta la historia de los Guerrero, una familia acaudillada por Abraham (José Coronado), el patriarca que, desde Madrid, controla una red que se dedica al tráfico de cocaína, la extorsión y, si es menester, el asesinato. Siguiendo esa pedagogía que obligaba a aprender lecciones a base de golpes, a que las letras y los labios sangraran y la autoridad y el miedo se confundieran, Abraham se encargó de la educación de tres hijos cuyo modelo ejemplar de conducta bien podría ser el Tommy DeVito (Joe Pesci) de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990). Gigantes es, en suma, una lucha fratricida por el poder y un relato sobre la transmisión de la violencia de generación en generación, el legado de una herencia oscura e ineluctable que pasa de padres a hijos.

A partir de una idea original de Manolo Gancedo, desarrollada primero por Miguel Barros (Blackthorne, Nadie quiere la noche) en forma de largometraje y, posteriormente, transformada en serie televisiva en colaboración con Michel Gaztambide, guionista habitual de Urbizu, Gigantes posee un andamiaje escritural un tanto particular puesto en imágenes por el director de Tu novia está loca (1988) y por Jorge Dorado (Mindscape), encargado de los tres últimos episodios. Sus creadores han explicado en reiteradas ocasiones que su método de trabajo no ha variado en función del medio; esto es, han escrito la serie de la misma manera que escriben sus largos (Urbizu toma parte activa en la fase de escritura, aunque no figure en los créditos). De hecho, tal y como reconoce el cineasta vizcaíno en una entrevista publicada en el número 74 de Caimán Cuadernos de Cine, la gran pelea con la cadena fue que la serie estuviera escrita “sin diseño de arco de tramas, sin dibujo previo de arco de personajes (…) Aquí, desde el principio, íbamos viendo a dónde nos llevaba cada capítulo”. De hecho, los dos primeros episodios forman una suerte de díptico que, a partir del capítulo tercero (‘Confluencias’) se abre a nuevas tramas y personajes que no aparecían anteriormente. La teleficción, que antes de su estreno ya ha renovado para una segunda temporada que el director bilbaíno acaba de rodar esta vez en solitario, rompe algunos esquemas y vuelve a abrir el debate cine vs. series en el que no voy a entrar (soy partidario de ir caso por caso, asumiendo que existen un pequeño porcentaje de series cuyo lenguaje asimila recursos formales y narrativos del cine y que también hay un determinado tipo de películas que ponen en funcionamiento mecanismos propios de la serialidad).

Cuando hablo de las particularidades del guion (o de los guiones) me refiero, sobre todo, a dos cuestiones. La primera estaría relacionada con la ruptura de la empatía. En Gigantes es prácticamente imposible identificarse con los protagonistas. Salvo Clemente (Carlos Librado), el hermano pequeño, el resto de la familia Guerrero tiene la maldad enquistada en su ADN. Violentos, corruptos, machistas, racistas… La codicia (“no tenéis límite”) y la crueldad no hallan ningún contrapeso emocional ni psicológico: aquí no hay patos ni hijos que representen la escasa humanidad que por momentos dejaba entrever Tony Soprano (James Gandolfini) o incluso el Pablo Escobar (Wagner Moura) de Narcos. Abraham Guerrero es un ser inmoral, una destilación superior del último Walter White (Bryan Cranston); su primogénito Daniel (Isak Férriz) parece extraído de una versión castiza de Pusher (Nicholas Winding Refn, 1996) y el mediano, Tomás (Daniel Grao) podría jugar al mus con Michael Corleone (Al Pacino). Ya les he dicho que son unos hijos de puta y, como tales, no tienen lado bueno.

La segunda cuestión está relacionada con la fe que la serie deposita en la audiencia. Gigantes está repleta de elipsis, dentro de cada episodio y entre un capítulo y el siguiente. Eso requiere de un público atento, capaz de añadir la información omitida y de establecer lazos relacionales entre una situación y la que la sucede. Y eso no es habitual en la ficción española actual, en la que lo explicativo abunda. Aquí no se lleva al espectador de la mano, se asume que es un ente activo, capaz de ver y de comprender lo que se le muestra y de sacar sus propias conclusiones sin necesidad de subrayárselas con un ‘fosfi’ color verde saltamontes (el rotulador fosforescente del audiovisual suele ser la música; si es amarillo, es el inserto).

Con esto no quiero decir que Gigantes sea una película de seis capítulos ni zarandajas por el estilo. Es cierto que a sus dos primeros episodios se le podía haber añadido un tercero a modo de clausura -el padre, los hijos, la nieta- pero a partir de ‘Confluencias’ la serie se vuelve más serial, valga la redundancia, por más que la construcción de personajes, la dificultad para establecer lazos afectivos con ellos, los finales abruptos y las elisiones, se aparten de las convenciones televisivas dominantes. El uso del formato anamórfico (2:35:1) y la planificación también la aproximan al cine, pero, por encima de todo, prolongan las constantes autorales del propio Urbizu.

Cuestión de estilo

Foto: Emilio Pereda

En sus más recientes acercamientos al cine negro, el director de la no menos oscura y muy reivindicable Todo por la pasta (1991) practicaba una pedagogía sobre la contemporaneidad criminal de la España que nos ha tocado en suerte. La caja 507 (2002) revelaba el asentamiento de miembros de la cosa nostra en la Costa del Sol y su infiltración en la economía nacional mediante el uso de testaferros y empresas tapadera relacionadas con el sector de la construcción, sin olvidar las estrechas relaciones con grupos inversores cuyos intereses iban desde la promoción de viviendas hasta los bancos, pasando por los medios de comunicación. La frase si te metes una raya, lo mismo estás financiando el terrorismo islamista bien podría resumir No habrá paz para los malvados (2011), título que venía a meter el dedo en una llaga a la que, tras los atentados del 11-M (cuyo sumario Urbizu y Gaztambide estudiaron al dedillo), nadie había osado acercarse. Gigantes, aunque de otro modo, desarrolla un nuevo epígrafe de esa crónica negra: aquí se nos habla de un estado paralelo en el que jueces, responsables políticos y miembros del CNI y de las unidades contra la corrupción y los delitos financieros, mantienen relaciones directas con organizaciones delictivas como la de los Guerrero. Esa entente les procura un beneficio mutuo y de ella nacen unas conexiones que unen el narcotráfico con el blanqueo de dinero a través del mundo del arte; al tesorero de un partido político con la administración de finanzas de un conglomerado criminal; a altos funcionarios de inteligencia con los gestores de la mafia y con los medios… Las implicaciones de todo lo mostrado pondrían a temblar al mismísimo Jason Statham (lo del submundo nazi que germina en los colegios pijos lo dejamos para la segunda temporada).

A ese curso de historia nacional de la infamia se le adjuntaba una gramática perfectamente reconocible: una concisión narrativa heredera del clasicismo, unida a un borrado de los diálogos explicativos y al uso constante de las elipsis; el dominio de la duración de los planos, ‘afeitados’ en la sala de montaje siempre en el momento justo, cuando ya han proporcionado toda la información/emoción y evitando que caigan en la reiteración/sentimentalismo; la siembra de rimas visuales; las set-pieces casi mudas o la preferencia por protagonistas de corte crepuscular y parcos en palabras, … Todos ellos son tropos sintomáticos del Urbizu más reciente (en la siguiente entrevista concedida al canal TCM explica algunas de estas cuestiones).

Enrique Urbizu | Entrevistas TCM | TCM

Sin embargo, y sin abandonar esos rasgos de autoría, en Gigantes se produce una estilización de la puesta en escena directamente relacionada con un universo de carácter mitológico -Abraham, figura sacrificial por antonomasia del Antiguo Testamento- cuya construcción se aparta del realismo que marcaba sus anteriores noirs. Aquí, además de la eficiencia expositiva de Fritz Lang, del conductismo fibroso que rige la lógica que encadena los planos y las acciones en los filmes de un cineasta como Phil Karlson -ése cine en el que no sobra nada- o el fatalismo de unos personajes que, como Santos Trinidad, luchan contra su segura extinción (Melville, Peckinpah), también hay una mirada directa a la obra de directores como Vincente Minelli -imposible no pensar en la relación padre/hijo de Con él llegó en escándalo, por no hablar de esas comidas familiares- o Sergio Leone, del que Urbizu incorpora su particular sentido del tempo y de cuyo espíritu parece haberse imbuido en la construcción de algunas secuencias: es lógico recordar Hasta que llegó su hora (1968) cuando arranca la secuencia situada en el poblado gitano que se abre con el primer plano de los ojos de un niña y que termina, en fin, ya verán cómo termina y se explicarán porqué comienza con esa mirada. El film noir, el melodrama y el wéstern se entreveran en el seno de una serie -en toda la secuencia del enclave chabolista está, también, Grupo Salvaje (Sam Peckinpah, 1969)- cuyos referentes no solo no le restan organicidad sino que parecen haber sido convocados como prueba del alcance de un estadio evolutivo superior que procesa unas tradiciones fílmicas concretas para devolvérnoslas transformadas en un lenguaje nuevo -hay ahí un intenso trabajo de asimilación que hace que la reescritura sea paradójicamente original.

Tal vez el ejemplo perfecto de esto sea la relectura de la famosa secuencia de la cabeza del caballo de El padrino (1972), otro de los grandes referentes con los que juega Gigantes. Allí, citando Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), Francis Ford Coppola yuxtaponía planos fijos de la mansión de Jack Woltz (John Marley), cada vez más próximos a la habitación principal, hasta descubrir la cabeza del purasangre entre las sábanas del productor. Como era lógico, el equino nos había sido presentado antes como la posesión más preciada del magnate. Al final del episodio tercero, Urbizu invierte la orientación y va del interior de la estancia hacia el exterior. Sale de la habitación de Alfonsito, el hijo de su contrabandista sureño, y lo acompaña hasta su tentadero para mostrar como toda su ganadería ha sido degollada. Previamente habíamos visto a los toros en una secuencia que terminaba de manera muy curiosa: con un zoom de aproximación a la cabeza de uno de los astados, aislándola de su cuerpo, ‘decapitándolo’. En realidad, está construcción inversa de una secuencia mítica habla de la relación que la teleserie establece con filmes como el de Coppola: “otros matan con música y orquesta. Esos son aplaudidos” afirma Abraham. Y es que en Gigantes la estilización no busca embellecer el mundo del hampa, sino ensuciarlo, arrancarle el glamur, ‘barriobajearlo’. Aquí no hay ópera, aquí suena Peret.

Así pues, el naturalismo con el que se nos mostraba la Costa del Sol en La caja 507 o el realismo mugriento que impregnaba los bares y prostíbulos de No habrá paz para los malvados, dejan paso a una iluminación caravaggista, a una composición interna de los planos muy próxima al barroquismo visual y a unas angulaciones deformantes (o a cambios bruscos de escala) siempre en consonancia con la narración -v.g. la secuencia de la expulsión de los gitanos con ese plano oblicuo de Pátina (Manolo Caro); el reencuentro entre Abraham y Daniel marcado por el asfixiante reencuadre de una ventana; ese plano general exterior de la casa que señala la separación entre Tomás y Sol (Yolanda Torosio),... El listado de detalles sería enciclopédico: la poética de la frontera, tan propia del wéstern, se aplica a unos personajes limítrofes, pero también a un Madrid retratado desde los márgenes; el uso del vestuario como símbolo de la herencia paterna (Daniel se queda con los zapatos del padre, Tomás lleva chaleco; Clemente, que quiere apartarse de esa vida, no se queda con nada); la fisicidad de las peleas que más parecen peleas de perros que de hombres…

Gigantes es una serie dura, seca, violenta. Con dos capítulos iniciales de una potencia inusitada -especialmente ‘Familia’, el segundo, un cohete que no puede dejar de subir y subir- en los que la testosterona parece estar a punto de colmar la pantalla. Sin embargo, esa preeminencia testicular va rebajándose y cediendo espacio al protagonismo femenino. Son las mujeres -o al menos así se intuye- las encargadas de voltear, cada una a su manera, ese universo de podredumbre moral: la agente Márquez (Elisabet Gelabert) desde el lado de la ley (sus superiores, hombres, un hatajo de corruptos); Sol, defendiendo su parcela al tiempo que trata de apartar a su hija de la influencia de su padre; la policía infiltrada interpretada por Xenia Tostado, metida de lleno en una encrucijada personal, tomando una decisión final que busca una regeneración del sistema… Gigantes es mucho más que una serie de tipos duros cantando aquello del 'gusanito medidor' de Miguel Bosé mientras ven quien la tiene más larga.

Diferencias

Foto: Emilio Pereda

Las pautas que fija Urbizu se mantienen en los tres capítulos que dirige Jorge Dorado. Al igual que sucedía con David Fincher en Mindhunter -y la cita no es casual-, el director nodriza imprime e impone su estilo y el resto de los directores se embeben de esa estética y de esa atmósfera para replicarlas. Pero, como sucedía con Fincher, no es lo mismo. Nadie puede poner en duda la solvencia del director de Mindscape ni su industriosa labor de continuación: Gigantes no pierde fuelle, de hecho, nos pone a hiperventilar. Sin embargo, hay detalles que, en mi molesta opinión, marcan la diferencia entre uno y otro.

Pensemos en cómo Urbizu trabaja el diseño de los encuadres, la colocación de los actores y la altura de la cámara en función de la relación que se establece entre los tres hermanos. A poco que nos fijemos, veremos que Daniel, que pretende erigirse como tutor y brújula vital de Clemente, siempre está por encima de su hermano pequeño. Por el contrario, Tomás y Daniel están a la misma altura dentro del plano: existe una lucha de poder entre ambos y el montaje interno nos señala que hay división e igualdad de fuerzas entre los dos. Valgan como ejemplos la secuencia del restaurante (episodio 2) en la que comparten mesa, pero jamás encuadre (una separación remarcada, también, por la forma que tienen de comer, la vestimenta y la manera de hablar). También nos podría servir el tête à tête en ese desván casi expresionista, atestado de muebles, lleno de claroscuros, en el que Tomás y Daniel se enfrentan -las cabezas siempre a idéntica altura- y aparecen separados por un pilar.

Esa tensión en los encuadres, derivada de las decisiones de puesta en escena tomadas por Urbizu, no llega a ese grado de complejidad en los tres últimos capítulos. Eso no quiere decir que Dorado no deje detalles de fina orfebrería, como el zoom a Daniel que anticipa su atropello en el capítulo cuarto o un tiroteo final felizmente inspirado en Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) y, por extensión, en El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966). Aun así, en una narración que desprecia la redundancia, la repetición, en el capítulo cuarto, de ese lienzo asociado a la figura admonitoria de Abraham se percibe como un exceso explicativo que se antoja improbable con Urbizu a los mandos.

El toque Urbizu: ejemplos

Pool Fiction: 'Gigantes', una serie de Enrique Urbizu | Movistar+

Más allá de los tropos estilísticos enlistados al inicio de este post, habría que dilucidar si, en verdad, existe un ‘toque Urbizu’ y si esa formulación puede ser ejemplificada y, por consiguiente, descrita. Con ánimo de profundizar en escritos de intenciones más teóricas que esta entrada, lanzo aquí una hipótesis que decoraré con un par o tres de ejemplos y que debería quedar refrendada en ese artículo más exhaustivo al que me he referido al inicio de esta misma frase. Y, precisamente, a los inicios de las películas de Urbizu hay que encaminarse para buscar esos rastros de genialidad.

Los arranques de las películas del director bilbaíno pueden leerse como síntesis de la propia obra que encabezan. Gigantes comienza con un plano que refleja a Abraham Guerrero (José Coronado) y a sus hijos en un charco. El segundo es un travelling de seguimiento tomado desde detrás de una valla. Una imagen invertida -un mundo al revés que se rige por otras normas y al que se le tratará de dar la vuela- y una reja que encierra a unos personajes cuyos lazos de sangre les impiden escapar de esa red tejida por el pater familias. La estampa carcelaria que brinda esa toma también anticipa el destino de uno de los vástagos de Abraham. La cosa no queda aquí; la presentación inmediatamente posterior de cada hijo funciona casi como una prolepsis de cada una de sus historias: Daniel filmado desde una posición cenital e invertida (el que querrá cambiar el mundo), Tomás mirando el horizonte en plan anuncio de Casa Tarradellas (el heredero, el detentor del futuro) y Clemente subiendo una cuesta (el sufridor, el Sísifo de la familia, a contracorriente del destino que le quieren imponer y contra el que se rebela).

Pero está síntesis -casi un flash-forward codificado- no está solo en Gigantes. La primera imagen de La caja 507 nos muestra a María (Dafne Fernández) asomada a la ventana de su habitación, fumándose un porro. Tras ella se ven, desenfocados, los árboles de la calle. Después la veremos convertirse en pasto de las llamas (el porro, el fuego) en un bosque (los árboles). Esperen, que hay más. La primera vez que observamos a Modesto Pardo (Antonio Resines) está viendo como Indurain sufre mientras sube un puerto en una etapa del Tour, pura metáfora del vía crucis que el apático director de banco vivirá en sus propias carnes. No se vayan aún: tras el prólogo en el que se nos muestra el incendio que le cuesta la vida a su hija, una elipsis nos llevará a siete años después del desastre. La primera imagen tras esa cesura será un plano subjetivo de Modesto: los pliegues de la cortina de la habitación y la barandilla del balcón, filmados de manera oblicua, se cruzan formando una X. El mundo está del revés (¿cómo no va a estarlo después de perder a una hija?) y dos series de líneas se unen de un modo inhabitual (un atraco sacará a la luz las causas del incendio). ¿Les he convencido? ¿Todavía no? ESPEREN.

Vayamos a No habrá paz para los malvados. El primer plano es el de una máquina tragaperras decorada con un sheriff desenfundando una pistola a la izquierda, de fondo un vaquero cabalgando hacia el horizonte y a la derecha una bailarina de saloon con menos ropa que seis ediciones de Supervivientes. Además, pistolas, sombreros y monedas se insertan en los rodillos. Esa imagen sirve para describir a Santos Trinidad (José Coronado), un policía (sheriff) marcado por un nihilismo atroz. Sus botas, que veremos acto seguido, la manera de colocarse la pistola y su conducta remiten a un imaginario muy concreto. La bailarina semidesnuda funciona como metonimia del espacio en el que la trama arrancará: un prostíbulo -trasunto del saloon- en el que Trinidad, tipo de gatillo fácil como el sheriff de la máquina, provocará una masacre. El dinero y su seguimiento harán que la investigación cobre una nueva dimensión. Y, por último, la máquina tragaperras funciona como representante del azar. Sus apariciones a lo largo del filme son constantes y, en determinados momentos, la suerte juega un papel fundamental en la resolución del caso. Pensemos en la secuencia en la que Trinidad acude al local en el que se reúnen los terroristas y, al no encontrarlos, va a la Taberna ‘La penúltima’: allí, mientras trasiega un cubata, vemos primero y oímos después, a alguien jugando a la máquina. A la salida, el especial: los yihadistas cargan los extintores explosivos en la furgoneta.

Venga, ricemos el rizo. Esta habilísima introducción de la fortuna como parte indispensable en la resolución de las investigaciones sirve para justificar determinadas casualidades y, además, conecta formalmente el hasta ahora último largometraje de Urbizu con El juramento (Sean Penn, 2001), que emplea una estrategia muy similar. Recordemos que la película de Sean Penn es una adaptación de La promesa, la novela que Friedrich Dürrenmatt escribió a partir de su argumento para El cebo (Ladislao Vajda, 1958). Al final, de la manera más insospechada, a través de la película de Penn, dos obras cumbre del cine negro español, marcadas ambas por su precisión narrativa, acaban felizmente unidas.

¿Existe o no existe el toque Urbizu?

Actores

Foto: Emilio Pereda

Enrique Urbizu es especialista en a) reconvertir a actores; b) descubrir nuevos talentos. En ningún caso, su intuición en los procesos de selección constituye una garantía de futuro para los intérpretes elegidos (nadie está a salvo del azar). En La caja 507 hizo de Antonio Resines un tipo serio y gris, lo apartó del registro cómico en el que estaba encerrado y le enfundó el traje de Modesto Pardo. Resines demostró que su vida actoral podría no haberse parecido a una nauseabunda reposición perpetua de Los Serrano; pero quien sabe si la falta de papeles o la seguridad que ofrece la rutina nos privaron de su vis dramática. El que sí cambió su carrera para siempre fue José Coronado, al que muchos confundían por aquel entonces con un guaperas metido a actor. Cosas de la fotogenia. Su Rafael Mazas provocó más de una visita al oculista y, con la mirada crítica ya corregida, la mayoría de los antiguos miopes se entregó a la causa Coronado con el Pedro de La vida mancha. Cuando llegó Santos Trinidad ya consumíamos bifidus por toneladas y nuestro tránsito intestinal desconocía lo que eran los atascos. Así que es probable que cuando vean a su Abraham Guerrero -que baja un peldaño más en ese descenso al sótano de la abyección- quieran alquilar una habitación en “la casa de apuestas más grande del mundo” o hagan un maratón de Periodistas: sea como fuere, apuesten por Coronado (y recuerden que apostar perjudica seriamente la salud, la de sus seres queridos y la de su bolsillo; es cierto que de vez en cuando les animo a beber, que ya sé que no está bien, pero abocarlos a la ludopatía es algo que no me perdonaría jamás).

Y luego están las caras nuevas: Zay Nuba y Juan Sanz en aquel enorme melodrama que era La vida mancha o Helena Miquel como la juez Chacón de No habrá paz para los malvados. Ahora las revelaciones llevan el nombre de Carlos Librado ‘Nene’, Yolanda Torosio o Ariana Martínez y los redescubrimientos los de Daniel Grao, Elisabet Gelabert o Xenia Tostado. Con todo, el que completará un 2018 difícil de igualar será Isak Férriz, cuya versatilidad se puede apreciar en dos interpretaciones tan distintas como las que ofrece en Las distancias, la notable película de Elena Trapé que triunfó en el pasado festival de Málaga y que todavía sigue en salas, y en Gigantes. Su Daniel es tipo de los que se pegan a la retina de la memoria. Los hijos de puta son difíciles de olvidar. Más aún si son de los nuestros.

@EnricAlbero 

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