‘Monsieur Spade’: el ocaso del detective

‘Monsieur Spade’: el ocaso del detective

En plan serie

‘Monsieur Spade’: el ocaso del detective

Dos tótems de la escritura televisiva como Tom Fontana y Scott Frank desproveen al arquetipo de sus elementos característicos, tratando de conservar su esencia.

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La última imagen de Monsieur Spade (Scott Frank & Tom Fontana, 2024) nos muestra al popular detective creado por Dashiell Hammett, aquí encarnado por el ya sesentón Clive Owen, de espaldas, completamente desnudo a excepción de su reconocible sombrero de fieltro.

Esa estampa, que adopta la forma de una postal crepuscular, la tarde cayendo sobre el plácido pueblecito de Bozouls, resume la melancólica aproximación que dos tótems de la escritura televisiva como Tom Fontana, creador de la seminal Oz (1997-2003), y Scott Frank, máximo responsable de Godless (2017) y Gambito de dama (2020), han hecho a propósito del protagonista de El halcón maltés.

De lo que se trata es de desproveer al arquetipo de sus elementos característicos, tratando de conservar su esencia. En este caso, la actualización de la figura de Spade va pareja a su envejecimiento. En el prólogo inicial, situado en 1955, el investigador privado se presenta en la pequeña localidad occitana para entregar a una niña que todavía no ha cumplido los 10 años a su padre y tutor legal. El encargo procede de su difunta madre, ni más ni menos que Brigid O'Shaughnessy, la femme fatale encarnada por Mary Astor en la versión de El halcón maltés que John Huston dirigió en 1941.

El padre de la criatura es Phillip Saint André (Jonathan Zaccai), un huidizo oficial del ejército francés al que todo el mundo detesta y que parece no encontrarse en Bozouls. Incompleta la misión, una repentina y violenta tormenta dejará a Spade y a la niña, de nombre Teresa (Cara Bossom), varados en mitad de un camino rural tras el desplome de un árbol. Allí les recogerá, a la mañana siguiente, Gabrielle (Chiara Mastroianni).

Una elipsis de ocho años separará ese preámbulo fundamental, inicio de un breve periodo de felicidad al que se volverá en forma de flashbacks, recuerdos de un pasado irrecuperable, para presentarnos a un Spade sedentario, afincado en Bozouls, con un principio de enfisema y desprovisto de cualquiera de sus icónicos accesorios: ni rastro de su sombrero, ni de su abrigo, ni mucho menos de un arma.

En apenas un par de secuencias, Fontana y Frank nos informan de que nuestro héroe se casó y enviudó, que habla francés con un acento horrible, y que su mayor aventura es nadar desnudo en la piscina de la enorme finca heredada en la que vive.

Ahora bien, esa desnudez física va más allá de lo literal. Los guionistas arrancan al P.I. de su entorno y lo trasladan de la bulliciosa San Francisco a un villorrio de poco más de 1000 habitantes, además de mostrar los inicios de un preocupante deterioro físico. Spade es ahora un señor fondón de mediana edad – todo arranca con un examen de próstata- que se dedica a ir al mercado, a prendre l’apéritif y a dejar que el tiempo lo mate: esa misión ya ni siquiera podrán cumplirla los cigarrillos que el médico le acaba de prohibir.

Sin embargo, no olvidemos que en esa imagen final el hijo predilecto de Hammett todavía conservaba su Fedora & Trilby, vestigio de un moribundo pasado detectivesco que se resigna a ser enterrado. Recordemos que en la secuencia inmediatamente anterior, en un recurso por otra parte habitual en las dos entregas geriátricas de Indiana Jones, Spade depositaba en una maleta todos los elementos que lo convertían en un icono y la metía en un armario en una suerte de funeral simbólico que, al final y previo rescate del sombrero, no era tal.

Pero, ¿dónde quedan los ecos de esplendor del viejo detective? El resorte dramático que activa la historia lo encontramos en el convento en el que Spade ha internado a Teresa hasta que cumpla su mayoría de edad y pueda hacer uso del cuantioso fideicomiso que su madre le dejó en herencia.

Clive Owen como Spade

Clive Owen como Spade

El asesinato de las seis monjas que lo regentan revelará la presencia de Zayd (Ismaël Berqouch), un niño de origen argelino cuya tutela todo el mundo parece codiciar; esto es, el halcón maltés hecho carne. Los creadores utilizan a este crío que no suelta prenda y que decora las paredes con infinitas sucesiones numéricas como eje contextual. Con la guerra de Argelia en plena ebullición, el FLN luchando por expulsar a los colonos y las formaciones de extrema derecha francesa como la Organisation de l'Armée Secrète (OAS) o Action Française torpedeando con acciones terroristas las políticas de De Gaulle, el pequeño Zayd se constituye como metáfora no solo de la convulsa Francia sino del statu quo mundial.

Mientras los argelinos ven al niño, bien como una reencarnación del Mahdi, una suerte de profeta cuya figura es interpretada de manera muy distinta para suníes y chiíes, bien como un mártir al que conviene eliminar, los servicios secretos de medio mundo (el SEDEC, la CIA, el MI6 y hasta el Vaticano) creen que posee una capacidad innata para descifrar códigos que todos desean utilizar en su beneficio. Ni que decir tiene que en todo este embrollo, la figura del mercenario Phillip Saint André será crucial.

Sin ánimo de incurrir en mayores revelaciones, diremos que la presencia de Zayid en Bozouls sirve para poner sobre el tapete las tensiones de aquel periodo, un tiempo en que la identificación del enemigo, tan fácil de verificar durante la Segunda Guerra Mundial, se tornaba ahora mucho más dificultosa, pues la confusión en torno a la idea de patria y a lo que suponía ser francés en relación con la autonomía de Argelia abrió un profundo cisma en la sociedad de la época.

Una imagen de 'Monsieur Spade'

Una imagen de 'Monsieur Spade'

La trama es tan alambicada como la del chandleriano El sueño eterno y pese a su atropellado desenlace, una especie de versión accidentada del clímax de El puente de los espías (Steven Spielberg, 2015), su desarrollo nos brinda el placer de ver cómo emerge el Sam Spade de siempre, con un Clive Owen que derrocha carisma en cada réplica. Si bien es cierto que la serie pierde consistencia en sus dos últimos episodios, no lo es menos que el final es consecuente con el modelo de héroe descatalogado que se nos presenta, un héroe que llega al momento clave jadeando a causa de su debilidad pulmonar y de su pésimo estado físico y que, claro está, ya no puede ejercer como tal.

Pero antes de impugnar determinadas soluciones de guion, veamos qué es lo que funciona en Monsieur Spade. No es ya que el guion esté repleto de frases memorables (“dejé de mirar calendarios y espejos hace mucho tiempo”), ni que los incisivos diálogos estén medidos con pie de rey y pronunciados con la lacónica precisión de un veterano lanzador de cuchillos.

Sam Spade: You speak perfect English.
Gabrielle: I had a good teacher.
Sam Spade: Another talent I lack.
Gabrielle: Teaching?
Sam Spade: Learning.
Gabrielle: You just have to be taught by someone you want to listen to.
Sam Spade: I'm all ears.

Todo eso funciona a las mil maravillas, al igual que los distintos matices de cinismo exhibidos por el sinnúmero de espías versados en la ciencia posibilista que deambulan por la pequeña Bozouls. Ahora bien, lo importante es que Scott Frank y Tom Fontana han estudiado a fondo el genoma Spade, con su exacerbado individualismo no exento de matices humanistas y su desencantada mirada sobre la sociedad, aquí acentuada por la pérdida de Gabrielle, deshoje de una hermosa relación otoñal que jamás llegó al invierno, encarnada con sobria elegancia por una rutilante Chiara Mastroianni.

Fontana y Frank asumen el préstamo con conocimiento de causa (“I make decisions, and I live by them, for better or for worse”), van engrasando los herrumbrosos engranajes deductivos del desentrenado Spade y se marcan interrogatorios que no necesitan respuestas, faroles antológicos y duelos verbales como los que el detective y el comisario Michaud, estupendo Denis Ménochet, entablan a raíz de casi cualquier cosa, lo mismo da que sea un caso que un desencuentro a propósito de las divergencias culturales entre franceses y estadounidenses, uno de los running gag de la función.

Clive Owen y Denis Menochet en 'Monsieur Spade'

Clive Owen y Denis Menochet en 'Monsieur Spade'

Funciona, también, el viejo esquema de pueblo pequeño, infierno grande, con esa Bozouls todavía zarandeada por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y las profundas heridas causadas por el colaboracionismo, ahora reabiertas por el conflicto argelino.

Y funciona, cómo no, el erudito catálogo de referencias con el que los creadores nos ilustran y que va más allá de los constantes y pertinentes guiños a El halcón maltés. En Monsieur Spade uno encuentra trazas de El nombre de la rosa en ese monje asesino del capítulo primero. Restos de Asesinato en el Orient Express en la muerte del primer marido de Gabrielle (capítulo 4). Guiños al swimming-pool shot de El crepúsculo de los dioses. Ecos de La piscina de Jacques Deray. O esa poirotiana (también holmesiana) reunión de sospechosos del capítulo final. Es más, mi deseo quiere ver un homenaje a William Goldman en esta frase (“you must have that tattooed to the inside of your eyelids”) que remite a esa muletilla que el insigne escritor utilizaba en Las aventuras de un guionista en Hollywood.

Pero no todo son aciertos. La historia se expande en demasiados vectores y algunos de ellos tienen un difícil encaje en la trama principal, como es el caso de las desavenencias matrimoniales entre Marguerite (Louise Burgoin) y Jean-Pierre Deveraux (Stanley Weber). Ella es la propietaria de un garito del que Spade posee una parte. Él un ex soldado con un estrés postraumático del tamaño del Mont Blanc y con una deuda contraída cuyo pago no se salda con dinero. Digamos que, en este caso y en algún otro, los guiones incurren en demasiados excursos que desvían la atención hacia pasajes de muy relativo interés (todo lo relacionado con el padre de Jean-Pierre).

Con todo, los mayores problemas los encontramos en los atajos que Frank y Fontana toman para resolver tan bizantino entuerto. La aparición de Claude (Laurent Borel), un tipo que parece sacado de P’tit Quinquin (Bruno Dumont, 2014), para que proporcione una información sin la cual no llegaríamos al final de la historia. O el no menos casual cruce entre Spade y el ‘motorista vestido de negro’ que le conduce a descubrir los verdaderos intereses del que se suponía era uno de sus ayudantes.

Una imagen de la serie

Una imagen de la serie

Hay, sin embargo, otros trucos utilizados con mayor precisión, como es el caso de la intervención, también decisiva, de Madame Huchet (Fannie Lineros) en el capítulo final, una señora a la que ya habíamos visto en el primer episodio yendo al cementerio a visitar la tumba de su esposo, cosa que hace a diario, y que será lo que le permita ofrecer un testimonio de vital importancia para Spade. Algunos plants funcionan, otros no.

En el apartado visual, Scott Frank, que al igual que en Godless y Gambito de dama dirige todos los episodios -cambiar el blanco y negro por el color también es desnudar a Sam Spade-, sumerge la historia en un baño de melancolía gracias a la calidez de la fotografía de David Ungaro y la música de Carlos Rafael Rivera. Frank, que no alcanza aquí los hallazgos formales de sus dos trabajos precedentes, le imprime al conjunto una impronta clásica, un tanto funcional, que parece no querer interferir en el buen hacer de todo el elenco. Ahora bien, ese proceso de deconstrucción referencial que nos ofrece Monsieur Spade también está trabajado desde la puesta en escena.

Quedémonos con una secuencia del tercer episodio. Spade interroga a Teresa en la habitación de Gabrielle. La ya no tan niña se está probando los vestidos de la difunta, subida en la cama y mirándose en el espejo del armario. Mientras ella va tratando de parecerse a Gabrielle -de ser su reflejo-, Sam le pregunta sobre su relación con el niño argelino, a quien protegió en el convento.

En un punto de la afilada conversación, el punto en el que Spade sabe que ella le miente, este se colocará delante del espejo anulando la imagen reflejada de Teresa, alguien que se parece mucho más a su madre (la taimada Brigid O'Shaughnessy) que a la que hubiese podido ser su madrastra, una mujer honesta y consecuente. La secuencia termina con Teresa sentada en la cama y Sam, de pie, imponiendo su autoridad, invirtiendo la altura inicial de los personajes en el encuadre toda vez que la relación dramática entre ellos ha cambiado. Ni tan mal