
Fotograma de ‘Wolf Hall’.
'Wolf Hall' o el inconfundible sello de excelencia de la BBC
La miniserie, que se estrena el 24 de febrero en Movistar Plus+, sigue la saga homónima 'Wolf hall' que se estrenó hace una década, y cuenta con prácticamente el mismo elenco.
Más información: 'La vida breve', un vodevil en palacio: la historia de España como nunca te la habían contado
Hace ahora diez años, la BBC estrenaba Wolf Hall, una miniserie de seis episodios que comprimía el material contenido en dos novelas de Hilary Mantel (‘Wolf Hall’ y ‘Bring Up the Bodies’) en las que se relataba el ascenso de Thomas Cromwell, el hijo de un herrero cuyo talento para medrar le llevó a convertirse en la mano derecha del rey Enrique VIII.
A cargo de la adaptación estuvo el guionista Peter Straughan, cuya popularidad en estos días alcance quizá su plenitud tras la nominación al Oscar por el guion adaptado de Cónclave (Edward Berger, 2024), quien por aquel entonces venía de firmar la modélica revisión de El topo (Tomas Alfredson, 2011) y de coescribir la no menos interesante Frank (Lenny Abrahamson, 2014).
La dirección de los seis episodios recayó en manos de Peter Kosminsky, un curtido productor, guionista y realizador de la televisión británica que, a esas alturas, contaba en su haber con dos largometrajes que tuvieron cierta repercusión, su versión de Cumbres borrascosas (1992) con Juliette Binoche y Ralph Fiennes y La flor del mal (2002), amén de una larguísima trayectoria en televisión (Warriors, Britz, The Promise).

Fotograma de 'Wolf Hall'.
Sin embargo, y más allá de la probada solvencia de los dos responsables del éxito final de Wolf Hall, una producción que ganó cuatro BAFTA, entre ellos el de mejor serie dramática, y el Globo de Oro a la mejor serie limitada, los mimbres de la excelencia de este modélico period drama hay que buscarlos en el interior del inmenso catálogo de adaptaciones literarias que con los años ha ido desarrollando la televisión pública británica.
Desde sus inicios, la BBC entendió las adaptaciones literarias como un servicio público, como una manera de difundir la cultura nacional y vertebrar la sociedad británica. De hecho, su primer serial fue The Warden, adaptación de la novela de Anthony Trollope, emitido en 1951.
Sin ánimo de ponernos exhaustivos, sí convendría señalar que la implantación de los sistemas de grabación en video, la creación del canal BBC2 y la ampliación del departamento de drama de la cadena contribuyó al impulso de los llamados seriales clásicos, hasta el punto de que se produjeron 70 adaptaciones literarias en los primero siete años de existencia de esta nueva sección.
Esta tradición, que se ha mantenido vigente en el tiempo con sus consiguientes ciclos de caídas y repuntes, nos ha brindado desde innumerables aproximaciones a la obra de Shakespeare - BBC Televison Shakespeare (1978-1985), ShakespeaRe Told (2005)-, a éxitos internacionales que van de La saga de los Forsythe (1967) a Orgullo y prejuicio (1995), pasando por un listado que conforman Yo, Claudio (1976), Bleak House (2005) o la monumental The Hollow Crown (2012-2016) por citar apenas una ínfima porción de títulos que hacen que las siglas de la BBC queden asociadas ad eternum a la televisión de prestigio.
Pues bien, la primera temporada de Wolf Hall se inscribía en esa fecunda corriente. En primer lugar, por servirse de un original literario que, aunque contemporáneo, rivalizaba en popularidad con cualquiera de su ilustres antecedentes y que, además, desmenuzaba un fragmento decisivo de la historia británica (recuerden: servicio público).
En segunda, instancia, la dramaturgia aplicada por Straughan, en un impecable ejercicio de síntesis narrativa, buscó distanciarse de algunas de sus competidoras contemporáneas como Los Tudor (Michael Hirst, 2007-2010) o Los Borgia (Neil Jordan, 2011-2013) para abrazar un tono más oscuro, menos literal, en el que la carga subtextual arrasaba con cualquier signo de obviedad.
Salvando todas las distancias, Straughan quiso acercarse más al ‘Ricardo III’ de Shakespeare que a productos del momento como La reina blanca (2013). Ni que decir tiene que lo que aquí se cuenta está mucho más cerca de Succession o House of Cards de lo que el muestrario de bonetes que desfila por la serie indica.
Por último, pero no por ello menos importante, la realización Peter Kosminsky, quien contó con un holgado presupuesto, aprovechó al máximo las localizaciones y un esplendoroso diseño de producción para infundir verosimilitud a un drama que se alejaba tanto de las producciones de cartón piedra a las que estábamos habituados por estos lares como Chris Waddle de Poli Rincón.
En aquella primera Wolf Hall veíamos como el abogado, banquero y hombre para todo Thomas Cromwell (Mark Rylance) se las arreglaba para conquistar el favor del rey Enrique VIII (Damian Lewis) después de que su primer y gran valedor, el cardenal Wolsey (Jonathan Pryce), cayera en desgracia.

Fotograma de 'Wolf Hall'.
Ahora, diez años después, el mismo equipo creativo y prácticamente el mismo reparto, a excepción de las bajas de Mathieu Amalric, Mark Gatiss o Tom Holland, la serie regresa con la adaptación de la novela que completa el ciclo, ‘The Mirror and The Light’, y que Movistar Plus + estrena este mismo lunes.
En esta nueva tanda de seis episodios asistiremos a la caída en desgracia de Thomas Cromwell, cuya ascendencia sobre el rey Enrique empieza a desvanecerse a medida que el soberano va sumando matrimonios como si desposarse tuviese que ver menos con los sentimientos y más con el montaje en cadena ideado por Henry Ford.
Su separación de Catalina de Aragón (Joanne Whalley) provocó la ruptura de la corona inglesa con la iglesia católica y un cisma en el reino. Divorciarse de Ana Bolena (Claire Foy) le fue más fácil, solo hubo que separar su cuerpo de su cabeza.
Con Jane Seymour (Kate Phillips), su tercera esposa y la única que le dio un varón, el parto ejerció de juez y dejó a Enrique viudo por segunda vez – ahora él no quería- así que su principal asesor se esforzó por buscarle nueva compañera y, al tiempo, pacificar un contexto internacional en el que Francia y España habían firmado una tregua y la estabilidad de Inglaterra peligraba, más aún con el complicado regreso palacio de María (Lilit Lesser), hija de Enrique y Catalina de Aragón, y por tanto medio española y posible vía de entrada de los partidarios del catolicismo a Inglaterra previo derrocamiento del Tudor.
Cromwell miró para Alemania y eligió a Anna de Cléveris (Dana Herfurth), pero la cosa duró menos que un gintonic delante de Isabel II y Enrique VIII alegó que el matrimonio no se había consumado para devolver a su casi esposa como si el señor de Amazon se hubiese equivocado de dirección. Y ahí empezaron a torcerse las cosas para el siempre impertérrito Cromwell.

Fotograma de 'Wolf Hall'.
De todos modos, para acceder a los pormenores de la trama de Wolf Hall les basta con consultar cualquier libro de historia, incluso la Wikipedia (pero mejor un libro de historia). En realidad, la serie alcanza un grado de distinción dentro de su género y de la televisión actual no por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta.
Hablamos de una propuesta eminentemente dialogada en la que, sin embargo, los diálogos son tan explicativos como una comparecencia de Carlos Mazón. Eufemismos, circunloquios, alusiones,...Cualquier rodeo retórico es bueno si uno logra decir lo que quiere sin necesidad de ser obvio.
Si su interlocutor y los espectadores son inteligentes, avisados están, y si no se enteran, pues peor para ellos: a unos les puede costar la vida, a otros perderse entre una maraña de palabras y acusar a la serie de ‘lenta’. Sí, Wolf Hall es una serie hablada, también lo era Mindhunter, pero olvídense de enchufar el piloto automático y tenerla ‘de fondo’ porque no se enterarán de nada.
En lo visual, y más allá del partido que Kosminsky le saca a todas las localizaciones, amén de aprovechar el potencial pictórico de los interiores en cada encuadre, la planificación excede la corrección exigida y, sin entrar en aspavientos autorales, es muy consciente de la posición que ocupa cada personaje dentro de la escala de poder establecida.
Así, por ejemplo, la claudicación de María queda encapsulada en un plano general (foto inferior) con la preeminencia de la figura del rey frente a ella y frente a su nueva esposa, Jane Seymour y con Cromwell en la esquina del encuadre, él siempre está, atento, en la periferia, ‘tutelando’ la culminación de un proceso que ha supervisado desde el inicio. Nótese tanto la altura de los personajes, como la oposición colorimétrica entre el conjunto soberano y el subalterno.
O la secuencia en la que el rey le exige a Cromwell que firme la paz con su mayor enemigo, Stephen Gardiner, en la que la colocación de los personajes en el plano y el montaje nos indican que Gardiner se ha ganado el favor del monarca y Thomas ha sido desposeído de ese privilegio. O los dos últimos encuentros entre Enrique VIII y el que llegó a ser su ministro principal, en el que el diseño de los encuadres deja muy claro quién manda y quién obedece.

Fotograma de 'Wolf Hall'.
En ese sentido es muy importante el uso del punto de vista. Salvo en contadas ocasiones, siempre seguimos las andaduras de Cromwell, lo que permite a Straughan presentarnos solo las consecuencias de sus maquinaciones y elidir todos los procesos. Esa concepción centrípeta, tanto desde un punto de vista espacial (es una serie cortesana) como de focalización, permite, a su vez, que observemos a Enrique VIII como una figura inasible, a la que solo vemos cuando él desea, y cuyos gestos o disposiciones son casi siempre indescifrables para aquellos que le rodean.
Kosminsky también trabaja desde lo visual sobre el concepto de culpa. Cromwell, un tipo tan taimado que es capaz de engañar a todo el mundo empezando por sí mismo, lleva sobre sus espaldas la carga de la decapitación de Ana Bolena, de la que se siente responsable. Puede vivir con ello, pero el inserto de la mano de la ex regente sobre su brazo, momentum trágico donde los haya, regresa puntualmente como un flashback hiriente para torturar la memoria de este spin doctor avant la lettre.

Otro tanto sucede con la figura de su primer protector, el cardenal Wolsey, al que, con el pretexto de ayudarle, Cromwell abandonó en su momento más duro para, por otro lado, ganarse el favor de la corona. Las apariciones fantasmales del prelado, el encuentro de Cromwell con la hija ilegítima de aquel y los intentos por disfrazar su conciencia para disimular una culpabilidad que le corresponde, no dejan de atormentarle.
Por último, están las sublimes interpretaciones de Mark Rylance y Damian Lewis. El primero vuelve a ajustarse la máscara de consigliere impasible, su rostro refractario a la demostración de emociones en público, como si estuviese labrado sobre una vieja piedra de granito.
En ese registro, Rylance brilla cuando se rompe, casi siempre en soledad, o cuando es víctima de un arrebato violento, consecuencia incontrolable del estado de paranoia en el que vive, paranoia que termina deviniendo certitud cuando es juzgado por traición (atención a sus enfrenamientos con el duque Norfolk, encarnado por Timothy Spall, sin duda el gran fichaje de esta temporada final).
Una actuación mayúscula para encarnar al hombre del umbral, aquel que en la primera temporada siempre estaba detrás de una puerta, semiescondido tras una cortina, atento a cualquier confidencia, presto a mover su extensa red de contactos para sacar partido del rumor más insignificante.
Y después está Damian Lewis, el voluble Enrique VIII, veleta de su anhelos e irascible como un niño de ocho años. No es, sin embargo, un personaje estúpido ni ridículo. Consciente de su autoridad, destierra de su vocabulario conceptos como perdón o arrepentimiento, lo cual no le exime para manejarse con astucia y encomendar a terceros las acciones más reprobables, es ese páramo moral donde germina la influencia de Cromwell.
La secuencia de despedida entre el monarca y su fiel consejero es antológica, por cómo está escrita y por cómo la interpretan Rylance y Lewis. Larga vida a los dos. Larga vida a Wolf Hall.