Herman Melville en el escritorio de Bartleby
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Un abogado de Nueva York, con una oficina en Wall Street, decide contratar a un nuevo escribiente para ocuparse del trabajo que no pueden atender sus empleados. Bartleby responde al anuncio que ha publicado en la prensa. Aparentemente, reúne todas las cualidades: pulcro, respetable, concienzudo, pero algo melancólico e incurablemente solitario. Ocupa el puesto de inmediato y, desde una mesa situada bajo una ventana, demuestra en pocos días su incansable laboriosidad, pero cuando el abogado le pide que examinen juntos un documento, responde: “Preferiría no hacerlo”. Nada le hará cambiar de actitud. Se dejará morir de hambre, alegando siempre el mismo pretexto para justificar su incomprensible pasividad. La pasividad de Bartleby, que ante cualquier requerimiento responde “I would prefer not to” (“Preferiría no hacerlo”), puede interpretarse como una forma de nihilismo, pero también como impotencia para actuar. En su caso, no es fácil determinar si la imposibilidad de la acción nace del pesimismo (y, en ese sentido, esconde una raíz subversiva) o de una patología, que ignora indistintamente la ley causal, el principio de no-contradicción y el principio del tercero excluso, según el cual dos proposiciones contrarias no pueden tener simultáneamente el mismo valor de verdad. A Bartleby no le preocupa desembocar en la reductio ad absurdum. La forma de su repuesta ya constituye en sí misma una aporía: no se puede preferir nada, pues la acción de preferir ya implica un objeto.
Al infundir vida a Bartleby, Melville creó una fábula que recuerda poderosamente las ficciones de Kafka o al Dostoievski de Memorias del subsuelo. Su pequeño relato está impregnado de ese fatalismo que caracteriza a las obras donde el lenguaje se ve sometido a la tensión de lo indecible, de lo que apenas puede expresarse, sin romper las costuras del idioma. El cuento de Melville no cesa de suscitar interpretaciones, pero hay que rehuir la tentación de desfigurar o encubrir la literalidad de lo que simplemente se muestra. La deconstrucción no finaliza con la impugnación de cierta praxis hermenéutica, sino con el cuestionamiento de la tradición interpretativa. Gadamer no se equivocaba al afirmar que interpretar es actualizar un proyecto, pero el riesgo de cualquier interpretación es que, al establecer una mediación entre el objeto y su percepción, sobrepone una realidad a otra, sin respetar el puro aparecer, la simple evidencia del existir. A veces, hay que traspasar la maleza de conceptos y prejuicios para llegar hasta el corazón de la cosa misma.
Gilles Deleuze afirma que Bartleby “no es una metáfora del escritor, ni el símbolo de nada. No quiere decir más que lo que literalmente dice. Y lo que dice y repite es PREFERIRÍA NO HACERLO”. Esta fórmula podría interpretarse como la máxima expresión del nihilismo en tanto voluntad de nada, pero esa apreciación es engañosa, pues su actitud más bien delata “la emergencia de una nada de voluntad”. Por utilizar la expresión de Maurice Blanchot, Bartleby es “pura pasividad paciente”. “Ser en cuanto ser, y nada más”. La negativa de Bartleby trasciende toda negación. Es un procedimiento que sobrepasa la categoría de posibilidad para transformar la imposibilidad en lo único posible. Esta pirueta desborda el marco de lo fáctico para cuestionar nuestra concepción de la realidad y el lenguaje. Bartleby se ha instalado en el límite y ha inventado una nueva lógica, la lógica de la preferencia, que actúa como unos cortafuegos entre las palabras y las cosas. Su renuncia a la acción desvincula al lenguaje de sus referencias. Al colapsarse la gramática que crea un ámbito de sentido entre la palabra y la acción, el hombre queda despojado de sus lazos con lo real. Se niega a actuar, pero esa negación le niega a él también. No se trata de la negación totalitaria de lo humano, sino de la impotencia del hombre, incapaz de producir ninguna particularidad. Bartleby puede tener la apariencia de un loco, pero en realidad es un Mesías, que intenta reinventar el lenguaje para salvar a la humanidad de la puerilidad de la economía capitalista. Para el totalitarismo, el hombre está de más; para Melville, el hombre todavía está por llegar. Bartleby es la aurora del Proletario, pero también el precursor del Americano del Nuevo Mundo.
En apariencia, sólo es un escribiente, pero en realidad es el último hombre, un hombre que es todos los hombres y que, tras el naufragio de la Razón, sueña con una humanidad nueva. Su mesianismo no tiene color político. Su objetivo no es la destrucción de las clases sociales ni la épica de una nación en marcha. Bartleby quiere ser comunidad, pueblo, borrar las distinciones entre los individuos, abolir los nombres, construir un mundo, una sociedad fraternal. Por eso, renuncia a la acción, a la particularidad que se desprende de nuestros actos. Ahora que la poesía y el mito sólo despiertan indiferencia o incluso hostilidad (¡qué lejos los poetas fundadores de naciones, los cantores de comunidades que celebran sus orígenes!), sólo algunos actos (o no-actos) como el de Bartleby, pueden salvar al hombre de falsos redentorismos paternalistas. Bartleby no es un enfermo, sino la cura, el hombre-medicina o el “nuevo Cristo” que nos habla de una sociedad de hermanos, capaz de disolver todas las particularidades que nos alejan de esa unidad primordial, donde se gestó la humana condición.
Giorgio Agamben identifica a Bartleby con el origen de la filosofía. La figura del escriba se corresponde con los primeros pasos de una tradición que percibe la necesidad de uncir el pensamiento a la escritura. Al igual que la tablilla en blanco, el pensar es pura potencialidad, pero la potencia de hacer también es potencia de no hacer. Si la potencia implicara necesariamente acción, se confundiría con el acto. Así lo advierte Aristóteles en el libro theta de la Metafísica, cuando apunta que toda potencia implica una impotencia. La tradición cabalística repite esta reflexión, aplicándola a la creación divina. La capacidad de engendrar el mundo no puede estar marcada por la necesidad, pues esto cuestionaría la voluntad de Dios y limitaría su libertad. La filosofía actúa de acuerdo con la misma lógica. No es acto, sino “la experiencia de lo posible como tal”. La experiencia de la pura posibilidad es inseparable de la potencia del no. Esta experiencia, muy cercana al anonadamiento místico, se enfrenta con el problema de la expresión, pues no es fácil hablar de algo, cuya existencia no está asociada a la producción material de un signo, un acto o una escritura. Esto explica que pensar en la nada sea una forma de meditación sobre Dios, pues en ambos casos el objeto de la reflexión no es una realidad negativa, sino una potencialidad infinita, un no-ser que no llega a traspasar el umbral del acto. Esta línea de pensamiento se aleja de la postura tomista, que rechaza la posibilidad de que Dios pueda hacer o querer algo distinto de lo que ha querido. Si no fuera de este modo, Dios podría querer el mal o el no-ser, lo cual cuestionaría su bondad infinita. Sin embargo, la mística y los cabalistas entienden que la capacidad de crear sólo puede surgir de “la experiencia de nuestra propia impotencia”. Sólo descendiendo al Abismo, que, según Böhme, es el ámbito propio de lo divino, podemos encontrar la fuerza necesaria para llegar a crear.
Ese el viaje del poeta, que extrae sus palabras de su “estancia en el infierno”, de acuerdo con la fórmula de Rimbaud. Sólo hay un problema: es difícil conocer la nada y no quedar seducido por ella. Bartleby descubre ese paraíso negativo a través de la hoja en blanco. Al conocer el poder ilimitado de la pura posibilidad, renuncia al acto y escoge la muerte como la realización suprema de la libertad. Su indiferencia, la reiteración de su determinación a no incurrir en cualquier forma de acción, es el “modo de ser de una potencia purificada de toda razón”. Al liberarse de lo racional, Bartleby crea su propia ontología, un ámbito donde la alternativa no es la positividad del ser o la absoluta negación del no-ser, sino la potencia pura del “no más que”, una expresión que sobrepasa la tensión entre el ser y el no-ser, estableciendo un tercer término que anula las distinciones clásicas de la onto-teología occidental. La peripecia de Bartleby es la de un experimento sin valor de verdad. Se trata de un experimento que no remite al ser, sino a la potencia y que jamás podrá plasmarse en una proposición intersubjetiva. “El experimento al que se arriesga Bartleby –escribe Agamben- es un experimento de contingencia absoluta”. Y la contingencia no es otra cosa, según Aristóteles, que “aquello cuyo contrario hubiese podido acaecer en el mismo momento en el que ello acaece”. Por eso, la experiencia de la contingencia sólo puede ser la experiencia del poder de no querer. Bartleby, afirma Agamben, no es el Mesías de un nuevo sentido de comunidad, sino el redentor de lo que no ha pasado. Su negativa a realizar cualquier acción es “una descreación en la cual lo que ha ocurrido y lo que ha pasado se restituyen en su unidad originaria en la mente de Dios, y en la cual aquello que podía no ser y ha sido se difumina en aquello que podía ser y no fue”.
José Luis Pardo interpreta la figura de Bartleby como una reflexión sobre el proceso de creación literaria. “Es la obra de alguien que se siente, por diversas razones, atormentado por la idea de escribir una novela, y al mismo tiempo incapaz de hacerlo”. Bartleby no llega de ningún lugar: aparece, adviene. Su quietud no se debe interpretar como silencio, sino como vacío. En realidad, no es un individuo, no es nadie. Su vida –escribe Pardo- es “mera exterioridad, piel sin cuerpo. Sólo se puede contar desde fuera, por los bordes, por lo que no hace, por todo aquello que rechaza”. El carácter enigmático de su conducta propicia la interpretación, pero Bartleby no oculta nada. No es nada distinto de lo que hace (o, mejor dicho, de lo que no hace). No pretende decir nada distinto de lo que dice (o no dice). Su resistencia a cualquier ejercicio hermenéutico recuerda los temores de Platón ante los exegetas de una escritura descontextualizada. Sin embargo, los actos de Bartleby siempre resultarán incomprensibles porque invariablemente declinan todo contexto. Su renuncia a hablar es la renuncia a ser interpretado por los orígenes o por los proyectos de futuro. Su inocencia es la inocencia de la pura literalidad de lo que es. Bartleby carece de atributos y de historia porque puede ser cualquier hombre, pero nunca un individuo con una identidad. Su trascendencia es su propia insignificancia. Por todas estas razones, no es un nuevo Cristo ni un Mesías, sino “un apóstol, pues son los apóstoles (y no Cristo) quienes tienen por misión la escritura y la repetición de la palabra al pie de la letra”.
W. Somerset Maughan sostiene que Herman Melville era un homosexual reprimido. Al igual que Thomas Mann, su sexualidad se orientaba hacia los jóvenes muchachos, a los que muchas veces describe con una prosa sensual y lírica, destacando sus atributos físicos. Lejos de asumir su identidad sexual, Melville experimentó sus fantasías como una prueba de la pujanza del mal, que se agitaba en su interior con la obstinación de un demonio, seduciéndolo una y otra vez con deseos impuros. No consumar esos apetitos sólo acentuó su tendencia a la melancolía y su interpretación del cosmos como un interminable conflicto entre el bien y el mal. Bartleby es un Ahab desarmado, que ha renunciado a perseguir a la ballena blanca. Cuando se acerca al costado de su nave, prefiere no lanzar el arpón, dejar que pase a su lado, contaminando el mundo con sus infinitas perversiones. Ahab es Bartleby enfurecido, emulando a los ángeles que luchan contra el Maléfico. No se cansa de hundir el arpón en su carne, aceptando su inmolación como el inevitable precio de luchar contra el pecado. Morir para no ser condenado, bajar al abismo para salir a la luz algún día y mirar al sol, henchido por la ebriedad del esclavo fugado de la caverna platónica. Ahab cree en la redención y en la salvación; Bartleby no se hace ilusiones. Sabe que su destino es la eterna infelicidad. Escribe Somerset Maughan a propósito de Melville: “Era un hombre triste y desgraciado, atormentado por instintos que rehuía aterrorizado; un hombre consciente de que la virtud le había abandonado; un hombre acosado por el fracaso y la pobreza; un hombre de corazón deseoso de amistad, pero que descubrió que la amistad era también vanidad; tal era, según yo lo veo, Herman Melville, un hombre a quien sólo se puede mirar con profunda compasión”.
Según Enrique Vila-Matas, Bartleby encarna “el mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca”. Sin embargo, esa renuncia puede ser fructífera en un plano más humano, lejos de la vocación literaria y el deseo de plasmar en obras una experiencia –o una visión- del mundo. La historia de Bartleby puede interpretarse como la historia de un interminable despertar. La inacción del escribiente que rechaza con suaves maneras las órdenes de su jefe es una forma de rebeldía, pero no una rebeldía contra la autoridad, sino contra la identidad. Nuestra personalidad se va constituyendo a base de actos que crean expectativas sobre nosotros. Si no hay nada en nuestro pasado, será imposible asignarnos una identidad. Sólo tendremos un nombre que apenas dirá nada de nosotros y cada día de nuestra existencia, lejos de corroborar o defraudar nuestras previsiones y las de los otros, se constituirá como un prolongado despertar preñado de posibilidades. No ser nada es la única forma de ser todos. Bartleby no es nadie en concreto porque se siente incapaz de renunciar a transitar por todas las formas de humanidad.
Todas las interpretaciones que intentan esclarecer el “caso Bartleby” pueden reivindicarse, ignorando sus aparentes contradicciones, pues quizás la intención última de Melville es liquidar la noción de sentido. La vida carece de finalidad; el bien y el mal son nociones carentes de significado, pues sólo expresan emociones transitorias; el fracaso es tan relevante como el éxito, ya que los actos humanos están abocados a borrarse en un tiempo infinito. El escritorio de Bartleby es la proa de la aventura humana y cuanto más avanza, más se desdibuja, preludiando el silencio cósmico que sepultará nuestras ilusiones de plenitud.
Bibliografía:
- Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción de María José Chuliá. Ilustrado por Javier Zabala. Madrid, Nórdica, 2008.
- Bartleby, el escribiente. Traducción de Jorge Luis Borges. Madrid, Siruela, 2009.
- Bartleby, el escribiente, seguido de tres ensayos (Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo). Valencia, Pre-Textos, 2005.
- Maughan, Somerset, Diez novelas y sus autores. Barcelona, Plaza-Janés, 1960.
- Vila-Matas, Enrique, Bartleby y compañía. Barcelona, Anagrama, 2000.