Entreclásicos por Rafael Narbona

Los últimos días de Simone Weil

15 agosto, 2017 09:24

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Simone Weil[/caption]

Un mes antes de morir, Simone Weil escribió una carta a su amigo y compañero Francis-Louis Closon, manifestando su agotamiento físico y mental: “Estoy acabada, rota, más allá de cualquier posibilidad de reparación”. Enferma de tuberculosis, afirmaba que, esencialmente, las personas se diferenciaban “por el objetivo que asignaban a sus vidas; por su vocación”. En su caso, aseguraba que su vocación había consistido en ponerse al servicio de la verdad, dejándose llevar por una apremiante llamada interior: “Yo carezco de la posibilidad de utilizar mi propia inteligencia. […] Es ella la que me utiliza a mí, y ella misma obedece sin reservas -al menos confío en que así es- a lo que le parece ser la luz de la verdad. Obedece día a día, segundo a segundo, y mi voluntad jamás ejerce sobre ella acción alguna”. Simone Weil escribe esta carta desde el hospital Middlesex el 26 de julio de 1943. Poco después, será trasladada al Grosvenor Sanatorium de Ashford, donde morirá el 24 de agosto de ese mismo año. Se ha dicho que sufría anorexia, que se dejó morir, que anhelaba el martirio. Su pasión por la metafísica platónica parecía haberse encarnado en su cuerpo, ahuyentando la materia. El escritor, político y periodista Maurice Schumann, uno de los primeros y más estrechos colaboradores de De Gaulle, observó que parecía “un espíritu casi desprendido de la carne”, el Verbo del Evangelio de Juan. Cuando los médicos insistían en que se alimentara mejor, descansara y se animara un poco, respondía: “No puedo sentirme feliz ni comer a gusto cuando siento que mi pueblo sufre”. O bien: “no estaré aquí mucho tiempo”.

Simone Weil consideraba deshonrosa su posición en Londres, lejos del peligro y las restricciones. Pedía que enviaran sus raciones de comida a los prisioneros de guerra franceses, avergonzada de no compartir sus penalidades. No le habían permitido combatir con la Resistencia. Su proyecto de lanzarse en paracaídas sobre Francia, sólo había provocado estupor e irrisión. Le contestaron que carecía de la preparación necesaria y que sería más útil elaborando informes para la Francia Libre. Weil aceptó, pero no sin imponerse unas durísimas jornadas de trabajo, que apenas le permitían unas horas de sueño. A veces, dormía en el suelo de su pequeño despacho y apenas comía. Su tuberculosis se agravó y acabó en el hospital. La perspectiva de morir no le inquietaba. Cuando su estómago apenas toleraba alimentos y ya no podía levantarse de la cama, le comentó a una de sus visitas: “Tú eres como yo, una porción mal cortada de Dios. Pero en mi caso no tardaré en dejar de ser algo cortado: estaré unida y vinculada”. Esas palabras no le impiden especular con su porvenir. No le agrada la actitud de la Francia combatiente con Argelia. Se alegra de no tener responsabilidades políticas. Después de la guerra, sólo desea volver a la enseñanza y pedir un permiso sin sueldo para leer y escribir. En el fondo, no se engaña. Sabe que no recobrará la salud. Cuando es trasladada a Ashford, se lleva sus libros, cuidadosamente empaquetados, pero cuando contempla su habitación, con dos camas y una ventana abierta sobre un prado lleno de árboles, musita: “Un hermoso lugar para morir”. Su muerte no resultó traumática. Sufrió una parada cardíaca mientras dormía. Los médicos anotaron que su aspecto era apacible, sin indicio de dolor. Sólo pasó dos días en coma. Poco antes de perder la conciencia, comentó que era judía, pero que deseaba hacerse católica, si bien no le convencían algunos aspectos de la doctrina y de la historia de la Iglesia romana. Un juez de instrucción ordenó una investigación y, tras examinar los informes médicos, dictaminó suicidio. Los periódicos locales publicaron la noticia en portada, con titulares que hablaban del “curioso sacrificio de una profesora francesa”. Fue enterrada el 30 de agosto en la zona reservada a los católicos del cementerio de Ashford. Asistieron siete personas a la ceremonia. Se avisó a un sacerdote, pero perdió el tren y no llegó a tiempo. Maurice Schumann leyó unas plegarias del Misal romano. Se depositó sobre la tumba un ramo atado con los colores de la bandera francesa.

Simone Weil murió con treinta y cuatro años. La mayor parte de su obra se hallaba inédita. Albert Camus, que admiraba su escritura y su trayectoria vital, editó y publicó gran parte de sus manuscritos, a veces con criterios muy subjetivos. En 1988, Gallimard publicó su obra completa en dieciséis volúmenes. Actualmente, disfruta de un amplio reconocimiento, pero su figura continúa despertando perplejidad, asombro y cierto malestar. ¿Quién era realmente esa joven judía, profesora de filosofía, sindicalista, operaria de Renault y excombatiente de la Columna Durruti, que experimentó en Asís la imperiosa necesidad de arrodillarse ante el altar? ¿Cómo había que interpretar su experiencia mística con Cristo mientras recitaba “Love”, el famoso poema de George Herbert, que le ayudaba a combatir sus terribles migrañas? ¿Era una revolucionaria, una mística, quizás una neurótica? Cuando uno de los médicos que la atendió durante sus últimos días le preguntó por su profesión, contestó: “Soy filósofa y me intereso por la humanidad”. Su búsqueda incansable de la verdad impulsó un peculiar itinerario desde el comunismo hasta el catolicismo, pero lejos de cualquier ortodoxia. Sería un tremendo error afirmar que con la edad derivó hacia posiciones reaccionarias, pues nunca se desvió de su preocupación esencial: el hombre. Tal vez por eso despertó la simpatía de Camus, otro rebelde que se debatió entre el marxismo y un ateísmo que desembocó en la doctrina estoica del amor fati (embrión –según Weil- del auténtico cristianismo). No se puede amar al hombre, sin amar el mundo, la tierra, el orden del cosmos. Eso sí, donde Camus sólo reconoce la impronta de lo absurdo, Weil advierte la gramática de Dios.

La experiencia mística de Simone Weil no consistió en una aparición, sino en una vivencia. Como explicó al padre Perrin en una carta, “en ese súbito apoderamiento de mi ser por Cristo, ni la imaginación ni los sentidos tuvieron nada que ver; sólo sentí a través del sufrimiento la presencia de un amor semejante al que se observa en la sonrisa de un rostro amado”. En su correspondencia con Joë Bousquet, destacó que se había tratado de “una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano”. En esas fechas, Weil no había leído a los místicos y siempre había contemplado con rechazo esa clase de experiencias. El problema de Dios le parecía insoluble y sumamente impenetrable: “No había previsto la posibilidad de algo como esto, de un contacto real, aquí abajo, de persona a persona, entre un ser humano y Dios”. Su amiga y biógrafa Simone Pétrement, escéptica en el plano religioso, concede credibilidad a la experiencia mística de Weil por su incapacidad de mentir y su integridad moral: “Si alguien me dice que ha encontrado a Dios, yo no le creo. Pero si quien me dice eso es un santo, debo prestar gran atención a lo que dice”. El santo se caracteriza por un amor puro hacia los demás, por un absoluto desapego a su yo, por una búsqueda perpetua e intransigente de la verdad. Un amor de estas características, que jamás comerciaría con la gloria o la vanidad, merece ser creído, pues no está contaminado por ningún interés mundano. Pétrement reconoce esa clase de amor en Simone Weil. Su vida está impregnada de santidad y, por eso, su encuentro con Cristo posee la certeza de las verdades indubitables, de esos principios lógicos que sirven de fundamento al razonar, pero que no pueden ser justificados. Escoger como confidente a Joë Bousquet, el poeta confinado en una cama por una herida sufrida en el frente durante la primera guerra mundial, sólo corrobora la autenticidad de una vivencia que sólo acontece en los umbrales del dolor o la inocencia.

¿Cómo es posible transitar de la conciencia revolucionaria a la conciencia mística? ¿Son posiciones antitéticas, irreconciliables, o dos meras variaciones de un mesianismo acunado por la inmadurez neurótica? Nada menos esclarecedor que la simple descalificación, donde no hay voluntad de compresión, sino incapacidad para asimilar y tolerar la alteridad. Todas las etapas de la vida de Simone Weil están comunicadas por un ardiente anhelo de verdad. El revolucionario y el místico se rebelan contra su época, invocando un porvenir diferente. Su sentido del tiempo no es el del hombre común, demasiado apegado a lo inmediato. El inconformismo no es un desorden interior, sino una perspectiva crítica sobre lo real que apunta hacia lo utópico o trascendente. La rebeldía no es un sentimiento negativo. Detrás de su descontento, anida el impulso primario de echar raíces, de vincularse firmemente a creencias profundas y expectativas liberadoras: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. Echar raíces, sí, pero no como un derecho, sino como una obligación incondicionada hacia el otro. La obligación hacia el ser humano es un deber eterno. Esta obligación “no está basada en nada de este mundo”. Para Simone Weil, Dios es la garantía de que en el universo el bien prevalecerá sobre el mal. Ninguna ideología política puede usurpar el papel de la providencia divina, que imprime un sentido y una finalidad a la historia, salvando a la humanidad del despiadado reino del azar. En la filosofía de Platón, ya se aprecia esa interpretación del cosmos. El Bien es real, eterno, inmutable, imperecedero. Por el contrario, el mal sólo es privación, defecto, desarraigo. Weil piensa que el Bien triunfará cuando todos los hombres se sientan vinculados y resulte imposible contemplar las penurias ajenas con indiferencia. Pensar que ese horizonte jamás se consumará, sólo contribuye a retrasar su advenimiento. El pesimismo es el peor enemigo de la esperanza.

Simone Weil no se acerca al catolicismo por miedo a morir. De hecho, la idea de la inmortalidad le produce incredulidad. Su aproximación a Dios surge de la gratitud: “Aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad”. ¿Cómo es posible que Camus, ateo convencido, se interesara por un pensamiento semejante? ¿Quizás le sucedía lo que a algunos lectores contemporáneos, que admiran a Simone Weil como pensadora política, pero reaccionan con frialdad ante sus inquietudes religiosas, atribuyéndolas a su extraño temperamento? No creo. Camus comprendió que la grandeza de Weil residía en su amor incondicional a la vida y en su honda solidaridad con los humillados y ofendidos. Jamás la consideró una loca y, menos aún, una impostora. Desde itinerarios distintos, Camus y Weil dicen sí a la experiencia de estar en el mundo, incluso cuando aparecen el dolor y el absurdo. Al igual que Sísifo, ambos empujan la piedra hasta la cima y sonríen cuando contemplan el paisaje, sin olvidar que otros más desdichados nunca conocerán esa serenidad. El otro, la amistad, la belleza del mundo, la poesía, el arte, sólo se hacen reales cuando olvidamos que la verdadera libertad consiste en amar la plenitud del instante, rechazando la tentación del suicidio. El mayor delito del hombre no es haber nacido, sino exigir más de lo que razonablemente cabe esperar. Se debe luchar contra la injusticia, pero no contra la vida, que nos colma de dones, como el privilegio de pensar, el sentido estético y el sentimiento de fraternidad. Simone Weil atribuye la vida a Dios. Camus no acepta este planteamiento, manteniéndose –a su pesar- en la órbita de Antoine Ronquetin, incapaz de soportar la irracional hegemonía de la materia.

El legado de Simone Weil se puede condensar en una sola frase extraída de la penúltima carta a sus padres: “No perdáis la esperanza. Sed felices”. Pienso que Camus habría asentido desde la otra orilla, lejos de Dios, pero no del imperativo de buscar la dicha y amar al hombre.

 

Nota bibliográfica:

Ninguna de las obras de Simone Weil decepciona o produce indiferencia. Yo siento predilección por Echar raíces y A la espera de Dios, ambos publicados por la editorial Trotta, con excelentes prólogos y traducciones. Los dos libros se armaron póstumamente, reuniendo textos, cartas y apuntes. Albert Camus asumió la edición de L’enracinement, con ayuda de la madre de Simone, que mecanografió el manuscrito.

 

 

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