Entreclásicos por Rafael Narbona

Isaiah Berlin, un liberal contra las utopías

21 noviembre, 2017 10:16

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Isaiah Berlin[/caption]

Al igual que los clásicos literarios, los clásicos del pensamiento nos obligan a abandonar los lugares comunes, revelándonos perspectivas nada complacientes con nuestros prejuicios. Isaiah Berlin, el primer judío becado por el Alls Souls College de la Universidad de Oxford, escribió Dos conceptos de libertad como discurso de toma de posesión de su cátedra de teoría social y política. Su reflexión sobre la libertad alerta sobre la carga letal de las utopías, que suelen justificar la inmolación del individuo para crear un supuesto paraíso. En su obra, Berlin apunta que la discrepancia es un rasgo esencial de la naturaleza humana, sin el cual no existiría la sociedad, la historia o el conocimiento. El primitivo Edén es un estadio pre-humano, pues sus habitantes no utilizan su raciocinio hasta que adoptan una decisión, desafiando a Dios. Los paraísos totalitarios se parecen al mítico Edén, pues someten al hombre a una tiranía que los infantiliza, arrebatándoles la capacidad de pensar y decidir. Discrepar no debería significar odiar, pero Berlin sabía por experiencia propia que el ser humano no necesita demasiados pretextos para transformar sus discrepancias en odio. Su familia había abandonado Riga para escapar del antisemitismo y, más tarde, se había trasladado al Reino Unido, huyendo de la revolución bolchevique. De niño, Berlin contempló el linchamiento de un policía zarista, lo cual le inspiró un relato premiado con una bolsa de chucherías. Tenía doce años y solo llevaba doce meses en suelo inglés, pero su dominio del idioma ya era notable. La trágica escena se grabó en su memoria y siempre le mantuvo alejado de las ideologías que cometen horribles crueldades, asegurando que son necesarias para construir un mundo mejor.

En Dos conceptos de libertad, Berlin refuta tesis del materialismo histórico, pues considera que las ideas desempeñan un papel esencial en la historia: “Hace más de cien años Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas; los conceptos filosóficos engendrados en el sosiego del despacho de un profesor pueden destruir una civilización”. Es evidente que las condiciones materiales ejercen una poderosa influencia en la historia, pero las ideas no son meras construcciones teóricas que justifican el orden social. “Solo un materialismo histórico muy vulgar niega el poder de las ideas y afirma que los ideales no son más intereses económicos disfrazados”. Si fuera así, la historia de la civilización solo sería una concatenación de “meros sucesos naturales”.

La libertad es un término “poroso” y de difícil definición, pero aclarar su significado resulta determinante para adoptar una posición ética o política, si es que es posible separar dos términos que siempre deberían estar estrechamente unidos. Por eso, el eje de la conferencia de Berlin es la distinción entre libertad negativa y libertad positiva. ¿Qué es la libertad negativa? “Normalmente se dice que soy libre en la medida en que ningún hombre ni grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este aspecto, la libertad política es, simplemente, el espacio en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Si otros me impiden hacer algo que antes podía hacer, entonces soy en esa medida menos libre; pero si ese espacio es recortado por otros hombres más allá de lo admisible, entonces puede decirse que estoy siendo coaccionado o hasta esclavizado”. Es evidente que Berlin se inspira en la definición proporcionada por Hobbes: “Libertad significa, propiamente, ausencia de oposición. […] Un hombre libre es aquel que, en aquellas cosas que puede hacer en virtud de su propia fuerza e ingenio, no se ve impedido en la realización de lo que tiene voluntad de llevar a cabo”. Hobbes razona con la objetividad de un lógico, estableciendo relaciones de fuerzas. Berlin prolonga su argumentación, alertando sobre los riesgos de la libertad negativa, pues si no se establecen límites y coacciones legítimas, el fuerte devorará al débil y los propietarios de las minas y las fábricas explotarán a sus trabajadores, recurriendo incluso al trabajo infantil. Berlin cita a R. H. Tawney: “La libertad del pez grande es la muerte del pez chico”. Y añade: “La libertad de unos depende de la contención de otros”.

Es evidente que los límites o coacciones no pueden afectar a la estricta intimidad. La vida privada no debe estar regulada por lo público. De hecho, Hannah Arendt –que no era la pensadora favorita de Berlin- afirmaba que los totalitarismos borran la frontera entre lo público y lo privado para suprimir cualquier vestigio de libertad o autonomía. Las contrautopías de Huxley, Orwell y Bradbury coinciden en ese punto, mostrando cómo el poder intenta controlar hasta los sueños y el inconsciente y, por supuesto, se entromete en los afectos y la sexualidad. Berlin advierte que “la libertad es libertad, y no igualdad, equidad, justicia, cultura, felicidad o una conciencia tranquila”. La libertad perfecta puede liquidar la igualdad, la equidad y la justicia. Por eso, resulta imprescindible renunciar a una parte de nuestra libertad, pues es la única forma de garantizar la del resto y poder convivir éticamente con nuestros semejantes. Esa renuncia afecta a cuestiones de sentido común, al menos en el contexto de nuestra civilización, con sus raíces cristianas y judías: no matar, no robar, no mentir, honrar a los padres, ser leal con los amigos, respetar la palabra dada. En lo que solo concierne a nuestra intimidad, no hay que renunciar a nada, pues la libertad de ideas y el inconformismo son la fuente de la innovación, la creatividad y el coraje moral.

No podemos negar que hay desigualdades legítimas. El heroísmo, el genio científico o el talento artístico representan la excelencia y no deben interpretarse como un agravio, pues redundan en beneficio de todos, aportando grandes cosas a la vida comunitaria. La libertad no puede ser “mediocridad colectiva”, por utilizar la expresión de Mill, pues entonces no surgirían logros como las sinfonías de Beethoven, la Capilla Sixtina, la Teoría de la Relatividad o el heroísmo de Irena Sendler, la enfermera y trabajadora social polaca que salvó a 2.5000 niños judíos del gueto de Varsovia. Detenida y torturada por los nazis, no reveló el paradero de los niños ni el nombre de sus colaboradores. Salvó la vida de milagro y cuando años más tarde comenzó a recibir reconocimientos, explicó que nunca se le pasó por la cabeza recibir ninguna clase de homenaje: “Esos actos fueron la justificación de mi existencia en la tierra, y no un título para recibir la gloria”. Es evidente que el reconocimiento de su excelencia moral es una desigualdad legítima y un ejemplo que invita a la emulación. Si desaparece la excelencia moral, científica o artística, nos empobreceremos todos.

¿A qué podemos llamar libertad positiva? “El sentido positivo de la palabra libertad -escribe Berlin- se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio amo. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mis propios actos voluntarios y no de los de otros hombres. Quiero ser un sujeto y no un objeto; quiero persuadirme por razones, por propósitos conscientes míos y no por causas que me afecten, por así decirlo, desde fuera”. El ideal de la libertad positiva es la autorrealización. El problema surge cuando las ideologías afirman que la verdadera libertad consiste en realizar un ideal colectivo, ya sea el imperialismo económico y militar, la utopía socialista, la liberación nacional de un pueblo supuestamente oprimido o la pureza racial y religiosa. Hegel afirma que el Estado prusiano es el reino de la libertad, pues constituye la objetivación de la Razón. El régimen nazi y la dictadura soviética utilizaron argumentos semejantes para pisotear las libertades individuales y cometer las peores iniquidades. La libertad entendida como realización de un ideal postula la existencia de derechos históricos y colectivos, pero es evidente que esos derechos solo se pueden hacer valer por la fuerza, nunca por medio de la razón. Las ideologías omiten que los derechos son individuales, personales, humanos, no entidades metafísicas o mitos históricos.

Berlin rechaza la doctrina estoica del sabio que obtiene la libertad, retirándose a su ciudadela interior. Muchas tiranías han prosperado gracias a ese gesto de presunta autosuficiencia, que identifica la libertad con la extinción del deseo, una meta paradójica, pues solo el suicidio podría librarnos de experimentar anhelos y frustraciones. Tampoco es aceptable el paternalismo, que nos mantiene en una eterna minoría de edad. Berlin está de acuerdo con Kant, según el cual “nadie puede obligarme a ser feliz a su manera. […] El paternalismo es el mayor despotismo imaginable”. Desgraciadamente, Montesquieu, Rousseau y el propio Kant incurren en el mismo error que Hegel, afirmando que la libertad consiste en “poder hacer lo que se debe querer”, una expresión que solo puede interpretarse como una justificación de un despotismo más o menos paternal. En ese sentido, el papel de los filósofos ilustrados se parece al de Sarastro, el sacerdote de La flauta mágica de Mozart, que asocia la libertad con la conversión religiosa. El paternalismo, ya sea en su modalidad política o religiosa, presupone que hay una armonía universal, un estado de felicidad colectiva que podría materializarse con la libertad positiva de los poderes públicos. Es evidente que ese credo es un mero instrumento de la tiranía y lo curioso es que se haya gestado en el Siglo de las Luces.

Aunque no menciona la Dialéctica de la Ilustración (1944), de Adorno y Horkheimer, Berlin comparte su tesis principal. La Ilustración convirtió a los súbditos en ciudadanos, pero también abrió paso a las ideologías que esclavizaron a la humanidad durante el siglo XX. ¿Cuál es la alternativa que nos libere realmente del Estado totalitario, aunque se disfrace de “ogro filantrópico”, según la famosa expresión de Octavio Paz? Según Berlin, el pluralismo, el reconocimiento de que nunca existirá una armonía universal (o monismo), pues los fines humanos siempre han sido y serán múltiples y opuestos. Las utopías presuponen una síntesis de todas las fuerzas históricas y sociales, pero es una meta absurda, un delirio. Mientras haya seres humanos, habrá conflictos y, lo más racional, será negociar para evitar la guerra. Ningún ideal tiene una validez universal y atemporal, pues incluso los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad pueden adquirir en un futuro un contenido que ahora no somos capaces ni de imaginar. Y algunas costumbres que hoy en día nos parecen perfectamente normales, tal vez algún día se considerarán discriminatorias o injustas.

A pesar de sus discrepancias, Berlin cita una vez más a Kant para ironizar sobre la teoría del hombre nuevo, aireada con el mismo fervor por marxistas y fascistas. Sin desdén o arrogancia, Kant advierte que “con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada completamente derecho”. No podemos caer en la barbarie de Procusto, que ofrecía su lecho al viajero solitario para descuartizarlo mientras dormía. Procusto es el revolucionario, según el cual es necesario destruirlo todo, reventar el sistema y crear un mundo nuevo. Escribe Berlin: “El pluralismo, que implica libertad negativa, me parece un ideal más verdadero y humano que aquellos que buscan en las grandes estructuras disciplinarias y autoritarias el ideal del autocontrol positivo de las clases, de los pueblos o de la entera humanidad. Es más verdadero porque, al menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, son en parte inconmensurables y están en permanente conflicto”. En definitiva, la libertad de una sociedad se medirá por los límites impuestos al poder y por los mecanismos establecidos para revocar sus privilegios, permitiendo la alternancia política. Para el individuo es irrelevante ser oprimido por un gobierno popular o por un rey absoluto. Incluso el ideal democrático puede convertirse en una odiosa forma opresión, si los gobernantes no están sujetos a la autoridad de un poder judicial independiente, las críticas de una prensa libre y las iniciativas ciudadanas.

La democracia no es un ideal épico, pero es un ideal humano, que presupone nuestras miserias e imperfecciones. Nos permite convivir, sin desear la muerte del adversario. Si actualmente se halla en descrédito, no es por su impotencia para garantizar la paz y la prosperidad, sino por un funcionamiento defectuoso de sus principios. Si logramos restablecer el pluralismo, que su matriz y su principal seña de identidad, el pez grande no se comerá al chico y los mecanismos redistributivos garantizarán los derechos básicos de ciudadanía. No es una gesta romántica, como las revoluciones (tan pródigas en excesos y actos de brutalidad), sino un trabajo solidario, ambicioso y creativo, que marca la diferencia entre civilización y barbarie. Dos conceptos de libertad es la brillante aportación de Isaiah Berlin a esa tarea. No es un panfleto, como el Manifiesto Comunista, sino un programa de convivencia y madurez moral.


Nota bibliográfica:

Publicada por Alianza Editorial, la traducción de Ángel Rivero Rodríguez de Dos conceptos de libertad refleja fielmente la fina ironía de Isaiah Berlin y su sutil forma de encadenar razonamientos.

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