Maquiavelo en el bosque sagrado de Bomarzo
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Pocos clásicos del pensamiento político han suscitado tantas condenas como El príncipe de Maquiavelo, acusado de alentar y justificar los abusos del poder absoluto. Casi nunca se repara en que el libro surgió con el propósito de fundamentar una nueva noción del Estado, donde el poder civil ya no se hallara subordinado al poder de la Iglesia, ni a las fantasías utópicas. Con este planteamiento innovador, Maquiavelo demarcaba los límites del espacio político, contribuyendo a la creación de una ciencia y un lenguaje cuyos fundamentos ya no apuntarían a lo trascendente, sino a la pura inmanencia de los asuntos humanos. De este modo, la teoría política no sólo se emancipaba de lo religioso, sino también de lo ético, constituyéndose como una disciplina independiente más preocupada por el “ser” que por el “deber ser”.
Esta nueva interpretación de la política implicaba una redefinición de los conceptos de virtud, poder y azar que cuestionaba el optimismo antropológico del humanismo renacentista. Frente al pesimismo de la tradición medieval, el humanismo reivindicaba la recuperación de los clásicos grecolatinos, exaltando las posibilidades de la naturaleza humana, dotada de ingenio, libertad y dignidad. Aunque Maquiavelo compartía la admiración por los clásicos de la Antigüedad, nunca abrigó grandes expectativas sobre el ser humano. Lector temprano de Virgilio, Ovidio, Tucídides, Plutarco, Tácito y Tito Livio, el joven Nicolás transcribió íntegro el poema de Lucrecio Sobre la naturaleza de las cosas, donde aprendió que el hombre no es el señor de la naturaleza, sino su víctima y siervo. Expuesto al azar, nace indefenso e implorando amparo. Su miedo e impotencia no promueven el coraje y la rectitud, sino el egoísmo, la cobardía y la traición. Por eso, es absurdo plantear la política en términos morales. El político que se convierte en rehén de los principios sólo labra su destrucción y la disolución del orden social. Maquiavelo nunca se apartó de esta interpretación de la condición humana, abogando por una ética de la responsabilidad que no claudicara ante los discursos emocionales.
Hijo de una empobrecida familia de la nobleza florentina, Nicolás Maquiavelo nació en 1469. Apenas tenemos datos de su vida anteriores a 1497, salvo una carta donde comenta dos sermones de Savonarola, reprobando el comportamiento de aquellos hombres que entran en política, sin conocer la verdadera naturaleza del poder. Un año después, ingresa en la burocracia florentina como secretario de la segunda chancillería. Entre 1499 y 1512, realiza misiones diplomáticas en las cortes de Luis XII de Francia y Maximiliano I de Habsburgo. Sus experiencias serán recogidas en Las relaciones diplomáticas, una colección de informes elaborados para la república de Florencia, donde ya se enuncian algunas de las teorías de su ideario político: la prioridad de la fuerza y el interés sobre la amistad y la palabra dada, la influencia de la fortuna o azar, la necesidad de observar atentamente los hechos, la conveniencia de volver a los orígenes. Más adelante, escribe el Retrato de las cosas de la Magna y el Retrato de las cosas de Francia, donde analiza la división de Alemania y la creciente solidez de la corona francesa.
Durante esos años, su máximo anhelo es la creación de una milicia que libere a Florencia de su dependencia de mercenarios o naciones más poderosas. Fiel a la República, la milicia se identificaría con una “señal pública” o emblema que simbolizara los intereses generales. Maquiavelo consideraba que el gobierno debía recaer sobre hombres de gran temple, como César Borgia, Fernando el Católico o Cosme el Viejo, que repudiaba la moral cristiana en cuestiones de gobierno, pues estimaba que no se puede hacer política con el rosario en la mano. Como ejemplo de fortaleza de espíritu, Maquiavelo citaba el caso de Madonna Caterina, que no se dejó amedrentar por sus enemigos, cuando éstos la amenazaron con degollar a sus hijos. Su respuesta consistió en “exhibir sus partes genitales diciendo que todavía tenía medios para hacer otros” (Discursos, III, 6). Esta reacción le pareció tan notable que también la refirió en su Historia de Florencia.
A partir de 1512, Maquiavelo comienza a redactar sus grandes textos. En ese año, Florencia cae bajo el dominio español y se restablece en el poder a la familia Médicis. De nada le valdrán a Maquiavelo los éxitos en su gestión diplomática. Ni siquiera su participación en la recuperación de Pisa para la República impedirá su caída en desgracia. Conocerá la cárcel y sufrirá tormento. Excluido de la vida pública y obligado a retirarse al campo, inicia los Discursos acerca de la primera década de Tito Livio, ejercicio de historia comparada donde se establecen paralelismos entre la antigua Roma y la política de Florencia. Interrumpe la redacción de esta obra para escribir de una sola vez los veintiséis capítulos de El príncipe (1513). En este breve opúsculo, dedicado a Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, ofrece una serie de consejos prácticos para resolver los obstáculos que entorpecen la actividad política. El hombre debe estudiar la realidad para dominarla, impidiendo que le desborden los acontecimientos. La obligación de estar a la altura de los hechos justifica el uso de la crueldad y la violencia. No hay más virtud que la capacidad de resistir a las situaciones adversas, sin permitir que la fortuna frustre nuestros proyectos. Entre 1515 y 1517, Maquiavelo finaliza los Discursos. En 1518, acaba la comedia La Mandrágora, donde ridiculiza a la burguesía florentina, más preocupada por su patrimonio que por la suerte de su ciudad. La Historia de Florencia (1520-26), que el Papa Clemente VII recompensó con ciento veinte ducados de oro, confirma la calidad de Maquiavelo como prosista. Sus libros de poemas (Decenales, Capitoli, El asno de oro) carecen de la fuerza de los textos en prosa, pero siempre revelan un pensamiento poderoso y una intuición penetrante.
Los últimos años de Maquiavelo no hicieron justicia a su erudición y talento. Acosado por las dificultades económicas, tuvo que trabajar como legado de un capítulo de frailes menores. Prosista original e incisivo, tal vez su mayor mérito haya sido impulsar la secularización de la política. Murió en Florencia en 1527. Entre 1531 y 1532, se publicaron, con carácter póstumo, El príncipe y los Discursos, consagrando a Maquiavelo como uno de los grandes pensadores políticos de un siglo aficionado a teorizar sobre la vida pública y el gobierno de los pueblos. Rousseau afirmaba que el espíritu de estas dos obras es contradictorio, pero esa supuesta incongruencia desaparece, cuando se advierte que la admiración por la antigua Roma que impregna los Discursos, no es incompatible con la defensa del absolutismo en los casos donde la corrupción de la vida política exige la supresión de las libertades y la concentración del poder en la figura del soberano. No se debe olvidar que los escritos políticos de Maquiavelo son el producto de su experiencia como diplomático en una Italia maltratada por la venalidad y el egoísmo de unos príncipes sin visión política.
La filosofía política de Maquiavelo se basa en una interpretación pesimista del hombre y la naturaleza. Todo está gobernado por un azar ciego y sin propósito. No hay una teleología oculta. No existe la providencia. Los fines son una invención de la imaginación, pues ni siquiera en la condición humana se puede hablar de una finalidad propia. El sentido de la política es contrarrestar el desorden natural. El Estado es la gran construcción de la humanidad, su obra suprema. El político se inventa lo que la naturaleza no puede producir. Eso justifica su recurso a la fuerza, a la violencia. La concepción del Estado de Maquiavelo recuerda el Leviatán de Hobbes, transformado en Ser supremo. Desde esta perspectiva, la idea de la inmortalidad individual queda reducida a la gloria de los que perduran en la memoria colectiva por su participación en el mantenimiento de un organismo político sano y duradero. La filosofía política no puede discurrir sobre “repúblicas y principados que jamás se han visto ni conocido” (El príncipe, XV). Su objeto no es la Utopía, sino la posibilidad. La visión utópica afirma que nada más eficaz “para defender y mantener el poder que ser amado”, y “nada más contrario que ser temido”. Sería perfecto que el gobernante concitase ambos sentimientos, reconoce Maquiavelo, pero ante la dificultad de conseguirlo “es mucho más seguro ser temido que amado, cuando haya de faltar una de las dos cosas” (El príncipe, XVII).
Para Maquiavelo, la virtud no se identifica con la caridad y el respeto a la ley, sino con la excelencia y la fuerza que permitan dominar las contingencias de fortuna. Si la fortuna es el conjunto de variables atribuibles al azar, la verdadera virtud consistirá en intentar contrarrestar su influencia. A la fortuna sólo se la puede dominar mediante la violencia, porque, según Maquiavelo “es mujer y si se la quiere tener sometida es necesario pegarle y golpearla. Es más fácil vencerla con vehemencia que con frialdad. Como mujer, además, siempre se muestra amiga de los jóvenes, porque son menos respetuosos” (El príncipe, XXV). La humanidad se divide en “príncipes” y “súbditos”. Los príncipes aspiran al poder y los súbditos a la seguridad. Esta diferencia es la causa de que los hombres ocupen “naturalmente” posiciones distintas en la trama social. Esta forma de estratificación se repite en todas las edades y en todos los pueblos. La política no puede fundarse en los valores cristianos, pues al príncipe sólo le incumbe preservar el orden y deshacerse de sus enemigos (actuales o potenciales), utilizando todos los medios a su alcance. El príncipe nunca debe olvidar que los deseos más universales de la naturaleza humana son la protección de su vida y hacienda. Un hombre olvida con más facilidad la pérdida de sus progenitores que de su patrimonio. Por eso es preferible el asesinato a la exacción de los bienes.
El gobierno no puede basarse en la voluntad general, pues “la plebe tiende por naturaleza a alegrarse del mal” (Historia, II, 34). Además, “una multitud sin jefe no es útil para nada” (Discursos, I, 44). “Es necesario que haya un hombre solo que establezca la forma de gobierno y de cuya mente dependa toda organización” (Discursos, I, 9, 2). La depravación de la naturaleza humana y la incapacidad de la masa para gobernarse a sí misma justifican sobradamente la crueldad con que debe actuar un príncipe para imponer paz y obediencia entre sus súbditos. A fin de cuentas, los castigos ejemplares mantienen el orden con más eficacia que la benevolencia y la violencia obtiene la sanción de la moral cuando de un acto brutal se deriva un bien innegable. Con relación al príncipe, “conviene que cuando el hecho le acuse, el resultado le excuse; y cuando el resultado es bueno, como ocurrió en el caso de Rómulo [el asesinato de su hermano], siempre le absolverá. Es digna de censura la violencia destructiva, no la violencia que reconstruye” (Discursos, I, 9).
El príncipe no está obligado a mantener sus promesas cuando éstas le perjudican. Sus decisiones sólo atienden a las circunstancias, que cambian constantemente. La imprevisible rueda de la fortuna exige que actúe “como bestia y como hombre”, amoldando su conducta a los acontecimientos. Debe humillarse cuando las circunstancias lo exijan y mostrarse implacable cuando sea menester. A veces, tendrá que halagar a las masas y otras aplastarlas. Si puede no debe apartarse del bien, pero ha de saber emplear el mal cuando sea necesario. En cualquier caso, no se puede juzgar su conducta conforme a principios extrínsecos, pues el príncipe es origen y causa de toda ley y moral. Cuando se acomete el gran juego del poder, hay que prescindir de justificaciones o reparos. La actividad política se justifica por sí misma y no tiene otros límites que sus posibilidades de éxito en su tarea de erradicar el caos y la anarquía.
Se ha dicho que el príncipe de Maquiavelo era poco más que un cuadro idealizado del tirano italiano de la época. Esta observación parece olvidar que el ideal político del secretario florentino no es el príncipe de su famosa obra homónima, sino la república romana, basada en la libertad y las buenas costumbres. La política de urgencia enunciada en El príncipe sólo responde a la necesidad de un momento histórico y no se puede interpretar como un modelo definitivo. Maquiavelo entendía que en la Italia de su época la paz sólo llegaría con un monarca absoluto, capaz de combatir contra las bandas de mercenarios que asolaban el país y de acabar con la corrupción de los príncipes. Según Maquiavelo, el primer paso hacia la paz social es la creación de un ejército de ciudadanos, semejante al levantado por Luis XI en Francia. La milicia obligatoria es necesidad primordial para el Estado. Maquiavelo propone la conscripción forzosa de todos los hombres con edades comprendidas entre diecisiete y cuarenta años. Nadie puede inhibirse de la obligación de defender el bien común.
Desde su publicación, El príncipe provocó un aluvión de críticas que acusaban a la obra de inmoralidad. En 1559 fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos y en 1572, la comisión del Concilio de Trento ordenó a los herederos del secretario florentino que expurgaran la obra de su ilustre antepasado y borraran su nombre de la portada para evitar prejuicios y malentendidos. Sabemos que Carlos V consultaba El príncipe con asiduidad, ignorando la prohibición de Roma. Hegel defendió el legado de Maquiavelo, “un buen patricio y un hombre profundamente versado en la ciencia política” que movido por “un alto sentido de necesidad dictó las máximas de El príncipe”. Quizás nadie ha comprendido tan bien como Gramsci la función de la violencia en el pensamiento político de Maquiavelo: “El príncipe podría ser estudiado como una ilustración histórica del mito soreliano, es decir, como una ilustración de una ideología política que se presenta no como una fría utopía o una argumentación doctrinal, sino como la creación de una imaginación concreta que opera sobre un pueblo disperso y pulverizado a fin de suscitar y organizar una voluntad colectiva”.
Es inexcusable leer las obras de Maquiavelo para comprender su pensamiento político y su filosofía moral, pero si alguien quiere conocer cómo era la situación histórica que suscitó las descarnadas reflexiones de El príncipe, puede leer con provecho Bomarzo (1962), la extraordinaria novela del argentino Manuel Mújica Lainez. Su personaje principal, el duque Pier Francesco Orsini, nace en 1513, un año después de que Maquiavelo escriba El príncipe. Con la columna gravemente deformada, el duque nunca conocerá la dicha ni la paz. Su aspecto monstruoso parece el fruto inevitable de “una Italia frenética, huérfana de Dios”. El infortunado aristócrata confiesa: “Vine al mundo en tiempos de violencia”. Los jardines del Castillo de los Orsini en Bomarzo, Viterbo, alojan un insólito parque –o bosque sagrado– con esculturas talladas en roca que representan a personajes mitológicos, casi siempre monstruos de expresión atormentada. En su última hora, el duque de Orsini pasea por los jardines del castillo familiar. Se acerca su muerte, pero ha descubierto algo esencial: los verdaderos monstruos están fuera y tienen forma humana. No me cuesta trabajo imaginar a Maquiavelo paseando por el bosque sagrado de Bomarzo, sumido en una melancolía similar.