María Blanchard dando clase a una alumna, fotografía de Michael Houseman; Henri Toulouse-Lautrec fotografiado por Paul Sescau en 1894, y el cantautor Vic Chesnutt fotografiado en el escenario semanas antes de su muerte en 2009 por Todd Kulesza

María Blanchard dando clase a una alumna, fotografía de Michael Houseman; Henri Toulouse-Lautrec fotografiado por Paul Sescau en 1894, y el cantautor Vic Chesnutt fotografiado en el escenario semanas antes de su muerte en 2009 por Todd Kulesza

Entreclásicos

La belleza de los niños tullidos: María Blanchard, Henri Toulouse-Lautrec, Vic Chesnutt

Ellos son la verdadera luz del mundo, pero el mundo está ciego y los esconde en un sótano oscuro.

3 septiembre, 2024 02:15

Los niños tullidos son la verdadera luz del mundo, pero el mundo está ciego y los esconde en un sótano oscuro. Los niños tullidos miran a los ojos, esperando una mirada que los rescate de su infortunio, pero el mundo pasa de largo con la arrogancia de una princesa malcriada. El mundo no quiere saber nada de los que nacieron con bracitos diminutos, piernas asimétricas o una mente vulnerable.

Los niños tullidos nunca tendrán familia, pues la Naturaleza ha dispuesto que no propaguen sus “taras”. “La Naturaleza es una reina cruel”, ya lo dijo Hitler. La Naturaleza es un Consejo de Ancianos que acude a todos los concursos de belleza para asegurarse de que no haya niños tullidos, afeando el esplendor de la especie humana. La carne esculpida en los gimnasios es un escaparate hortera que jamás reflejará la melancolía de un niño en silla de ruedas.

Los niños tullidos son niños que enterraron sus ilusiones cuando otros niños los acompañaron a un espejo y les mostraron que nunca serían como ellos. Los niños tullidos no crecen, no se casan, no tienen hijos. Siempre serán niños tullidos, pese a que la edad modifique sus rasgos y las arrugas les enseñen que han vivido para nada. Los niños tullidos solo cosechan compasión, pero la compasión no puede reemplazar la impaciencia por estar entre otros brazos. Los niños tullidos mueren sin descubrir que el deseo es un nombre mil veces repetido en una alcoba en penumbra.

Los niños tullidos pasan muchas noches en blanco, pero siempre están solos, escuchando los viejos discos de Billie Holiday, donde el alcohol y la heroína suenan como las notas de una Misa de Difuntos. Los niños tullidos aman la Música de Difuntos, pues toda su existencia es un largo Réquiem que anticipa una prematura despedida de la vida. Los niños tullidos se despiden de la vida cada mañana, pues sus piernas les acucian para huir de un mundo que los condena a la última fila. La última fila está llena de butacas vacías, pues nadie quiere contemplar la vida desde lejos.

Los niños tullidos no son niños discapacitados o minusválidos. Los niños tullidos son niños hermosos, niños de una rara belleza que nadie percibe. Los discapacitados son una pieza de plástico en un viejo reproductor de cintas analógicas. Los discapacitados están en el pelotón de los cachivaches inservibles. Los discapacitados no tienen otras capacidades. Simplemente están incapacitados para soñar con una vida diferente. Discapacitado suena a escalón, a falsas esperanzas. Los discapacitados odian el cogito cartesiano. “Pienso, luego soy” significa: no puedo dejar de mirar lo que soy y solo soy un boceto inacabado, un dibujo que se quedó a medias, tal vez por algo banal, como que se enfriaba la cena o se hacía tarde para llegar al cine.

Los niños tullidos son la única verdad de este mundo. Los niños tullidos se cobijan en los cuadros. Magritte dibujó sus paraguas para ellos. Los paraguas de Magritte son niños tullidos que justifican su presencia en el mundo, colocando un vaso de agua sobre su cabeza.

María Blanchard sabía acercarse al ser humano con un fino periscopio y mostrar el dolor que aflige a los más desvalidos

María Blanchard, que era una niña tullida, dibujaba niños enfermos. Los niños tullidos odian ser retratados, pero les gusta dibujar las heridas de otros niños. Los niños tullidos se deslizan por las paredes como una sombra y desparecen por cualquier esquina. Si otro niño les invita a jugar, rechazan la oferta, huyendo como un ciervo que escucha crujir una rama. Los niños tullidos saben que son un preciado trofeo para los furtivos.

María Blanchard: 'Las dos huérfanas', h. 1923. Museo de Arte Moderno de París

María Blanchard: 'Las dos huérfanas', h. 1923. Museo de Arte Moderno de París

María Blanchard sufría doble desviación de columna. Su sombra abultaba mucho. Por eso, siempre evitaba exponerse a la luz. García Lorca nos contó su historia. María Blanchard era un pobre jorobadita. La fatalidad se ensañó con ella antes de nacer. Su madre se cayó por las escaleras y una palabra horrible determinó su destino. La cifoscoliosis es el nombre que un médico inventó para describir el dolor de una niña tullida, pero María Blanchard era mucho más grande que cualquier clasificación científica.

María Blanchard se hizo prestidigitadora. Sabía convertir la realidad en perfectas geometrías, sabía acercarse al ser humano con un fino periscopio y mostrar el dolor que aflige a los más desvalidos. Se aproximó a los niños con su alma de jorobadita y siguió los pasos de la Pasión, recogiendo las lágrimas de un joven rabino galileo condenado a muerte por pedir que los hombres se amaran los unos a los otros como él los había amado. María Blanchard, con su cuerpo de jorobadita, no pudo levantar el vuelo y ayudar a las golondrinas a quitar las espinas que se clavaban en la frente del modesto hijo de un carpintero, pero algunas cayeron al suelo y se las llevó a su estudio de pintura para no olvidar sus palabras: “Bienaventurados los que lloran porque serán consolados”.

Vic Chesnutt se suicidó el 25 de diciembre de 2009. Desde los 18 años vivía en una silla de ruedas

Los niños tullidos mueren entre la indiferencia de todos. El cantautor folk Vic Chesnutt se suicidó el 25 de diciembre de 2009. Su muerte fue el regalo de despedida que se hizo a sí mismo. Desde los 18 años vivía en una silla de ruedas. Un accidente de tráfico le condenó de por vida, sin ofrecerle la posibilidad de apelar o protestar.

Chesnutt se internó en el Sur, buscando la América de Truman Capote y William Faulkner. El folk y lo acústico se pusieron a su servicio para componer canciones sobre la soledad, la desesperanza y la imperfección de la vida. Vic Chesnutt era un guitarrista de la escuela de Django Reinhardt. Django, el príncipe del Gypsy Jazz, tocaba con el índice y el corazón, pues el resto de sus dedos apenas podían moverse. Un incendio había convertido su mano izquierda en un garfio de pirata, pero su guitarra desprendía alegría y un espíritu burlón que solo se oscureció por culpa de las drogas y el alcohol. Vic Chesnutt apenas tenía movilidad en tres dedos de la mano izquierda, pero sus dedos no se amedrentaban al enfrentarse con las cuerdas. También se atrevían con el piano y el clarinete. Su voz era un susurro que le agotaba hasta el sufrimiento. Aun así, cantar le costaba menos que encarar la vida. La depresión y la euforia se alternaban en su alma con un ritmo impredecible.

Vic Chesnutt era un niño tullido y le gustaba correr con su silla de ruedas, pero los niños se caen y se hacen daño en las rodillas. Vic se caía a menudo y, mientras sus amigos le ayudaban a levantarse, se moría de la risa. Los médicos le diagnosticaron trastorno bipolar. El trastorno bipolar juega al ajedrez y pierde una de cada cuatro partidas. La derrota representa el final del duelo, pues el contendiente no es un niño tullido, sino un gran maestro que no acepta tablas. Se come al rey y lo entierra en una fosa excavada cerca del mar. El trastorno bipolar es una película en blanco y negro, donde la palabra FIN interrumpe la historia antes de tiempo, escatimando las últimas secuencias y los títulos de crédito.

Toulouse-Lautrec solo fue feliz en los burdeles, pues allí se hallaban las únicas mujeres dispuestas a aceptarle en su lecho

Henri Toulouse-Lautrec también fue un niño tullido. Pertenecía a la nobleza más antigua de Francia. Se fracturó ambas piernas en la infancia y apenas rozaba el metro y medio. Menospreciado en los salones elegantes de París, buscó refugió en los bajos fondos, donde experimentó la fraternidad de los excluidos. Se estableció en el barrio de Montmartre y frecuentó cabarets y lenocinios, donde contrajo la sífilis.

Sus borracheras desembocaron en terribles alucinaciones. En mitad de un ataque de delirium tremens, disparó contra las paredes de su casa, creyendo que un ejército de arañas lo acosaba. Cartelista, pintor, conversador ocurrente y discreto provocador, reconoció que “nunca habría pintado si sus piernas hubieran sido más largas”. Murió con 36 años, asegurando que solo se había sentido feliz en los burdeles, pues allí se hallaban las únicas mujeres dispuestas a aceptarle en su lecho: “¡No hay sobre esta tierra un hombre más horrible que yo!”.

Henri Toulouse-Lautrec: 'Seule', 1896. © RMN-Grand Palais (Musée d’Orsay) / Thierry Le Mage

Henri Toulouse-Lautrec: 'Seule', 1896. © RMN-Grand Palais (Musée d’Orsay) / Thierry Le Mage

Mi hermana Rosa fue una niña tullida. Nació cuando ya se habían inventado la penicilina y la estreptomicina, pero ni las vacunas ni los saltos de la medicina pudieron restituirle el cromosoma que perdió por un capricho de la naturaleza. La fatalidad se ensañó con ella: síndrome de Turner, neurofibromatosis, pelvis de Otto, cinco centímetros de diferencia entre una pierna y otra. Era pequeña como un gorrión: 1’40, 34 kilos. En el colegio, conoció la soledad y el desprecio. Nunca fue feliz. Profesora de biología durante treinta y dos años, en las aulas se repitieron las ofensas y los desprecios que ya había conocido como alumna. La maldad y la estupidez no conoce edades. El mundo le dio la espalda. Murió a los 62 años, un 31 de diciembre. Una avalancha de microinfartos apagó su cerebro herido.

Recuerdo a mi hermana Rosa, frágil, diminuta y desgraciada, y creo que es el mundo el que está tullido, jorobado, deforme. El mundo es tan pequeño que cabe en una palabra y esa palabra no es esperanza ni alegría. Jon Margarit escribió un hermoso libro dedicado a su hija Joana, una niña tullida que murió como mueren todos los niños tullidos: apagando su corazón sin hacer ruido, pidiendo perdón por ocasionar tantas molestias, excusándose por haber defraudado a unos padres que soñaban con hijos altos y hermosos. Margarit compuso unos versos inapelables: “Veía en todas partes a Joana: / surgía en todas partes la mirada / del cuerpo contrahecho / donde aprendí qué era la belleza”.

Los niños tullidos son la belleza de un mundo sin belleza. Cuando se marchan, nos quedamos más solos, casi huérfanos, perplejos al intuir que Dios quizás es un niño con muletas.

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