Charles Baudelaire, Patricia Highsmith y William S. Burroughs.

Charles Baudelaire, Patricia Highsmith y William S. Burroughs.

Entreclásicos

Baudelaire, Highsmith, Burroughs: el paradójico encanto del mal

Estos creadores nos enseñaron que el arte puede transformar esa penumbra que oscurece una parte del alma en una inquietante y letal belleza.

10 septiembre, 2024 02:16

¿Quién no se ha sentido atraído alguna vez por lo malvado y retorcido? ¿Es posible leer Las flores del mal, de Baudelaire, sin experimentar el extraño placer que produce lo perverso y enfermizo? Baudelaire amaba las grandes urbes y detestaba la naturaleza, con su aire puro y sus inauditas transparencias. Hoy habría afirmado que sus pulmones respiraban mejor al inhalar monóxido de carbono. Sus poemas habrían exaltado el olor a gasolina de los viejos coches sin catalizador y el hedor de los callejones con meretrices que se protegen de la lluvia con paraguas de colores y altas botas de pescador.

Baudelaire habría cantado a esas hetairas que esperan a sus clientes con un cigarrillo en la boca, unas medias verdes y un pequeño caniche con piedras en el riñón. También habría escrito poesías dedicadas los parias y desamparados, como esos niños que aún limpian botas en las calles de los países más desdichados. Seguramente, el poeta del spleen de París habría descubierto que los niños abocados a sobrevivir como limpiabotas son los hijos perdidos de Tod Browning.

Imagino la mirada afiebrada del autor de Las flores del mal al observar desde la penumbra de una sala de cine cómo un hombre sin brazos ni piernas se encendía un cigarrillo con un fósforo. Esa imagen habría confirmado su intuición de que lo prodigioso es un cuerda tendida hacia el espanto. Nadie habría comprendido mejor la infancia robada de los niños enfermos, explotados y maltratados.

La pobreza secuestra a los niños y los encierra en cuartos oscuros, hasta que se convierten en adultos humillados y afligidos. Los cepillos de los limpiabotas logran un brillo tan deslumbrante como una bombilla en una sala de interrogatorios. Aunque lo finjan, los limpiabotas no pretenden ser concienzudos. Solo intentan evadirse de una rutina embrutecedora, alumbrando destellos de otro mundo.

Baudelaire prefería las sábanas sucias a unas sábanas limpias y recién planchadas. Las sábanas sucias tienen una historia. Las sábanas limpias acaban de nacer. Baudelaire hoy escribiría sus poemas en las paredes de una letrina, mezclando metáforas, analogías y obscenidades. No se rodearía de intelectuales, sino de yonquis y onanistas. Amante de los placeres artificiales, quizás habría escrito versos sobre la heroína.

Baudelaire hoy escribiría sus poemas en las paredes de una letrina, mezclando metáforas, analogías y obscenidades

En El almuerzo desnudo, William S. Burroughs nos enseñó que la heroína se disfraza de sustancia adictiva, pero en realidad es un dios fenicio que exige sacrificios humanos. La heroína es el último amante. Si te acuestas con ella, nunca te apartarás de su lado. No intentes dejarla. Te acosará sin tregua. Te llamará 44 veces al móvil en menos de media hora. Después de besarla por primera vez, notarás su saliva flotando en tu estómago. No se quedará ahí. Escalará por tu esófago, hundirá sus uñas de ave rapaz en tu lengua y sentirás su sabor acre y mucilaginoso en tus labios, que dibujarán una mueca de estupor.

Gracias a William S. Burroughs, conocemos las sensaciones que produce un chute de heroína. Si te dejas atrapar por el polvo blanco, sentirás que te pegan un tiro en el cerebro y que renaces solo para repetir la sensación de morir fulminado. Si huyes al mar, la heroína aparecerá entre sus espumas. Si te internas en una montaña, te esperará en las nieves perpetuas de los picos más altos. Patti Smith y Janis Joplin pasearon por esas cumbres y dejaron su piel en ellas. Patti Smith pudo contarlo. En cambio, Janis Joplin se cayó por una grieta y se convirtió en una flor de pétalos blancos, aturdida por los escalofríos.

La heroína es un elefante de papel que te hace una colonoscopia con sus trompas de Falopio. Es un lápiz que nunca duerme, una pluma asténica que escribe versos sobre ingles con las venas obstruidas. La heroína crece en mazmorras frías, abriendo grietas en muros que compiten con los de muros invisibles de la redes sociales. Comercia con la soledad de los que solo hallan consuelo intercambiando fotografías y mensajes.

Una red social es una celda sin barrotes, donde los cuerpos no pueden tocarse. Facebook, X e Instagram solo necesitan un monitor para recluirte en unas cuantas pulgadas de realidad intangible. La heroína no necesita razones. Solo necesita que las células se acostumbren a las noches en vela, los vómitos intempestivos, los dientes postizos, el estreñimiento crónico. La heroína se convierte en poesía cuando almuerza con William S. Burroughs, pero es una poesía negra, pegajosa y fatal.

La heroína se convierte en poesía cuando almuerza con William S. Burroughs, pero es una poesía negra, pegajosa y fatal

Quizás los poetas se sienten atraídos por el mal porque a veces la belleza es una ciénaga donde las palabras luchan para no ahogarse entre algas podridas. Patricia Highsmith nunca ocultó su fascinación por el mal. Gracias a ese sentimiento morboso, su pluma alumbró a un personaje tan seductor como el Bruno de Extraños en un tren, publicada en 1950. Bruno solo es una criatura de ficción, pero cada vez que subimos a un tren, nos estremecemos de miedo, pensando que tal vez nos espera en el asiento de al lado. Sabemos que si no ha ocupado ese lugar, está en el bar, con un cigarrillo y un whisky escocés.

Bruno es un gentleman que no respeta las leyes y mantiene un firme compromiso con los placeres autodestructivos. Piensa que sin tabaco y alcohol, el hombre se transformaría en un simple homínido con nostalgia de las copas de los árboles, y que sin absenta o hachís, los poetas solo podrían escribir su testamento, certificando la muerte de su ingenio.

Bruno es un niño de mamá que odia a su papá. Es más refinado que Norman Bates, pero también acaricia sueños incestuosos y no le asusta la perspectiva del crimen. Su padre es su enemigo, la voz que le acusa de ser un el amigo rezagado del Rat Pack, el grupo de borrachos y mujeriegos que acarrearon el estiércol gracias al cual florecieron Paris Hilton, Lindsay Lohan y Kim Kardashian.

Bruno se pregunta qué hay de malo en el estilo de vida de Sinatra y Dean Martin. No le gustan las flores podridas que han brotado de sus lodos, pero considera que saber vivir es un arte. Un arte que exige dinero y el dinero no tiene nombre. Pertenece al que lo coge. Es como el juego del pañuelo. Sólo hay que correr más que el resto de los niños y si es posible, meterle al rival un dedo en el ojo. Piensa que una zancadilla no es un sucio ardid, sino una obra de arte que altera el equilibrio del cosmos.

Bruno solo quiere levantarse a las once de la mañana, no trabajar, abrir su pitillera de plata y comprobar que está atestada de Treasure Black, los cigarrillos más caros del mundo. Le gusta escuchar a Renata Tebaldi en viejos vinilos de 74 revoluciones por minuto.

Puede beber otra marca, pero considera que su paladar se merece un vaso de Macallan 1926, el whisky de los más exigentes y refinados. Sueña con cenar en una terraza suspendida sobre las aguas del Adriático, sosteniendo una copa de Louis XIII de Remy Martin, el coñac que solo unos pocos privilegiados pueden pagar. Piensa que el verdadero placer siempre es caro y elitista.

Guy no entiende los sueños de Bruno. Guy es un arquitecto que fantasea con diseñar barrios residenciales y un tímido rascacielos. La vida de Guy sería perfecta si su mujer le concediera el divorcio, pero ella se niega, pese a estar embarazada de otro.

Bruno y Guy se conocen por casualidad en un tren. Intercambian confidencias y Bruno improvisa con su mente afilada y perversa. Se ofrece a matar a la esposa de Guy a cambio de que Guy mate a su padre. Nadie podrá relacionar un crimen con otro, pues nadie sabe que se conocen. Guy no acepta, pero Bruno sigue adelante. Mata a la mujer de Guy y le exige que cumpla su parte del trato.

En los años 50 el fantasma del anticomunismo recorría Estados Unidos, arruinando vidas y destrozando carreras

Al final, Guy cede, pero se miente a sí mismo, repitiéndose que actúa bajo coacción. Sin embargo, la sangre derramada les hermana de una forma enfermiza y retorcida. "Algún día –afirma Bruno-, Guy y yo daremos la vuelta al mundo, luego lo envolveremos como si fuese una bola de cristal y lo ataremos con una cinta".

Guy y Bruno no llegan a ser amantes, pero Patricia Highsmith, que sí se arrojó a los brazos del amor lésbico, tal vez los habría enterrado entre sábanas en una época menos puritana. Conviene recordar que en los años cincuenta el fantasma del anticomunismo recorría Estados Unidos, arruinando vidas y destrozando carreras. Para la América profunda, los homosexuales, los comunistas y los artistas vanguardistas eran vástagos de Belcebú.

Si hubiera podido, habría ahorcado a todos del mismo árbol. Patricia Highsmith procedía de la ultraconservadora Texas, donde el linchamiento era una tradición popular que cobraba más fuerza cada primavera. Hitchcock cambió el final de la novela en su versión cinematográfica, quizás porque Highsmith es demasiado dura, demasiado intensa, demasiado sincera, para la América que reza y limpia sus armas cada domingo.

El mal solo es fascinante en la ficción. En la vida real, produce dolor, amargura y frustración. William S. Burroughs seduce como autor, pero repele como hombre. Aficionado a las armas, mató a su esposa, intentando emular el flechazo de Guillermo Tell. Con una puntería menos certera, apretó el gatillo de una pistola y la bala perforó el cráneo de Joan Vollmer Adams, su mujer y la madre de su hijo.

Al igual que Burroughs, los malos de Disney son particularmente atractivos: Cruella de Vil, Scar, la madrastra de Blancanieves, el capitán Garfio. Sin embargo, su encanto se desvanecería si pudieran cruzar el umbral de su mundo imaginario y penetrar en nuestras vidas. El mal puede ser la sal de un juego, pero se convierte en veneno cuando salpica el mundo real.

Eso sí, hay una forma de mal particularmente perversa y retorcida: el puritanismo. El puritanismo es un moscardón que deposita su ponzoña en los sueños más hermosos. El puritanismo es Margaret Thatcher describiendo la pintura Francis Bacon como "carne asquerosa" o Ronald Reagan afirmando que las fotografías de Robert Mapplethorpe son "basura moral". El puritanismo y el arte son incompatibles. En cambio, Baudelaire, Highsmith y Burroughs nos enseñaron que el arte es pura alquimia, pues puede transformar esa penumbra que oscurece una parte del alma en una inquietante y letal belleza.