
El escritor Marcel Proust y la actriz Vivien Leigh en un momento de 'Lo que el viento se llevó'
Marcel Proust a la sombra de Vivien Leigh
Si el hipersensible autor de 'En busca del tiempo perdido' hubiera conocido a la actriz, se habría conmovido con su talento para encarnar el fracaso sentimental.
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¿Qué habría experimentado Marcel Proust al descubrir a Vivien Leigh? ¿Cómo habría afectado a su concepción del arte y la belleza? Supongamos que Charles Swann, invitado habitual en Combray, le hubiera hablado del talento de Leigh tras asistir a una de sus interpretaciones. A pesar de su desdichado matrimonio con una cortesana, Swann poseía un criterio infalible. A diferencia de Odette de Crécy, su esposa, la actriz estadounidense tenía una sensualidad nada estridente.
Aunque comparaba a Odette con la representación de Séfora, hija de Jetró, realizada por Botticelli, la cocotte no pertenecía al universo del pintor renacentista, sino al mundo de un pintor barroco de segundo orden. En cambio, Vivien Leigh sí parecía salida de la mano de Botticelli, con su mirada melancólica, su cuello esbelto, sus ojos verdes y sus largos dedos. Al igual que los personajes femeninos del florentino, su belleza se asemejaba a la de un nenúfar que se asoma delicadamente por encima del agua o a la de un gorrión que canta alegremente sobre la rama de un tilo.
Al oír hablar a Swann del arte de Vivien Leigh, Marcel Proust habría sentido la urgencia de verla y comprobar si su amigo no se equivocaba al afirmar que encarnaba la perfecta conjunción de la pasión y la fatalidad, el amor y la desdicha, el deseo y la realidad. Aventuro que el refinado e hipersensible autor de A la sombra de las muchachas en flor habría acudido al cine con la expectativa de descubrir aspectos desconocidos sobre los enamoramientos aciagos y la capacidad de una actriz para expresar la gama de emociones asociadas a la experiencia del fracaso sentimental.
La filmografía de Vivien Leigh se reduce a diecinueve películas. Siempre prefirió las tablas del teatro a las cámaras de cine. Además, la tuberculosis se cobró su vida cuando solo tenía cincuenta y tres años. En su breve filmografía destacan tres películas: Lo que el viento se llevó, El puente de Waterloo y Un tranvía llamado Deseo. ¿Qué habría destacado Proust de la actuación de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó? Pienso que el contraste entre el rostro radiante de Scarlett O’Hara en Tara al inicio de la película y la faz trágica de las últimas secuencias, cuando Rhett Butler rompe definitivamente su matrimonio y se marcha sin mirar hacia atrás.
Antes de la Guerra, Scarlett no es una muchacha inocente. Siempre ha sido caprichosa, egoísta e intrigante, pero después de conocer el hambre, la violencia y el desamparo su frescura juvenil se impregna de fatalismo. Sabe que nunca podrá realizar su sueño de casarse con Ashley Wilkes y que la lujosa reconstrucción de Tara no podrá restaurar la paz y el equilibrio de su infancia, cuando sus padres aún vivían. Ya no es una jovencita despreocupada, sino una mujer herida por la vida. Proust se habría conmovido con esa evolución y habría destacado la sonrisa solar de Leigh, su desesperación romántica, la luz ardiente de sus ojos, su misterioso magnetismo, su denodada lucha contra el destino.
La sinfonía de colores de Lo que el viento se llevó no le habría impresionado menos: el rojo violento del incendio de Atlanta, la tierra cenicienta del Sur arrasado por la Guerra, el azul endrino de las noches lluviosas, las nubes púrpuras de los campos de Tara, los negros fríos asociados al luto, la bruma blanca que envuelve a Rhett cuando se aleja de Scarlett, el verde profundo de los ojos de Leigh. Esa explosión de colores le habría una producido una regocijante embriaguez.
El puente de Waterloo también habría emocionado a Marcel Proust. El blanco y negro del filme le habría sumido en un estado de ensoñación, sugiriéndole que el amor es un sentimiento que nos saca de este mundo para trasladarnos a un ámbito situado más allá del tiempo y el espacio. Los que aman mueren, pero el amor permanece.
Vivien interpreta a Myra, una bailarina que se enamora de un capitán británico durante la Primera Guerra Mundial y que, tras leer su nombre en una lista de bajas, se prostituye con una amiga para sobrevivir en un Reino Unido estragado por el conflicto bélico. Cuando reaparece su amado, que había sido dado por muerto a causa de un error, se suicida, arrojándose bajo las ruedas de un camión, avergonzada por su conducta.
El puente de Waterloo obtuvo un gran éxito y contó con la aprobación de la crítica. Siempre fue una de las películas preferidas de Vivien, que hizo un gran papel, encarnando la tragedia de una mujer destruida por los prejuicios de su tiempo, una experiencia que no le resultaba ajena. Su idilio con Laurence Olivier le había costado la incomprensión del público y críticas despiadadas de la prensa. No necesitó esforzarse demasiado para ponerse en la piel de la desdichada y hermosa Myra.
Proust habría admirado la belleza de Vivien Leigh en el filme de Mervyn LeRoy. Quizás la habría comparado con la Garbo y habría concluido que Vivien era menos fría, más carnal, sin llegar a ser vulgar. La interpretación de Leigh le habría parecido sublime, digna de la Berma —la actriz de En busca del tiempo perdido— en sus mejores momentos.
Su transformación produce el mismo pesar que la muerte de una mariposa tras sobrevolar un jardín. Al principio, Myra es una joven inocente, una bailarina sin malicia. Tímida, delicada y soñadora, entrega su corazón a Robert Walker, que la adora, pero la presunta muerte de su amado en el frente y las penurias de la guerra convierten el candor de sus ojos en un sobrecogedor vacío. Aunque aún respira, ha muerto por dentro. Seguramente, Proust habría celebrado la ligereza, casi alada, de Leigh, la alegría infantil que transmite al inicio a su personaje y su talento para mudar esos sentimientos en fatiga, desencanto y hastío.
El puente de Waterloo no es un clásico especialmente popular, pero posee el encanto de las pequeñas obras que nos devuelven a un pasado más delicado y hermoso. No se debe juzgar por sus prejuicios, que se muestran poco comprensivos con una mujer golpeada por la adversidad, sino por ese trágico romanticismo tan similar al de La dama de las camelias. Vivien encarna el drama de una sensibilidad incapaz de soportar las aristas del mundo. Myra se parece a una rosa, pero carece de espinas y soporta una extrema vulnerabilidad, incompatible con la aspereza de la vida. Su existencia está abocada a lo efímero, pues es pura ternura en un paisaje de desesperanza y desolación.
No creo equivocarme al decir que Proust habría asistido con cierto pesar a la proyección de Un tranvía llamado Deseo. Blanche Dubois es un personaje aún más trágico que Myra. La sociedad no le perdona sus extravagancias y no soporta su temperamento inestable. Aún no ha perdido su belleza, pero ya empieza a marchitarse. Su corazón todavía se desboca al sentir la punzada del deseo. Su espíritu libre solo despierta incomprensión y desprecio. Sin dinero ni amigos, recurre al ingenio para vestir de forma elegante. Nunca resulta vulgar, pero ha perdido la frescura de la juventud.
Proust se habría estremecido al observar la fragilidad de Blanche, su miedo a la soledad, su anhelo insaciable de belleza. Al finalizar la película, el escritor se habría levantado con la sensación de haber asistido a uno de esos crepúsculos que insinúan una despedida definitiva, sin la expectativa de un mañana.
Creo que Marcel Proust y Vivien Leigh eran almas gemelas. Ambos soportaban implacables tempestades en su interior. Su sensibilidad se estrellaba una y otra vez contra la rudeza de los Stanley Kowalski que combaten su resentimiento pisoteando todo lo hermoso y frágil. Los dos necesitaban la belleza para vivir. Era su oxígeno, el alimento que les proporcionaba la fuerza necesaria para encarar el día a día. Su concepción del amor era poco realista. Esperaban demasiado, lo cual los condenaba a la insatisfacción. Su perspectiva de las cosas siempre estaba condicionada por el ideal. Si Proust hubiera caído en el hogar de Kowalski, también habría cubierto la bombilla desnuda que colgaba del techo con un farolillo de papel.
Cuando el escritor murió, Vivien tenía nueve años y se encontraba interna en el colegio del Convento del Sagrado Corazón, situado en Roehampton, al suroeste de Londres. Estoy convencido de que no les habría molestado coincidir en esta humilde página. El tiempo es una magnitud inflexible que abre abismos entre las personas.
Afortunadamente, la literatura no está sujeta a sus leyes. Si Vivien hubiera conocido a Marcel, no me parece improbable que hubiera recurrido a una de sus mejores frases: “El amor es un juego peligroso, pero vale la pena el riesgo”. Y no me extrañaría que Proust le hubiera respondido con cierta ironía: “El amor es un ejemplo sorprendente de lo poco que la realidad significa para nosotros”.