'Dragon's Dogma 2', aventuras de la vieja escuela
Hideaki Itsuno vuelve doce años después a su creación más incomprendida para reincidir en todos sus alegatos con una terquedad frustrante y también digna de admiración.
Hideaki Itsuno, hace cinco años, cuando estaba promocionando Devil May Cry 5, contó en entrevistas que los mandamases de Capcom le habían dado dos opciones sobre los proyectos que podía abordar, en los dos casos nuevas entregas de sagas que había dado a luz.
Primero se decidió por afrontar un nuevo capítulo de la saga de ángeles y demonios y ahora vuelve para echar los dados otra vez con el planteamiento de Dragon’s Dogma (2012), un juego bastante incomprendido en su momento pero que, con el paso de los años ha ido adquiriendo un estatus de culto y una reputación peculiar, con unas ideas radicales que no han sido replicadas en ningún otro título. ¿Han servido estos doce años para refinar la fórmula para que pueda alcancar todo su potencial?
En un mundo atrapado en un ciclo perpetuo de destrucción y renovación a manos de un dragón inmortal, encarnamos al Arisen, un héroe destinado a enfrentarse a la poderosa criatura en combate singular. Después de escapar de una excavación arqueológica a lomos de un grifo, el Arisen llega al reino de Vermund, donde los peones lo reconocen como tal y se ponen a su servicio.
Sin embargo, Vermund ya posee un Arisen, un doble que ocupa el trono en la capital. Poco a poco, mientras emprende el camino a la ciudad por caminos repletos de peligros, los designios de la reina y sus tratos con un misterioso dignatario de la nación vecina de Battahl empiezan a manifestarse.
Lo primero que llama la atención es que, en la pantalla de título, antes incluso de apretar start, el logo del juego elude cualquier referencia a un número, reflejando su espíritu, más un remake que una secuela propiamente dicha. A pesar del tiempo transcurrido, casi doce años desde el lanzamiento original en Playstation 3 y Xbox 360, el juego sigue muy de cerca los pilares de diseño de su antecesor, insistiendo con terquedad en ideas y sensaciones que ya entonces se antojaban extrañas o producto de circunstancias desfavorables.
Dragon’s Dogma siempre pareció el bosquejo de un diseñador con una ambición desmedida, un adelantado a su tiempo cuyas ideas grandilocuentes sometían a una presión indecible a la escuálida base tecnológica que las sustentaba. Una obra que se benefició de un relanzamiento en la siguiente generación, pero cuyo potencial parecía desaprovechado, como si sus ideas necesitaran de un tiempo prolongado en el taller para limpiar todas las impurezas.
Y eso es precisamente lo que esperaba de esta segunda entrega, un refinamiento en todos los frentes, con esa pátina de calidad y pulido técnico que ha caracterizado a la Capcom del último decenio, con dos generaciones de consola de por medio para soportar toda la ambición. Pero no ha sido así.
Itsuno ha redoblado sus esfuerzos a la hora de generar jugabilidad emergente, llevando la CPU de las consolas al límite con una cantidad ingente de cálculos matemáticos en tiempo real. En Dragon’s Dogma 2 se producen situaciones constantemente que transgreden los rígidos límites con los que los estudios más importantes del mundo han moldeado nuestras expectativas.
En un momento de la aventura, peleando contra un cíclope cerca de un barranco, le hice perder el equilibrio y la criatura, en vez de desplomarse al fondo, se agarró como pudo a la otra pared, creando un puente improvisado para que yo lo cruzara. En otro momento, mientras exploraba un sistema de cuevas, recorro un pasadizo hasta un saliente frente al mar donde un grifo había anidado, que, por cierto, no estaba nada contento de verme.
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Tras batallar largo rato en el espacio reducido y después de encamarme a su lomo para poder hacerle daño de verdad, la criatura decide emprender el vuelo, surcar el mar a toda velocidad y agitarse con ira para mandarme al fondo. Al final, derrengado, pierdo el agarre y me desplomo sobre un acantilado, sobreviviendo a duras penas y encontrándome en una región completamente nueva del mapa.
Una miríada de sistemas conflagra bajo el capó el software con poco respeto por la presentación. No existen vetos o contramedidas. Un minotauro puede adentrarse en la capital y provocar un tumulto en la plaza del mercado. Una misteriosa infección dracónica puede acabar con la población de una ciudad en horas, mandando a la morgue a personajes importantes para las misiones del juego.
Todo parece estar a punto de reventar todo el rato y en ocasiones parece como si se mantuviera entero gracias a la suerte y a cinta aislante. En vez de aprovechar las bondades de la generación actual para favorecer una presentación más cinematográfica, Itsuno ha acelerado en la dirección contraria. Los diálogos están muy bien escritos, con ese deje señorial que busca emular a Shakespeare, pero no se percibe ningún interés a la hora de encuadrar o situar al reparto en sus marcas.
Todos los defectos de forma de hace doce años siguen presentes. A cambio, uno de los mundos más reactivos que podamos imaginar, un espacio vivo donde todo puede suceder y una exploración sumamente gratificante, donde cada incursión puede acabar en tragedia si no nos andamos con cuidado.
El peligro es real y sentimos el peso de cada decisión. Se nos hace de noche en el camino y qué hacemos. ¿Acampamos exponiéndonos a que nos asalten por la noche y destruyan nuestro campamento o encaramos la oscuridad con los faroles hasta llegar a puerto seguro? ¿Huimos despavoridos de una emboscada de goblins o les hacemos frente?
La ambición de Itsuno y su equipo es digna de alabanza, pero no sería honesto obviar las contraprestaciones que acarrea. Para empezar, un rendimiento técnico muy justo, con fluctuaciones de la tasa de frames en los momentos más intensos y en las ciudades. El argumento de la historia principal apunta maneras durante los primeros compases de la aventura, con una conspiración en ciernes y algunas misiones muy inspiradas, como la que nos lleva a desvelar los orígenes del doble.
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Sin embargo, una vez pasamos a la nación de Battahl, todo se deshace y la conclusión sobreviene de repente, de manera atropellada y sin sentido dramático alguno. Esto no tendría tanta importancia si el worldbuilding denotara el cuidado y el peso narrativo de un, por ejemplo, Elden Ring, donde cada detalle visual transmite su compleja historiografía.
El mejor ejemplo de todo esto sea el sistema de peones, quizá el elemento más característico de Dragon’s Dogma. Los peones son personajes que nos pueden acompañar en la aventura y complementan nuestras habilidades tanto a la hora de explorar como de combatir.
Podemos contratar sus servicios cuando los veamos deambular por el mundo o en brechas dimensionales que nos permiten tomarlos prestados de mundos paralelos, es decir, de los mundos de otros jugadores en un sistema multijugador asincrónico.
Son muy útiles y conforman el pilar fundamental donde se apoya todo el diseño. Pero no son personajes de verdad en la acepción dramática del término. Cuentan con una serie de líneas que repiten constantemente (con voces diferentes) y que a las pocas horas terminar por saturar a cualquiera.
Son IA todavía demasiado rudimentarias para dar el pego y están a años luz de los personajes acompañantes tradicionales de otros juegos, otorgando al mundo una pátina de artificiosidad típica de los parques de atracciones. Vermund y Battahl conforman un extraordinario patio de recreo, pero el cartón piedra sobresale en cada esquina, rompiendo la ilusión y poniendo todos los obstáculos imaginables a nuestra suspensión de incredulidad.
Dragon’s Dogma 2 es un juego muy complicado de analizar. Todas las aristas que estaban presentes en el original de hace doce años permanecen inalteradas. Los avances tecnológicos han servido para aumentar la espectacularidad y la ambición de su jugabilidad emergente, creando miles de historias espontáneas, sin guiones de por medio, en vez de apuntalar una presentación más coherente o cinematográfica.
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Es un juego valiente, terco en sus postulados, con muchísima personalidad. Pero es también un juego repleto de frustraciones cotidianas. Parece confiar mucho en el jugador, con reglas inflexibles y una propuesta áspera hacia muchas de las facilidades que los videojuegos modernos tienden a ofrecer, pero luego, el sustancioso arsenal de microtransacciones despierta dudas legítimas sobre cómo ha podido influir en el diseño del juego.
Sorprende que el combate final contra el dragón que da nombre a la franquicia esté muy por debajo de los estándares de hace doce años, por mucho que el juego se reserve un extenso epílogo tras un contraintuitivo mecanismo para justificarse. Estoy seguro de que hará las delicias de los que buscan experiencias menos encorsetadas y más sorprendentes, pero sería ingenuo pensar que no queda mucho margen de mejora.
La cuestión es que una futurible tercera parte, como ya hemos visto, no es garantía de nada. El juego tiene otras prioridades, y la clave para poder disfrutar de sus bondades es aceptar lo que propone sin reparos.
Como he dicho, un juego complicado, que hay que masticarlo con calma, ver cómo evoluciona en las próximas semanas (Capcom ha anunciado varios cambios que vienen a calmar las dudas que su modelo de monetización levantó entre la audiencia) y, sobre todo, darle una oportunidad, porque está claro que no hay nada en la industria actual que se le parezca.