La columna de aire por Abel Hernández

La ideología Disney y sus vidas posteriores: 2x1

6 diciembre, 2013 16:53

Posiblemente mi momento cumbre de Spring Breakers (2012) de Harmony Korine sea ese interludio musical en el que Alien, el rapero traficante interpretado con maestría por James Franco, toca Everytime de Britney Spears en su piano de cola blanco marfil. “Toca algo emocionante”, le piden las chicas perdidas a su particular Capitán Garfio. Korine, que previamente ha seleccionado en su casting a varias ex niñas Disney para convertirlas en post-lolitas universitarias excesivas, homenajea y parodia con la escena esos clásicos momentos cantarines habituales en las películas de dibujos de la factoría del tío Walt. Es un flirteo paralelo a la escalada de seducción que las protagonistas han emprendido con respecto al lado más bestia de la vida. Tras un primer escarceo con el delito apoyadas en pistolas de juguete (“como si fuera un videojuego”, dice una de las personajes), seguido del desenfreno playero largamente esperado, las chicas encontrarán su ensueño en el mundo de lo prohibido, en el hampa, en esa otra América profunda de los gangsters involucrados en toda clase de asuntos ilegales, las montañas de billetes y la corrupción moral y legal. Una suma de coches caros tuneados y mansiones, armas, exuberancia sexual, fruslerías de drogas y diversión enlatada de 7-Eleven es la versión del sueño americano que persiguen poder contar luego en el campus y las popularizará en sus redes sociales. El sonido de la balada amorosa de chicle, de la canción de Disney de la también ex chica Disney Britney, representa la máxima aspiración de intensidad y complejidad sentimental de los personajes, la anorexia mental modelada por el mainstream. “Toca algo conmovedor”, piden las chicas de bañador de leopardo y pasamontañas rosa flúor armadas con subfusiles. El resto de la intensidad la proporciona la violencia en múltiples formatos. Cómo no podía ser de otra manera, con semejante juego de espejos, sin pizca de moralismo y con un poderoso y narcótico estilo visual, Korine metió el dedo en muchas llagas.

La doble moral, los mundos ocultos del capitalismo, los ritos de juventud y las miradas hacia otro lado. Pero sobre todo resulta significativo como retrato pop de un cierto tránsito a la escabrosidad de la edad adulta sin dejar de lado el sueño infantil de princesas y príncipes, amor de fantasía, hadas, conjuros mágicos y paisajes multicolor. Nada es gratuito en esta aparente travesura y mucho menos el colocar tantas cosas apellidadas Disney revueltas. El arte del shock de Korine imita a la vida y, en esta ocasión, traduce sin dobleces la ideología y las noticias ordinarias en la prensa amarilla y rosa. La película es una expresión del sonoro eructo juvenil tras el atracón de ideología Disney.

A nadie se le escapa el poder sobre las mentes infantiles de la corporación fundada en 1923 por los hermanos Roy y Walt en Hollywood. Sus personajes incombustibles (el sonriente emperador Mickey acaba de cumplir 85 años), su mensaje inalterado de candidez, inocencia, la belleza que se guarda en el interior, los buenos sentimientos con la fantasía y la magia como constructoras de mundos. En el mundo Disney el “bien” designado como tal (hermoso, equilibrado, apolíneo, bienhumorado) triunfa sobre el “mal”, la risa afable sobre los malos rollos y los sueños cuando son deseados mucho-mucho por los buenos de la peli pueden hacerse realidad. Como tampoco se escapará que la fábrica de ilusiones pueriles más influyente del mundo se ha convertido además en uno de los principales surtidores de nuevos mitos adolescentes pop. Una parte importante del actual universo mainstream proviene de sus cadenas de montaje de seducción y sus incursiones en la pre-adolescencia mediante series o programas en sus propios canales de televisión.

Como bien explicaba hace pocos días Darío Prieto en un excelente artículo sobre el grupo One Direction y el pensamiento positivo, cuando llega la adolescencia, mientras se permanece en sus primeros tiempos, el tránsito se propicia suavemente. Los productos creados para tal clase de público mantienen la misma clase de mentalidad Disney, tan sólo volviendo predominante el componente de amor romántico idealizado, como platonismo. Desde hace décadas los ídolos adolescentes y las Boys Bands vienen funcionando a las maravillas para prolongar el mundo de los sueños inalcanzables que se pueden hacer realidad.

Pero, y pese a que este estadio estético y mercantil es estirado todo lo posible por las productoras y los asesores de imagen, enseguida llega un punto en que la primera adolescencia, la de los que actúan y la de su público, también termina. Entonces los incipientes príncipes y, en mayor cantidad, las princesas pop que quieren seguir escalando, necesitan un cambio de estrategia, algo que demuestre un salto a la mayoría de edad. Miley Cyrus ha sido la última celebridad pop en hacer estallar la crisálida pero la lista de menudas estrellas convertidas en icono pop es larga y aburrida. Las más sonadas, Britney y Christina Aguilera, ya habían protagonizado su paso de ninfa a estrellona escandalosa pasando por una fase lolita. La aparición retransmitida en directo por televisión de Hanna Montana transformada en Miley Cyrus en aquel “día de las familias” del esperpéntico festival Rock in Rio de 2010 en Madrid resulta paradigmática de lo que vendría después. Las masas de niños que esperaban a Hannah Montana no entendían a esa chica de dieciocho recién cumplidos enfundada en un escaso body negro brillante y lúbricos movimientos, ni la mirada de boca abierta y ojos como platos de sus progenitores.

Tras esa fase lolita llega siempre la subversión de lo establecido, la ruptura con lo políticamente correcto. El viejo papel de la música pop que siempre ha servido como rito de paso de un estadio social a otro, como iniciación a través del hedonismo, ahora permite transitar de la candidez del me lo pido, me lo pido, porque me acerca a mi sueño, al me identifico, me identifico, porque cumple mi sueño.

La retórica, la gramática, el léxico de las canciones de la fase ya soy adulto pero que no acepto vuestras normas adultos, además de incorporar alguna que otra palabra que los niños no deben oír, sigue sin cambiar demasiado con respecto a las que cantan los protagonistas de Club Disney, Hanna Montana o High School Musical. Tampoco la complejidad emocional. Sólo sube la temperatura y el coqueteo con el lado oscuro. Los sueños románticos de buenos sentimientos son convertidos en deseo de diversión adulta en los límites. Los niños y niñas buenos se convierten en chicas y chicos malos. Hormonas en exhibición desbocada e insinuación de drogas y aficiones privadas para adultos. Todo, incluida la violencia es apariencia, representación. Los símbolos pop infantiles (con Mickey Mouse a la cabeza) acompañan parte de esta transición, ahora sometidos a un juego de insinuación, de guiño a la inocencia y su asesinato.

Como tan elocuentemente está escenificando la hija del cantante de country y música cristiana Billy Ray Cyrus en los últimos años, la rebeldía, además de algún mensaje de liberalismo tipo “puedes hacer lo que quieras” y “eres joven, pásatelo bien”, se plantea esencialmente como escándalo de costumbres, sin ninguna clase de ruptura con el sistema. En un mundo en que el escándalo diario, el escarnio y la polarización de la opinión pública global e instantánea son la forma más eficaz de marketing ¿qué otra cosa podrían hacer las juventudes Disney para alcanzar el trono del pop además de hacer buen uso de ello?

Eso sí el tono ha ido subiendo con los años. El nuevo rito de paso se da desde el idealismo romántico de los castillos encantados a un rococó orgiástico de moda, sexualidad y alucinación y traduce especialmente la batalla de las diferentes estrellas femeninas aspirantes al cetro. Astros pop como Lady Gaga, con su inteligentísimo despliegue de conocimientos warholianos de los Media y su apuesta arty feísta, o Rihanna y en menor medida Beyonce, con su explotación del arquetipo soy-una-bomba-sexual-porque-yo-quiero-y-puedo han ido elevando el listón. Desde las mismas Madonna y Britney hasta Christina Aguilera, Katy Perry o Ke$ha han reforzado sus estrategias de marketing a la vez que el sonido de parte de su repertorio se camuflaba en guiños de producción (de la mano de Red One, Stargate, Dr. Luke e incluso David Guetta) al rollo raver (techno, hardcore, industrial…) y al hip hop ahumado y sombrío.

El resultado es un desfile de jóvenes auto-ofrecidos como objeto de deseo y en la poción entra el soft porn, lo escatológico y lo tanático y la simbología ocultista. El marketing juega con la gigantesca publicidad que proporcionan los diversos rasga vestiduras y los conspiranoicos. Así, a los devaneos con la fórmula sexual, muchas de estas figuras del pop comercial están sumando con mayor o menor descaro y profusión los símbolos masones incluso la iconografía satánica y manipulando a su antojo leyendas urbanas que por momentos parecen ya creencias muy generalizadas como las del complot illuminati y MK Ultra. La combinación de mujer joven sexy que se entrega como objeto de deseo y de escenografía ocultista no deja de proliferar. Atracción y repulsión-escándalo, es la fórmula.

Pero, como a su manera explicaba Spring Breakers, lo que continúa la ideología Disney alcanzada la juventud de sus antiguas estrellas y público infantiles no es su reverso sino su prolongación, una adaptación de su mensaje de fantasías hechas realidad que en los límites de la mayoría de edad se transforma en  cumplir cada deseo de explorar todo lo que hasta ese momento había estado vedado. El producto musical infantil añade esas capas de pérdida de la inocencia y se transforma en producto erótico (sangre fresca para públicos adultos) pero sin perder su principal mensaje. No hay nada antagonista, nada que busque romper, quebrar o escapar del poder establecido. Hay una continuación de su lenguaje y sentido. Las princesas Disney no se descarrían tan sólo muestran su experiencia de la edad adulta y procuran cumplir el sueño: conseguir llegar arriba del todo, estar en la cresta y disfrutar de las vistas. En el pop comercial el binomio Fama-Dinero, como en una parte del Rap contemporáneo, se convierte en el propio tema de las canciones así como de la indumentaria y el estilismo. Marcas de lujo, joyas, símbolos de dólar, ayudan a perpetuar el cliché del éxito según los cánones del capitalismo tardío y extremo.

Ser joven y famoso es algo a querer con muchas ganas y si lo deseas, igual se cumple. El deseo como motor y sentido, como círculo. Las estrellas compiten y se retroalimentan mediante piques e incluso se ayudan mutuamente a hacer saltar las alarmas de los medios de comunicación. La fama como juego de alienación consentida: yo me alieno si tú te alienas. Quizá sea otro perfil del pop de consumo. Ya no es simple entretenimiento, es un modelo que viene de antes y que se puede seguir. Es entrenamiento para el salto al vacío, calculado placebo de fantasía Disney.

Un Beaubourg andalou

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Image: Alberto Olmos

Alberto Olmos

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