Qué raro es todo! por Álvaro Guibert

'Norma' gris

8 noviembre, 2016 09:28

[caption id="attachment_775" width="560"] Karine Deshayes (Adalgisa) y Gregory Kunde (Pollione) en Norma. Foto: Javier del Real[/caption]

Quien me salvó la tarde el otro día en el Teatro Real fue la Adalgisa de Karine Deshayes, una voz viva, de las que te hacen vibrar por simpatía y te invitan a entrar, a través el oído, en el juego representativo. En cambio, la Norma gris, inexpresiva, casi despegada, que cantó Maria Agresta me sacaba una y otra vez del teatro. De la situación teatral, quiero decir. La oía cantar y veía a una cantante resolviendo un desafío técnico y musical de mucha consideración, pero no veía por ningún lado a Norma la vestal rompevotos, la generala traidora, la mujer enamorada y celosa, la madre desquiciada con tendencias infanticidas. En la ópera, da igual como vistas a los cantantes, cómo los sitúes en escena, cómo los ilumines y de qué decorados les rodees. Al final, o representas con la voz o no representas. Lo demás contribuye, pero quien administra el sacramento del teatro es la voz. Lo maravilloso (y lo terrible) de la ópera es la capacidad que tiene la voz de pasar por encima de todo y llegar directamente, llevando el drama entero bajo el brazo, al alma del espectador. Es maravilloso cuando se da y desolador cuando no.

Una Norma así, correcta pero fría, sin el desgarro romántico que es esencial en Bellini, me da mal rollo y me despierta viejos fantasmas. En el Madrid de los años setenta, donde yo nací a la música, los apasionados de la contemporánea vivíamos pendientes de "los grupos" (el Grupo Koan, el Grupo LIM, el Grupo de Percusión de Madrid y algún otro, heroicos todos ellos) y nos considerábamos en guerra contra todo lo demás. Guerra sin cuartel: no se hacían prisioneros. Uno de los estandartes enemigos a abatir era la ópera belcantista. Rossini se libraba por los pelos, pero Bellini y Donizetti eran yuyu total. ¡Que espanto!: argumentos que daban la risa, orquesta de juguete, armonías, ritmos y estructuras de andar por casa. Los lugares comunes se sucedían uno pegado al otro, sin nada en medio. Admitíamos que Bellini y Donizetti tenían gracia al imaginar melodías y sabían hacer brillar las extraordinarias habilidades de los cantantes, pero, en conjunto, su oficio nos parecía más cercano al circo que a las nobles artes de la música y el teatro.

Decenios después, terminada la guerra, aún me queda dentro algún guerrero despistado, ajeno al armisticio, que se solivianta con mucho de lo que se oye en Norma. Yo le doy palmaditas en el cuello, como a un purasangre, ea, ea, fíjate en el canto, en la célebre Casta diva que todo el mundo canturrea, en el Pollione del gran Gregory Kunde, en los conjuntos, mira cómo van creciendo todos los cantantes y lo bien que terminan, mira el trabajo del director de escena, Davide Livermore, que —¡milagro!— no se propone contarnos otra historia, sino se limita a contar lo mejor que puede la historia que se anuncia en el cartel, mira ese bosque celta, oscuro como son los bosques del norte, mira los árboles, que empezaron la ópera siendo estrellas, mira los espíritus del bosque, que se pasean y se esconden por allí, mira qué bien sitúa Livermore las masas en el escenario, mira qué bien suena la Sinfónica, dentro o fuera de estilo, que ese es otro cantar, pero mira qué limpio cada ataque, y qué refinadito cada solo... y así le voy calmando.

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