Poesía temprana de Mark Strand
Explica Simic que desde Whitman, la mayoría de los poetas norteamericanos han intentado no sonar demasiado “literarios”. Y para hacerlo han ido a buscar ejemplos en poetas de otras lenguas. Ambos, Simic y Strand, reunieron en la antología titulada Another Republic a diecisiete escritores europeos y suramericanos. Cito algunos de los nombres incluidos en esa antología: Yehuda Amijai, Drummond de Andrade (Strand colaboró, por cierto, como traductor en la antología de poesía brasileña de Elizabeth Bishop, y vivió durante un año en Brasil), Julio Cortázar, Italo Calvino, Zbignew Herbert, Miroslav Holub, Fernando Pessoa, Vasko Popa, Yanis Ritsos... Mark Strand ha traducido al inglés a poetas tan distintos como Dante o Rafael Alberti, además de, entre otras cosas, una selección de poesía quechua.
Cuando estamos ante un poeta con el conocimiento de la tradición de Mark Strand, es justo decir que no estamos ante un poeta norteamericano, sino ante un poeta universal. Y no es que Strand no suene “literario”; es que, como los poetas verdaderos, inventa su propio lenguaje, que no es literario ni real, sino nuevo, iluminador a un tiempo de la realidad de nuestro tiempo y de la tradición poética.
Varios de sus libros estaban ya traducidos al castellano, y disponíamos además de al menos tres antologías. Lo que ahora nos ofrece Antonio Albors Fonda, gracias a las primorosas ediciones del Taller del Libro, es una selección de 26 poemas de sus primeros libros, desde Reasons for moving, de 1968 (se salta su primer libro, Durmiendo con un ojo abierto, del 64), a los Selected Poems de 1980. El período temporal elegido es menos arbitrario de lo que podría parecer a primera vista. Tras esa recopilación pasaría una década hasta que Strand publicase un nuevo libro de poemas, The Continuous Life. En una entrevista con Jonathan Aaron reconocía que “No me gustaba lo que estaba escribiendo, no creía en mis poemas autobiográficos”. En medio aparecerían las prosas narrativas de Mr. and Mrs. Baby que tienen poco que ver con los poemas en prosa del último libro de Strand. En esa década aparecen también algunos volúmenes de crítica. Louise Glück dice que con el paso del tiempo la poesía de Strand se volverá “menos remota, más casual, pero no menos rigurosa”. No sé si estos poemas tempranos son más remotos o menos casuales, pero sí que en ellos está ya Mark Strand de cuerpo entero, y que demuestran que Strand comenzó a publicar in media res, ahorrándonos balbuceos iniciales. En una entrevista comenta acerca de su primer libro que en sus poemas hay un reflejo de “cierta ansiedad que experimenté en los primeros sesenta. Temía que los Estados Unidos entrasen en guerra con la Unión Soviética. Creo que es un poema rodeado de un gran pacto de silencio”, dice acerca del poema que da título a su primer libro, Durmiendo con un ojo abierto, de 1964. Todo eso pasa a la poesía de un modo sutil, apenas visible. Vistos en la distancia, resulta difícil sentir un corte evidente entre ambos períodos de su poesía.
Es difícil hablar de Mark Strand sin caer en la tentación de recurrir a la pintura de Edward Hopper, un pintor al que él ha dedicado un libro magnífico. Y yo no voy a evitar caer en la tentación. Hay algo en lo que ambos se parecen. Algo que llama mucho la atención a quien se acerca a una pintura de Edward Hopper (o que al menos, siempre llama la mía) es lo escasamente “matérica” que es; apenas hay pegotes de pintura, apenas hay relieve. Claro que lo hay, pero no está ahí de una forma física; es como si hubiera que urgar hacia dentro del cuadro para encontrarlo. En la poesía de Mark Strand ocurre algo parecido: su verdad está siempre en el matiz. No hay moralejas obvias, no hay tambores ni timbales. Sus poemas nos invitan a la lectura atenta. Adivinar lo que ocurre en los cuadros de Hopper es uno de los pasatiempos favoritos de muchos poetas contemporáneos, por más que sabemos por sus cuadernos de notas que Hopper tenía claro cada detalle de la escena, de lo que había fuera de ella, y de las vidas de sus personajes (cuando los hay) antes de ponerse a pintar el cuadro. Del mismo modo en los poemas de Strand apenas aparecen detalles de eso que podemos llamar “biografía”, una biografía que, sin embargo, adivinamos. Él nos lo advierte en unos versos incluidos en este libro: “En un campo / soy la ausencia / de campo”. Igualmente, no hay manchurrones de pintura en sus poemas que nos llamen la atención a primera vista: su poesía nos quiere, como quería Denise Levertov, “alertas ante lo posible”. Strand consigue crear una atmósfera que incluye incluso aquello que se queda fuera de ella. Sus poemas son tiempo condensado, experiencia reunida en un instante.
Hay que estar siempre alertas ante un poema de Mark Strand. Las enormes diferencias que encontramos en algunos de sus poemas vertidos al castellano por traductores distintos nos avisan de la cantidad de lecturas que sugieren, del singular caudal de caminos que cada poema abre. En los poemas de Strand no hay más moraleja que esa: cada instante se abre a múltiples instantes en los que los demás están contenidos. Antonio Albors Fonda ha conseguido que sus traducciones mantengan abiertos todos esos caminos de forma ejemplar, por lo que estos 26 poemas tempranos son tanto una buena forma de seguir leyendo a Strand como de comenzar a hacerlo. Sus poemas, ya lo he dicho, ocurren en el instante en el que nada parece ocurrir entre dos hechos: son, de algún modo, la puerta de entrada a otra dimensión que existe sólo en el poema. Strand quiso ser pintor antes que poeta y eso le dejó, tal vez, la intuición de que no hay obra de arte sin misterio, y como sabemos, la mejor forma de esconder algo es ponerlo en el lugar más a la vista. Así la puerta que abre cada uno de sus poemas.