Rima interna por Martín López-Vega

Cuaderno de Cracovia

3 junio, 2013 02:00

El festival Milosz nos ha puesto a cada participante una asistente para que nos acompañe de acto en acto. Llego al hotel y ya me está esperando dispuesta a llevarme a una mesa redonda. Pero le pido que me lleve a una cervecería. Hemos venido a hablar de poesía, ¿no?

Es curiosa la relación que un poeta establece con los poetas totémicos de su lengua. Es como si cualquier poeta tuviera que pasar un largo purgatorio antes de que su legado se asiente definitivamente en su propia lengua. Ocurre con Fernando Pessoa en Portugal: su huella apenas puede encontrarse, y de forma irónica, en Mário Cesariny (al menos de una manera transparente). En España, sin duda, con García Lorca, tan conocido y admirado fuera como pasado por alto entre nosotros. No digo que no lo hayamos leído, ni siquiera que no lo estimemos (desde luego, no puede hablarse de un desprecio hacia su obra). Pero desde luego costaría encontrar su huella en los poetas contemporáneos. Eso parece que ocurre en la mayoría de los poetas jóvenes polacos con Czeslaw Milosz. La influencia más importante, a día de hoy, parece ser la de Ashbery, O'Hara y la escuela de Nueva York. Me quedo con la duda de si esa influencia lo será de modo superficial, como ocurre tantas veces. Sigo sin entender esa falsa dicotomía entre los poetas-tipo-Milosz y los poetas-tipoAshbery. Desde luego que hay diferencias, como las hay siempre entre grandes poetas. Pero en lo esencial, son poetas que buscan lo mismo: intensidad mediante un lenguaje que critica de forma implícita los usos más vulgares (y especialmente, los oficiales) de ese mismo lenguaje. Me parece que más que Ashbery han influido malas lecturas de Ashbery. Y el resultado suele ser una sintaxis pegajosa al servicio de una especie de idea más pegajosa aún.

La mañana ha sido movidita. Primero, los dos traductores de Michael Krüger se han enzarzado entre ellos: “Eso que has traducido así yo lo diría mejor asá”. Divas hay en todos los gremios. Luego, mesa redonda sobre el mal en la literatura. Está el periodista Mark Danner, cuyo mayor mérito parece ser vivir ahora en la antigua casa de Milosz (o al menos así lo presentan). Muy interesante la intervención de Juan Gelman, quien afirma que los escritores están más preparados para afrontar el mal que aquellos que lo sufren en primera persona, que bastante tienen con no sentirse superados por ese mal. La mesa redonda acaba en batalla entre el moderador, Stefan Chwin, empeñado en que todo el mundo hable de sus experiencias personales (él cuenta una borrosa metáfora de una mujer crucificada a su lado), y el resto de los ponentes, bastante más razonables e inteligentes: Zagajewski, Krüger y el propio Gelman, invitado al final por Zagajewski a decir la última palabra, pues es el único que ha tenido experiencia directa del mal. Gelman acaba hablando en un susurro inaudible, pero las pocas palabras sueltas que conseguimos escuchar valen más que todo el confuso discursito de Chwin.

Hablamos largamente sobre la traducción indirecta. Que quede claro que yo no la defiendo; es indefendible. Pero una traducción no es buena sólo por el hecho de ser directa. Es más: hay peores traducciones directas que indirectas, que al menos suelen estar hechas por poetas con gusto. ¡Cuántos traductores “directos” habré visto ponerse los cascos de la traducción simultánea para entender lo que estaba diciendo el mismo autor al que habían traducido! ¿De verdad puede hacer una traducción directa alguien incapaz de entender el registro oral de una lengua? De acuerdo que el literario es distinto pero ¿cómo los distingue entonces, cómo va a captar las interferencias entre uno y otro? Y luego están las razones prácticas: si quiero citar un poema de Tomas Venclova que nadie ha traducido al castellano, ¿qué hago? ¿No lo cito? Yo siempre opto por hacer mi propia versión. Para un poeta, las versiones son su taller: nada enseña mejor como funcionan los poemas ajenos que volver a escribirlos. Pero nunca he intentado dar gato por liebre. Sólo puedo traducir directamente de seis o siete idiomas. Una versión siempre será una adaptación para guitarra de una pieza para orquesta. Lo que no quita que haya muchas traducciones directas que acaban siendo versión para zambomba de composiciones para violín.

Hablando de traducciones y de Tomas Venclova, acabamos comentando los Poemes escollits de Joseph Brodsky que Judit Díaz Barneda acaba de publicar en 1984. La traductora ha llenado el libro de notas más o menos prescindibles, pero al llegar al “Nocturno lituano” que Brodsky dedica a Venclova no sólo no hay nota que explique quién es el destinatario de la dedicatoria sino que ni siquiera se distingue quién es: “Tomàs Ventzlov”, transcribe ella suponemos que directamente del cirílico, sin reparar en de quién está hablando Brodsky.

Sin duda el autor con mayor éxito del festival ha sido Tomaz Salamun, uno de los que más han influido en los jóvenes poetas polacos. En la lectura está su hermana, que vive en Cracovia, y su sobrino, uno de sus traductores. Me temo que con Salamun pasa lo mismo que con Ashbery, y es que la mayoría aprecia más sus fuegos de artificio que lo que hay en el fondo de su poesía. Ahora unos norteamericanos le siguen por el mundo preparando un documental sobre él y nos piden a Xavier Farré y a mí que hablemos un poco de su obra. La poesía de Salamun es la del poeta que vino de Marte, decimos. El otro día, desayunando con él, hablábamos de influencias. Le pregunté si el grupo absurdista ruso Oberiu había tenido alguna influencia en su formación, y algo de eso hay. También del arte povera y de Barthes. Pero no son más que retales de influencias al servicio del poeta que hoy escribe con mayor libertad, con una mayor capacidad de asumir todo lo que ve, todo lo que lee, todo lo que vive, y dárnoslo en forma de poemas siempre sorprendentes y reveladores.


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