Pablo Fidalgo: ¿Cuánta verdad necesitamos?
Se lee entre versos en la poesía de Pablo Fidalgo (Vigo, 1984) que cree que existe algo así como la autenticidad, hermanada, de algún modo, con la intensidad. La única forma de vivir, parece decirnos, es extenuarse, averiguarlo todo, viajarlo todo, comerlo todo, follarlo todo. “Dejemos que las cosas ocurran, esta vez de verdad”, dice en un verso de su nuevo libro, como si pudieran ocurrir de mentira (la mentira, en su poesía, parece ser aquello que no fue como él hubiera querido que fuese). Lo dice en un poema que tiene algo de remedo de la Elegía a N. N. de Czeslaw Milosz, aunque vaya a otro sitio. Su poesía, sin embargo, nos hace pensar más en el desbordamiento de Daniel Faria, por ejemplo.
Esa búsqueda de la intensidad, que es el motor esencial de la poesía de Fidalgo y que lo distingue entre la grey de la anemia posmodernística, puede llegar a resultar un poco excesiva en ocasiones. Escribe: “Pensé: / el deseo de tocar a quien se destruye / es tan fuerte como el de destruirse”. Y en otro poema: “No soportamos las mentes sanas”. Sano, elegante, bienpensante, son sinónimos en esta poesía cuyo mayor peligro es ese lanzarse tan a las bravas a por su objetivo, perdiendo en ello algo de capacidad de matiz y probablemente, casi todo lo demás —él lo dice: el objetivo es destruirse.
Hablamos de su libro más reciente, Mis padres: Romeo y Julieta (Pre-textos). Tras un prólogo más o menos amoroso, la sección Casa de acogida es un intento de trazar la biografía de la casa familiar, desde el abuelo que “pasó la dictadura en silencio” y “no se enteró de la guerra” e incluso antes: “Mis abuelos ya cuidaron de sus propios padres / en esta misma calle, en esta misma casa”. El autor busca su lugar en esa intrahistoria: “Yo en mi familia sólo soy un personaje histórico. / Nadie tiene tiempo para saber si realmente existí”. Hay algo en esta sección de búsqueda del propio lugar y a la vez de construcción de ese lugar como algo externo e interno a la vez, propio y ajeno, desgajado y encajado a la fuerza. La pugna entre el deseo de la familia y el de individualidad genera una tensión única en esta parte del conjunto.
Sigue a esta sección la que da título al libro, Mis padres: Romeo y Julieta. Un poema. Comienza con la madre contándole al hijo dónde fue “creado”. Viene luego una especie de biografía paralela: la madre que vendía objetos que ella misma pintaba, el hijo que no sabe pintar. Hay una separación, y una especie de pecado original: “¿Aceptas que estás aquí / porque alguien no se jugó la vida totalmente?”. Esta parte, sin duda la más ambiciosa del libro, es también la de arquitectura más difícil. Fidalgo construye a la vez un poema largo y un conjunto de poemas, con un tono que apenas si deja huecos para respirar. Esto tiene un problema: la intensidad de la lectura pide un ritmo de lectura que obliga al verso a fluir, a no enredarse demasiado conceptualmente. Casi siempre funciona pero a veces deja la impresión de verso poco trabajado, cuando no alguna que otra ingenuidad (no por pretendida menos ingenua): “Mis padres eran dos seres increíbles”. Hay preguntas constantes sobre el pasado, del que nos separa una cicatriz de incomprensión por lo que entonces parecía ser un orden y que ahora sin embargo resulta ajeno.
La tercera parte del libro lleva por título Río do Mar. Es la más miscelánea y por eso incluye alguno de los poemas más logrados del conjunto, más independientes también. Hay hilos trenzados con el resto del libro, pero cada poema tiene una solidez individual. No estoy seguro de que la estructura del libro sea la mejor: diría uno que el autor ha querido incluir dos o tres libros en un volumen y no acaba de funcionar del todo, haciendo que los poemas espléndidos que contiene (más de los que se cuentan con los dedos de ambas manos) brillen como podrían haberlo hecho.
Pablo Fidalgo es, lo ha dicho uno ya más veces, mucho más que un nombre prometedor. Si uno le pone algún pero es porque lo lee con la exigencia con que sólo se lee a los grandes poetas. Su dominio del lenguaje es poco frecuente y su capacidad para imaginar libros tramados, así como su impudor a la hora de bucear en la propia biografía no por crearse un personaje atractivo (como otros que yo me sé y ustedes también) sino por descubrir, saber, crecer, hacen de él un nombre ya imprescindible de la poesía española viva. Sin embargo, debe tener en cuenta dos cosas: parte de la construcción del ritmo es la ruptura del ritmo, y su tono desbocado parece intenso al principio y acaba por resultar monótono, pues apenas hay variación. Ya sabemos que tiene voz propia, no necesita insistir en eso. Toca enriquecerla. Tampoco hace falta que si escribe un poema sobre sus padres nos cuente todos los detalles: queremos que un poeta nos cuente nuestra vida, no la suya. Y aunque detalles como incluir su foto de niño con sus padres insinúa un paralelo muy atractivo entre su poesía y cierta escritura de no ficción —una veta en la que podría insistir, seguro que le daría resultados espléndidos— debe recordar que el que su historia haya sido intensa para él no nos basta: queremos que lo sea para nosotros. No tenemos obligación de escucharle: cada palabra que nos diga debe merecer la pena, no necesitamos que se pierda en detalles insulsos. No es que pase mucho, pero pasa más de la cuenta. Y en esos matices probablemente esté la diferencia entre el buen poeta que ya es y el poeta inolvidable que tiene todo para ser.