Sobre crítica y poesía (y un poema de Ana Hatherly, in memoriam)
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Leo por ahí, en famosos críticos patrios y críticos extranjeros con nombre aristocrático, que el crítico sólo debe hablar de los libros que le gusten. No estoy de acuerdo: creo que el crítico debe hablar casi sólo de los libros que le gusten (entendiendo, claro, que el gusto del crítico es más que un gusto: formado y abierto). El verdadero crítico de libros no es sólo crítico de lo que está dentro de los libros: también debe tener en cuenta su recepción, su impacto en el ecosistema. Si la prensa acrítica genera un consenso sobre lo que es importante, cosa que sucede a menudo, un buen crítico está obligado a intentar reestablecer el equilibrio, ayudando a distinguir entre lo que tiene algún interés y lo que sólo está iluminado por variantes diversas de la capacidad de autopromoción y por aquello que el sistema acoge con y sin peaje. Es imposible destacar lo que a uno le parece importante sin, de vez en cuando, subrayar aquello que no nos lo parece. En otras palabras: si el crítico no asume como propia la labor de contrarrestar la avalancha publicitaria, auténtica máquina de producción de canonización casi instantánea, no es un crítico, sino sólo parte de esa misma vana avalancha canonizadora.
Se invita a desconfiar de los críticos que son poetas porque tienen su propia “poética”. Este argumento es bastante absurdo. Para tener una poética (es decir, una serie de preferencias y gustos más o menos formados y/o abiertos) no hace falta ser escritor; basta con ser lector. Todo lector tiene en mente una poética que guía lo que elige y lo que descarta. Todo lector es, en definitiva, mejor o peor, un crítico. Por otro lado, la poética de un autor no puede al cien por cien deducirse de lo que escribe: ¡ojalá lo que escribimos se correspondiera al cien por cien con aquello que querríamos escribir! Del crítico poeta hay que desconfiar por otras razones. En resumen: le resta puntos como crítico lo que tenga de trepa. Y esto es muy fácil de saber a poco que uno lea habitualmente las reseñas de cada uno.
Los críticos que nunca hablan mal de un libro son excelentes vecinos, pero como críticos son un fracaso.
El crítico literario está para dos cosas y media. La primera, descubrir los buenos libros que le parece que van a pasar desapercibidos por culpa de la falta de promoción, la distribución, la escasa vida social del autor… La segunda, explicar por qué cree que son innecesarios los libros que están en todas partes gracias únicamente a la promoción, el músculo editorial, las amistades y la telegenia de su autor, pero que carecen de todo talento. La tercera, pero sólo de vez en cuando, hablar de los libros que están bien y de los que todo el mundo habla. Ser parte del coro de vez en cuando es un recordatorio de humildad.
Una crítica muy fácil: cargarse al crítico porque (a) sus poemas tampoco son como para morirse o (b) se pone puntilloso con las traducciones ajenas cuando las suyas tienen errores, a veces muy visibles. Bien, ¿y quién sería ese crítico que escribe poemas perfectos y hace traducciones perfectas? ¿El que no escriba poemas ni haga traducciones y, por tanto, no tenga ni idea del proceso? Nadie es perfecto: tampoco el crítico, claro. Todo lo que diga el crítico hay que entenderlo como parte de un diálogo que siempre se quiere constructivo. Aunque a veces, para construir, primero haya que tirar algún que otro tabique.
Poetas que no son de fiar: los que nunca han traducido un libro ajeno; los que nunca escriben de sus contemporáneos; los que sólo hablan bien de sus contemporáneos; los que sólo hablan mal de sus contemporáneos.
Fórmula segura para meter la pata: creerte eso de que el autor espera de ti una opinión “sincera”.
Cualquiera que escribe una reseña lo hace para hacerse amigo de alguien. La mayoría lo hace para hacerse amigo del autor del libro, o del editor, o de quien concede el premio. Unos pocos escriben para hacerse amigos de los lectores que no tienen nada que ver con los autores, ni los editores, ni las diputaciones. Sólo tiene sentido aspirar aser de los segundos.
Siempre que uno critica a alguien que ha conseguido poder, le responden con lo mismo: eres un resentido, un envidioso. Es algo que une a los mediocres: no entienden que no quieras ser uno de ellos. Que, por más que te den palmaditas en la espalda y te enseñen la puerta abierta de su magnífico palacio, tú prefieras que tu sitio esté a la intemperie.
Hay poetas peleados con la sintaxis que han acabado por pensar que eso era su estilo.
Aunque parezca mentira, hay muchos poetas que creen que el éxito es ganar ciertos premios, publicar en ciertas editoriales, que te entrevisten aquí o allá, dar lecturas por doquier. Para la mayoría, escribir buenos poemas no forma parte de la ecuación. Seguro que ya se les ha ocurrido más de un ejemplo.
Los grandes poemas no son los que están en todas las antologías; son los que deberían ser excusados de aparecer en ellas. Leyendo la PenguinAnthology of 20th Century American Poetry de Rita Dove, todo se cae de las manos al aparecer junto a La tierra Baldía y el Autorretrato en espejo convexo. Cierto que la antología es bastante decepcionante, como tal antología (¿Robert Pinsky con el doble de páginas que Auden? ¿De verdad?) y como centón de descubrimientos, pero así y todo, piensa uno que a esos poemas se les debería ahorrar el trago de ciertas solemnidades sociales.
Por supuesto que “Chus Visor” tiene derecho a decir lo que le parezca; faltaría más. Pero como uno de los editores de poesía más importantes de este país, tiene otro derecho: que se le haga caso. Que se le replique. Que se dialogue con él. Si él quiere, claro. En cuanto al tono, no creo que él se queje por quienes usan uno un poco más tosco: es el mismo que él emplea. Pero al final, aquí siempre pasa igual: un rato de tirarse los cacharros a la cabeza, y luego todo sigue igual. No dialogamos, sólo gritamos todos hasta quedarnos afónicos.
Me dice un amigo: como no dejes la crítica literaria, nadie hablará de ti como poeta. Tal vez tenga razón, pienso. Pero tengo la firme creencia de que los lectores son bastante menos tontos que los poetas.
Nunca sé qué decir de los libros que me gustan porque me hablan de dónde vengo, pero de los que no me fío, porque no me dicen por dónde ir.
Yo sí creo que el poeta es un mediador con alguna instancia superior. Los poemas, de alguna manera, nos son entregados. Claro que entiendo perfectamente que muchos no piensen lo mismo. Se nota al leerlos que han transcrito el picoteo de las gallinas pensando que era el código morse del más allá.
Un poema de Ana Hatherly (Oporto, 1929-Lisboa, 2015), “Historia de la niña loca”:
Buscaron por toda la casa, por toda la tierra,
pero nadie la encontraba.
Ella estaba en el tejado detrás de la chimenea.
Miraba las estrellas y cantaba.
¡Estaba tan feliz y sosegada!
Miraba las estrellas y cantaba.
¡Dios mío, estaba loca!
Hay que llevársela.
¡Estaba tan feliz!
Miraba las estrellas y cantaba…
Me hablas de alas,
de volar…
¿Pero no ves que yo no soy nada,
que no soy ni ángel ni persona,
ni ave ni ingenio,
que mi definición es completamente otra?
Yo no soy más que el mismo suelo…
Mi vida es poética:
planea entre la vaga mentira y la realidad.
El amor me sucede
como las hojas a los árboles.
Y tan singularmente
que ya ni siquiera sé si es natural que un árbol tenga hojas.