González Iglesias, el condenado por confiado
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La poesía de Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964) ha generado en los últimos años un consenso crítico generalizado. La fórmula de sus poemas puede bien explicar su éxito. González Iglesias es un novísimo pop: en su poesía abundan las referencias al mundo clásico pero cuando bucea ya no se acuerda de Píndaro, como en sus primeros poemas, sino de los Snorkels (no sé si se acuerdan de los dibujos animados). La sencilla factura de su poesía la convierte en alimento al alcance de todos los públicos. Y cuando acierta, consigue hacer transparencia de un momento en apariencia inane, como por ejemplo, un vaso de agua fría en un hotel de Tel Aviv.
El mayor problema de esa pretendida simplicidad es caer en la nadería, algo que a González Iglesias le pasa a menudo en las páginas de su último libro, Confiado (Visor, premio Ciudad de Melilla, por cierto, el tercero de Visor que su autor se mete en el bolsillo, si no me falla la cuenta). De un poema como “Nuestra Península” lo mejor que puede decirse es que es un apunte para un poema, aunque no pueda uno muy bien imaginarse qué poema sería ese. “Estación de Austerlitz” es una variación al tema viejo del mirón, pero sin nada que haga que el poema levante el vuelo. En el “Elogio de la biblioteca pública” no se sabe muy bien dónde está el elogio, ni el poema. “Teoría del regalo” es un elogio del hacerse regalos que, con un par de rimas bien puestas, hubiera firmado Campoamor en cualquier abanico. La lista de inanidades, de poemas que provocan un gesto algo atónito de “pues vale”, es larga. Valga como ejemplo el poema “Dos asuntos”:
Estuve años meditando en torno
al poder.
Lo dejé. Tuve que reflexionar
sobre el mal.
Una mujer me dijo: no son cosas
tan distintas.
La verdad es que parece complicado ser más soso y más simple sin dejar de ser, de un modo algo retorcido, pretencioso. El asunto de este libro de González Iglesias es que el mundo está bien hecho: bucear media horita proporciona eternidad, si te despiertas junto a un rubiales treintañero eres afortunado, y todo lo hermoso del mundo se concentra en morder una manzana:
Un hombre joven muerde una manzana.
A pesar del volumen de la radio
que habla de fútbol, a pesar del ruido
del motor, de la gente que habla dentro
del autobús, cada mordisco deja
oír el casi rugido
con que los dientes entran en la carne
extraña de la fruta, reiterando
su despreocupación, su confianza
en el tiempo que tiene por delante.
Y uno no puede dejar de admirar la despreocupación del protagonista del poema (aunque se pregunte qué tiene de raro la carne de la manzana), pero espera un poco más de un poeta talentoso como sin duda es González Iglesias. El mayor problema de este libro es que pone como meta (la contemplación del instante, digamos, la capacidad de descubrir la hermosura del mundo en lo mínimo) lo que en un poeta debe ser el punto de partida: la capacidad de observación absoluta, de atención, de contemplación. Cuando el punto de partida se convierte en la meta, ocurre lo que aquí: la simplonería.Una simplonería aderezada por una felicidad muy burguesa (es un detalle al margen, pero no puedo evitar preguntarme cuál es la visión del mundo de alguien que dedica un poema “Para los Duques de Soria”, anteponiendo el tal ducado al nombre de los destinatarios del poema), ajena a cualquier tipo de inteligencia (me remito de nuevo a “Dos asuntos”) y que remite a un clasicismo convenientemente podado (el clasicismo de quien, pongamos, disfrutaba de tener esclavos, no el de quien lo era).
A uno la realidad le pide felicidad, pero una felicidad un poco más compleja. González Iglesias ha escrito un buen puñado de buenos poemas que le justifican, pero más allá de un trato claro con el lenguaje, que sin duda tiene, hay que pedirle mucho más. El protagonista de Confiado no se sabe muy bien en qué mundo vive. Y eso le condena a una inanidad indolente, sosa y aburrida, a una felicidad de anuncio de Ikea y escaparate de Galerías Preciados (sí: ya sé que ya no existen).