Angélica Liddell (derecha) durante un ensayo de su obra 'DÄMON. El funeral de Bergman', el pasado viernes en el Festival de Aviñón. Foto: EFE/EPA/Teresa Suárez

Angélica Liddell (derecha) durante un ensayo de su obra 'DÄMON. El funeral de Bergman', el pasado viernes en el Festival de Aviñón. Foto: EFE/EPA/Teresa Suárez

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Angélica Liddell y el crítico llorón

La querella por injurias del crítico Stéphane Capron contra la autora y actriz demuestra la decadencia del periodismo y de la libertad de expresión.

2 julio, 2024 14:25

Angélica Liddell ha ido a por la crítica teatral en el espectáculo con el que ha inaugurado el Festival de Aviñón, DÄMON. El funeral de Bergman. Teniendo en cuenta que la crítica está hecha unos zorros, sus dardos me parecen considerados, revelan que ella sí la lee aunque sea para vilipendiarla. Por otro lado, todo el mundo sabe que la crítica la forman tipos sin escrúpulos e incapaces de hacer una caquita artística, dispuestos a meterse con el trabajo de los “creadores”, dirán sus defensores.

Lo que me resulta revelador del episodio es que ilustra la decadencia que vive el periodismo y el disminuido valor de la libertad de expresión en la sociedad actual. La novedad radica en el hecho de que quien intenta coartar esa libertad es un periodista frente a una artista que, según dice, lo ha ofendido en una de sus obras. Ello invierte radicalmente los papeles de los que antaño se erigían en defensores de la libertad de expresión e información (los periodistas) frente a los que veían amenazado su derecho al honor y al buen nombre (los protagonistas de las informaciones). La performance de Angélica Liddell ha mostrado que todo está patas arriba.

El crítico Stéphane Capron, de France Inter, ha denunciado por injurias a Liddell porque la artista ha hecho en su último espectáculo analogía de su apellido con un insulto tan patrio (cabrón); si el crítico hubiera pisado un colegio de los nuestros no se hubiera librado tampoco de él. Pero a lo que vamos: ¿acaso es una novedad que la artista ofenda en sus espectáculos? He visto bastantes y una de sus estrategias básicas ha consistido en humillar al público soltando burradas moralmente ofensivas, que paradójicamente este le reía y aplaudía de pie, sintiéndose quizá menos vulgar y más élite.

Angélica Liddell, en el centro vestida de blanco, durante su obra 'DÄMON. El funeral de Bergman'. © Christophe Raynaud de Lage / Festival d'Avignon

Angélica Liddell, en el centro vestida de blanco, durante su obra 'DÄMON. El funeral de Bergman'. © Christophe Raynaud de Lage / Festival d'Avignon

Me reconcilié con Angélica después de verla escenificar su funeral, Vudú (3318) Blixen, un espectáculo de cinco horas que vi en Madrid a comienzos de este año y en el que me rendí a su verbo, a su presencia y a su voz, en una misa alucinante e intensa donde mostró que había dado un radical giro espiritual. Soy una moralista, lo reconozco, y Angélica, que se ha pasado gran parte de su vida yendo de maldita y despreciando las buenas costumbres, predica ahora el amor.

Muchas de sus obras he tenido que verlas por obligación y casi siempre me han resultado un tostón, una encerrona. Pero escribe maravillosamente y me gusta leer sus textos (el libro te da la libertad de abandonarlo cuando quieras), también sus entrevistas —yo misma la entrevisté hace tiempo—, me interesan sus gustos literarios, su universo intelectual donde sigue el rastro a textos sagrados y filosóficos, a autores ocultos que se salen de lo trillado.

Angélica es un personaje, una mística de nuestros días y eso la convierte en una rara avis, porque una mística en nuestro tiempo es en sí misma una provocación, especialmente si, como ella, no se calla y proclama lo que sinceramente creo que piensa.

Con su provocación, Liddell ha logrado aquello a lo que todo performer aspira: interactuar con la misma sociedad, convertirse en protagonista de la realidad (que no de la ficción). En nuestro país, y en otro tiempo, esta denuncia no tendría recorrido, pero el acoso a la libertad de expresión hoy es expansivo y avasallador. Y lo sorprendente es que lo promueva un periodista, que debería saber apreciar su valor mejor que otros.

¿Qué es la libertad de expresión?, se pregunta Salman Rushdie, y contesta: “Sin la libertad de ofender, esta deja de existir”. Hasta que no entendamos que la libertad de expresión siempre tiende a molestar, especialmente al poder y a las opiniones mayoritarias, y que siempre estará unida a la ofensa, que se mueve en terrenos resbaladizos, cambiantes según la cultura, la época y las circunstancias, no valoraremos lo importante que es para nuestra convivencia y para nosotros mismos.

Liz Perales es periodista, crítica de teatro de El Cultural y fundadora de la editorial Bolchiro.

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