El humor inglés de Jerome K. Jerome
No voy a provocar un alud de “negritas” para recordar sólo algunos de los nombres de los grandes humoristas ingleses, que han dejado fértil, influyente y divertido rastro en la historia de la literatura, el teatro y el cine. Y el manantial está lejos de agotarse.
Jerome K. Jerome (1859-1927) no es, precisamente, uno de los cultivadores del humor británico en la novela más conocido entre nosotros, si bien la edición de Tres hombres en una barca, hace más de diez años, por El Cobre, fue toda una revelación para muchos. Blackie Books reedita en estos días esa formidable novela.
Tres hombres en una barca (1889) fue el primero y el mayor éxito de Jerome, la crónica del viaje en bote de tres amigos y un perro entre Kingston y Oxford, inspirada en un recorrido semejante que el escritor hizo con su esposa durante su viaje de novios. El libro hizo a Jerome millonario y le dio fama internacional. Ken Annakin dirigió en 1956 una adaptación cinematográfica, con Laurence Harvey al frente del reparto.
He leído Ellos y yo (1909), que acaba de publicar La Fuga Ediciones, con traducción y prólogo de Manuel Manzano. Hace años que tengo por costumbre leer los prólogos después de haber leído los textos a los que preceden, y me he encontrado con que Manzano encuentra en Ellos y yo el mismo aroma que yo había detectado en mi lectura, una concomitancia con Mi familia y otros animales (1956), si bien el libro de Gerald Durrell es más fluido y disparatado. De todas formas, la comparación es posible y es beneficiosa para instigar la lectura de la novela de Jerome.
En Ellos y yo, un escritor de mediana edad –probable trasunto del autor-, que no es un modelo de sensatez y de claridad de ideas, llega a una casa en el campo para acondicionarla y vivir en ella con sus tres hijos (Dick, Robina y Verónica, de mayor a menor), que tampoco son un dechado de madurez y sentido común.
La novela, con varios invitados especiales y secundarios –animales incluidos-, cuenta el proceso de reforma de la casa y de adaptación de sus ocupantes a la vida campestre, mientras todos ellos viven los azarosos episodios que son propios de su desubicada edad y condición.
El humor, claro, surge de las situaciones y de las relaciones, y se materializa muchas veces en los diálogos, como es normal, pero también puede decirse que Jerome utiliza la situación-marco de la novela como perchero del que colgar o como contenedor en el que introducir, al modo de un ensayista o de un columnista, reflexiones y comentarios –casi siempre escépticos y zumbones- sobre asuntos que le interesan: la misma vida en el campo, la agricultura, la arquitectura, la filosofía, la escritura, el papel de la Providencia…
Jerome dice que al agricultor “nada le sale como debería. No parece que este sea su planeta”. Y añade: “La Providencia tiene buenas intenciones, pero no entiende de agricultura. Hace lo que puede, piensa el agricultor, pero es incapaz, no es culpa suya. Si la Providencia pudiera tomarse un descanso durante un mes o dos y asistir a algunas lecciones de agricultura práctica, las cosas podrían mejorar, pero como eso está fuera de toda cuestión, no hay nada más que decir. De la conversación con los agricultores uno evoca una imagen de la Providencia como una aficionada con buenas intenciones, colocada en una posición para la que es completamente inapropiada”.
Estas líneas son una buena muestra de en qué consiste y cómo opera el humor inglés. De una manera suave, sin alzar la voz, con la ironía como instrumento, Jerome señala de una tacada la habitual mentalidad quejica del agricultor y pone en cuestión a una Providencia que, de tan poco providente y desacertada, no cumple, pese a “sus buenas intenciones”, con su cometido, lo que casi equivale, en la práctica, a que no existe o está de baja. Pero ésta sería una afirmación frontal, impropia de la sutileza de un humorista inglés.