'Duelo' y los recuerdos de Eduardo Halfon
Después de Monasterio (2014) y Signor Hoffman (2015), Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) firma, a buen ritmo, una obra maestra, Duelo, otra vez en Libros del Asteroide. ¿Obra maestra? Bueno, si es una exageración, no me importa, que sirva para incentivar con entusiasmo la lectura de la obra y para señalar que, en efecto, Halfon es uno de los mejores escritores de su generación y, probablemente, de alguna otra, pasada o futura.
Recuerdos e indagación. Parecen ser los recuerdos del propio Halfon, que narra e investiga en primera persona. Recuerdos de infancia y juventud de un chico judío guatemalteco –un abuelo libanés, otro abuelo polaco–, recuerdos familiares –los abuelos, sí, los padres, los tíos, el hermano–, recuerdos nítidos, pero traspasados por una sombra, por un misterio, por la bruma de una verdad o de una mentira sin aclarar: ¿murió el niño Salomón, hermano mayor del padre, a los cinco años, ahogado en el lago Amatitlán? Ésa fue una verdad oficial de la familia, pero demasiado envuelta en silencios, cuchicheos, tristezas y hosquedades. ¿Quién dijo que el pequeño Salomón murió en Nueva York? ¿Por qué tanto plomo en torno a su muerte?
El niño Salomón y su muerte. Ése es el núcleo de la novela, el trágico y dañino hueso de melocotón del relato, el enigma que envuelve otros enigmas. El objetivo de la investigación de Eduardo Halfon, el viento helado que moviliza los recuerdos y hace aparecer en escena a todos los personajes –cada uno, un mundo insólito e intenso– de la familia herida.
Halfon se desplaza por espacios y territorios –Guatemala, Miami, Nueva York, Polonia…– que conforman el mapa trágico de la familia –campos de concentración incluidos–, por sus resonancias culturales –hebreas, árabes, latinas, norteamericanas–, y lo hace en viñetas breves, moviéndose también en varios planos temporales, varios pasados y el presente de sus averiguaciones. Nunca se pierde, nunca nos perdemos con él. Ese mosaico espacio-temporal está manejado con gran destreza y virtuosismo y, en cualquier caso, el lector siempre se agarra a las palabras, al placer del texto, a un texto escrito con dolor, humor, emoción e intensidad poética. A un texto magistral, siempre económico y siempre ancho, grande, profundo, inagotable de recursos e imágenes, de juegos verbales y de hondura, de gran fraseo. Ineludible y espléndido en cada palabra. Cuajado de registros que van desde una engañosa funcionalidad brillante –Halfon no perdona una línea– a la puesta en página de escenas y personajes memorables con palabras memorables.
El título, Duelo, parece aludir al dolor de la familia entera por la muerte del niño Salomón y por una lava ardiente de culpa que se extendió sobre todos y los dejó, al fin, fríos y como petrificados, medio muertos en un lago de pena, siempre bajo una lluvia helada o de seda. El agua, insondable e inoportuna, es también el gran protagonista de esta novela, con un co-protagonista terciado, el hermano del narrador: duelo también por aquella ruptura de la complicidad, por aquella patada y aquella pierna rota. Duelo por crecer.
Da un poco de rabia –o no– hablar a estas alturas de realismo mágico, pero hay que ver cómo se ensancha Duelo con escenas y personajes del campo guatemalteco: el fiel jardinero don Isidoro, el niño que vende café y tortillas en su barca del lago, la mesonera y el resto de la parroquia del tabernucho y, por supuesto, la bruja doña Ermelinda –y sus hierbas y raíces, y su santo Maximón, guapo, bebedor, seductor y sin brazos– que, con su relación de niños ahogados culmina el lírico recurso de Halfon a la retórica de la repetición y abre paso a un final asombroso –y asombrosamente escrito– que termina con el nombre de Salomón, ahí donde empezó: “Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala. Que el hermano mayor de mi padre, el hijo primogénito de mis abuelos, el que hubiese sido mi tío Salomón, había muerto ahogado en el lago Amatitlán, en un accidente, cuando tenía mi misma edad, y que jamás habían encontrado su cuerpo. Nosotros pasábamos todos los fines de semana en el chalet de mis abuelos en Amatitlán, a la orilla del lago, y yo no podía ver ese lago sin imaginarme que de pronto aparecía el cuerpo sin vida del niño Salomón. Siempre me lo imaginaba pálido y desnudo, y siempre flotando boca abajo cerca del viejo muelle de madera…”
¿Se puede abandonar una novela que empieza así? No, porque se intuye que ese comienzo no es nada comparado con lo que vendrá después. Porque se intuye que lo que ahí se dice quizá no sea verdad y que la verdad, si existe, es, en todo caso, difícil de conocer y de reconocer. Y eso es la novela, la búsqueda de una verdad.