Joseph Roth y el final de tantas cosas
'La Cripta de los Capuchinos', que narra la decadencia del Imperio austrohúngaro y de la familia Trotta, es una novela total, con un pie en el realismo decimonónico y otro en la modernidad
La Cripta de los Capuchinos (1938) es una novela sobre la decadencia, sobre diversas decadencias dispuestas en círculos concéntricos y vinculadas entre sí. Sobre la decadencia que, en realidad, presenta los caracteres de una total extinción. Con Viena como centro, como punto de inicio y de final, la novela de Joseph Roth (1894-1939) arranca en 1913, en las vísperas de la Primera Guerra Mundial, y termina en 1938 con el apunte de la llegada de las tropas nazis a la capital austríaca. En ese itinerario se contemplan los estertores y el ocaso de la monarquía de los Habsburgo y del Imperio austrohúngaro, el declive y la transformación de la aristocracia y la burguesía vienesas, la decadencia total de la familia Trotta —ya anticipada en sus prolegómenos por Roth en La marcha Radetzky (1932)— y la caída en el abismo —en el hermoso y patético desenlace de la novela— del joven Francisco Fernando Trotta —su imperial nombre no es casual, claro—, el frívolo y ya de por sí decadente protagonista del relato. Es todo un mundo, una mentalidad y un modo de vida los que mueren, al tiempo que Roth —defensor de los valores plurales e integradores de un imperio idealizado—, cinco años después de haber tenido que abandonar Berlín y haber comenzado su exilio atravesado por el alcohol, la locura y las dificultades económicas, está en el corredor de su propia muerte en 1939 en París, esa muerte que ya presiente repetidas veces en su novela acechando con sus descarnadas manos las copas de licor. Todavía tendría ocasión de dar a la imprenta otra novela importante, La leyenda del santo bebedor, escrita al borde mismo de la tumba. Cátedra publica ahora una edición académica de La Cripta de los Capuchinos con una muy extensa, completa e interesantísima introducción de su traductor, David Pérez Blázquez, también autor de las numerosas y esclarecedoras notas que acompañan el texto.
Si al principio, a propósito de la decadencia, hablábamos de círculos concéntricos, ahora, aun conscientes de incurrir en una terminología obsoleta, podríamos hablar de capas, de ingredientes, de la maestría absoluta de Joseph Roth a la hora de dar desarrollo lineal a su historia —con algunas elipsis y saltos llamativos— y a la vez dotarla de densidad y volumen en los momentos necesarios, de combinar la descripción de los ambientes vieneses y de los retratos de grupo —primordialmente, los disolutos amigos de Trotta— con la erección de muy potentes personajes individuales, tanto protagonistas —Trotta y su tremenda madre con bastón de mando— como secundarios —el fiel sirviente Jacques, el primo Joseph Branco que vende castañas con su mulo, el cochero judío Manes Reisiger...—, mientras la acción discurre por la línea de alambre de un tiempo azotado por la guerra y en trágica mutación hacia el totalitarismo y el nacionalismo, en el que se inscriben de forma central historias condenadas de amor —Trotta y la bella Elisabeth— y amistad, se abarcan otros escenarios —Galitzia, Siberia— y queda espacio, en el contexto de un derrumbe, para apuntar la emergencia de jóvenes revolucionarios, desaprensivos negociantes y tendencias modernas en la cultura —el diseño, el cine— y el comportamiento —el lesbianismo, el feminismo—, que Roth ridiculiza, tal vez en la medida en que traen dolor a su joven protagonista y narrador, pues malogran su poco fundamentada peripecia amorosa con la débil y voluble Elisabeth, que vertebra buena parte de la novela. Por boca de Francisco Fernando Trotta —sea con su habitual humor, siempre con agudeza y muchas veces con inclemencia—, Roth deja caer abundantes observaciones y comentarios sobre los más variados asuntos. Novela de acción, pues, con gran sustancia psicológica, con renglones historicistas, y también novela de ideas.
Bueno, pues vaya descubrimiento, pensará algún lector. No, ningún descubrimiento, sólo que trato de recalcar que La Cripta de los Capuchinos es, en efecto, una novela-novela, una novela total, con los más completos elementos del género, con ese aroma a realismo decimonónico, a gran y caudaloso relato, agilizado, sin embargo, por una escritura, una estructura y un tono que ya conoce los requisitos y los ritmos de la modernidad. Al lector de La Cripta de los Capuchinos le aguarda la inmersión gozosa —aun adentrándose en aguas melancólicas, tristes, dramáticas— en un ancho y fluido torrente.
Habrá que decir que cuando Francisco Fernando Trotta se acerca en el desenlace a la Cripta de los Capuchinos de Viena —panteón de la familia imperial—, su gesto, en busca de refugio y referencia, llega tarde. Las esvásticas ya se asoman a los balcones de la ciudad, y Trotta busca cobijo en el símbolo —no es el único en la novela— de un espíritu que, veinticinco años atrás, y antes de combatir en la guerra, no estuvo en condiciones de incorporar y defender. La novela cuenta también una evolución moral y política —como la tuvo Roth desde otra posición de salida— hacia un mundo de ideas —la convivencia de distintos en una patria europea amplia— que Trotta —en sus juveniles noches vienesas de juerga, vino y mujeres— y otros muchos —incluidos los responsables políticos y la misma sociedad— no supieron mantener. A Roth le espanta el sonido de las botas nazis sobre el empedrado, pero ya no está en la onda del socialismo revolucionario.
Camino del frente, Trotta entra en una taberna de la frontera con Rusia, en la actual Ucrania tal vez: “Yo ya conocía la taberna de Jadlowker, había estado en ella un par de veces, conocía el barullo que solía reinar allí, aquella suerte de escándalo que causan los que de repente se han quedado sin patria, los desesperados, todos aquellos que en realidad no tienen un presente, sino que estando aún en el pasado se ven arrojados al futuro, saltando de un ayer conocido a un mañana totalmente incierto, como pasajeros desfilando de tierra firme a un navío extranjero a través de una pasarela que no deja de tambalearse”.
Atención a estas palabras, no se refieren sólo a los desertores o a los desplazados de la taberna fronteriza: “…aquellos que en realidad no tienen un presente, sino que estando en el pasado se ven arrojados al futuro, saltando de un ayer conocido a un mañana totalmente incierto…”. Esa es también la situación de Trotta y es también la situación de Roth. Es la situación de la novela. Es una situación que cíclicamente se repite. ¿Es nuestra situación ahora mismo?