Ajedrez, del desvarío humano a la perfección cuántica
'Nieve negra' de Jorge Benítez es un absorbente bestiario de los grandes campeones de este juego obsesivo e iluminador
La verdad es que el ajedrez siempre me obsesionó. Nunca lo he estudiado de manera reglada pero le he dedicado muchas horas. Muchísimas. Recuerdo veranos juveniles jugando con amigos hasta la cuatro o las cinco de la madrugada en la plaza del pueblo de mis padres (entre semana, claro, porque los findes los dedicábamos a las verbenas, y nos acostábamos todavía más tarde). La campana del reloj del ayuntamiento, implacable en su regularidad, iba marcando las horas y nosotros ahí, con la vista clavada sobre los 64 escaques. Parecíamos posesos, deperdigados por parejas sobre los bancos. Yo siempre movía con la mosca detrás de la oreja: sabía que tenía que haber un movimiento todavía mejor, más dañino para mi adversario. Esa comezón me paralizaba a veces. Hasta que una voz desesperada taladraba mi burbuja de concentración: “Venga, hombre, mueve ya…”. Y movía, sí, pero mosqueado.
Tal afán de perfección alcanza lo enfermizo en la élite de este deporte que se practica apoltronado. Y no me extraña nada. Si hasta a mí, amateur intermitente, se me acababa yendo un poco la chaveta con él. Por eso la historia de los jaques y los mates es una sucesión de jugadores excéntricos, inadaptados e irrepetibles. Un filón para psiquiatras y escritores. Jorge Benitez, cual entomólogo concienzudo, compila un ramillete de estas vidas heterodoxas en Nieve negra. Dioses, héroes y bastardos del ajedrez (Libros del K.O). Su bestiario ha sido un oasis en esta cuarentena: los perfiles que traza se van dando el testigo con embelesante ritmo y tono ligeramente inclinado hacia el humor irónico, aportando innumerables datos y anécdotas que traslucen la verdadera sustancia humana de la que estaban hechos estos outsiders. Las narraciones, además, son salpimentadas con la dosis justa de historiografía para comprender mejor cómo el contexto sociopolítico de cada uno condicionó sus existencias.
En una colección como esta no podía faltar Bobby Fischer, el hombre que derrotó a la maquinaria soviética el año 72 en Reikiavik, encarnada por el pobre Spaski, que tras perder la título mundial fue repudiado por sus compatriotas. Aquel campeonato fue una de las batallas –incruentas- más memorables de la guerra fría, limitada a la pequeña escala de un tablero, sí, pero con un impacto moral tremendo: subidón para los yanquis, bajón para los soviéticos. Benítez, con habilidad de guionista, nos presenta a Fischer justo después de coronarse, regodeándose en el éxito en el programa de máxima audiencia del cómico Bob Hope. Ambos cruzan chistes enlatados que presagian su vertiginosa decadencia en pararelo.
En 1975 no acudió a defender el título con Karpov, dando origen a su leyenda de misántropo materialista y antisemita. Mucho se ha hablado de esa espantá. ¿Miedo al rocoso rival? Quizás. Benitez, en cambio, intuye que fue más bien producto de sus crecientes inestabilidades. Fischer desapareció del mapa varios años. Emergió finalmente al olor de la bolsa millonaria que le puso como cebo el banquero serbio Jezdemir Vasiljevic para que jugara en Belgrado una reedición del duelo con Spaski. Estados Unidos emitió entonces una orden de busca y captura por entrar en un país sancionado por la ONU en plena guerra de los Balcanes. Cuando los atentados del 11-S, su psique ya había entrado en barrena. Prueba de su delirio mental son sus declaraciones a una radio filipina: “Es hora de que los putos Estados Unidos reciban una patada en la cabeza. Aplaudo el acto. Quiero verlos aniquilados. ¡Muerte a Bush! ¡A la mierda los judíos! Hoy es un día maravilloso. Llorad, nenas, lloriquead, cabrones. Ahora llega vuestra hora”.
Spaski podría haberle odiado toda su vida pero no fue así. De hecho, ya en Reikiavik, rompió el protocolo al final de una partida magistral del norteamericano: se levantó y le aplaudió ante la estupefacción de la legación soviética. Al final de sus días, en una entrevista que le arrancaron indignamente, confesó: “Me tomé muy mal la muerte de Fischer”. Ejemplo de deportividad es también la relación entre Kaspárov y Karpov, encarnizada en los 80. El primero, deslenguado y egocéntrico, acabó siendo un pertinaz disidente contra la deriva totalitaria de Putin (activismo que a día de hoy ha dado escasos resultados). El segundo, discreto y de modales fríos, está hoy perfectamente integrado en el régimen. Lo que no quita para que durante una de las detenciones de su íntimo enemigo fuera a visitarle a la sede del ministerio del Interior. Pidió hablar con él cinco minutos y entregarle una revista de ajedrez para aliviar su reclusión. Ejemplar.
Ambos fueron fruto de la inversión de la Unión Soviética en ajedrez. Cientos de miles de muchachos eran formados para que la hoz y el martillo no se bajara nunca del podio. Kaspárov de hecho le resta importancia al dominio rojo en esas décadas: “Era una cuestión de simple estadística”. Ciertamente, el ajedrez allí era un tema serio. Disciplina extrema que contrasta con otro linaje de figuras con las que Benitez –se nota- siente una especial complicidad. Superdotados por instinto que entre partida y partida, lejos de machacarse ensayando aperturas para la siguiente, degustaron con fruición los placeres terrenales. Como Paul Morphy, que consideraba la profesionalización impropia de un caballero del sur de los Estados Unidos decimonónicos; o Mijaíl Tal, soviético anarcoide que, cuando el gobierno de Nikita Jruschov promovió una campaña contra el alcoholismo, supo rápido cuál era su bando: “¿El Estado contra el vodka? Pues yo me pongo del lado del vodka”. Mención especial dentro de esta grey libertina merece el cubano Capablanca, al que Benítez, periodista de la revista diaria Papel de El Mundo, bautiza como “el príncipe de la mujeres”. A los cuatro años ya doblegaba a su padre frente al tablero y en 1921 se proclamó campeón del mundo derrotando en casa (La Habana) al matemático alemán Emanuel Lasker. Un huracán de carisma y charme.
En un libro así cabría pensar de entrada que la presencia de España sería residual. Pero, sorprendentemente, no lo es tanto. Es verdad que carecemos en el ajedrez de hitos al estilo de Fernando Alonso en la Fórmula 1. O sea, figuras que casi por generación espontánea, contra pronóstico y contra la idiosincrasia del propio país, elevaran la rojigualda a la zona noble del escalafón. Lo máximo que podemos lucir es a Arturito Pomar, que hizo tablas con un Fischer de sólo 18 años, pero que no tuvo el respaldo institucional que su talento merecía. De haber sido así, quizá no hubiera acabado de cartero. Esa oportunidad perdida, por cierto, la documenta exhaustivamente el reciente libro El peón (Pepitas), de Paco Cerdá. Pero es muy llamativa la teoría que se enuncia en Nieve negra de que el juego de reyes entró en Europa por la península ibérica, de la mano de los musulmanes. También se advierte que la España del siglo XV fue la cuna del ajedrez moderno, teniendo a Isabel la Católica como posible inspiradora de algunas reglas que han pervivido hasta hoy.
Otro motivo de orgullo (o de alivio en medio del páramo) es la autoría del primer autómata capaz de jugar al ajedrez. Lo ingenió Torres Quevedo. Hablamos del precedente más lejano de Deep Blue (que derrotó con posible tongo comercial de por medio a Kaspárov) y AlphaZero, la computadora de Google con la que se entrena Magnus Carlsen, vigente dueño del cetro mundial. El campeón noruego se lo arrebató a Viswanathan Anand, ajedrecista que consiguió agilizar mi desesperante juego. Le escuché en una entrevista decir que el primer impulso para mover solía ser el más certero. Que era muy, muy habitual que, tras embridarlo un rato y rumiar otras opciones, acabara recurriendo a ese fogonazo de inspiración inicial. El corazón tiene razones que -muchas veces- la razón no entiende, como nos enseñó Pascal. Así pues no era necesario comerse tanto la olla. Uno podía fiarse del instinto.
Fue toda una lección, extensible más allá del tablero (las relaciones sentimentales, por ejemplo). En cualquier caso, lo que queda dentro, como nos advierte Benítez en su profecía final, se verá sumido en la dictadura de la perfección que impondrá la computación cuántica en breve. Quizá las blancas ganen siempre por el hecho de tener la ventaja de mover primero y las partidas de todos los glosados, inspiradora memoria de la inteligencia humana, acaben expuestas en museos. Cabe preguntarse si junto al propio homo sapiens...