Casillas y Buffon se saludan en un partido entre España e Italia.

Casillas y Buffon se saludan en un partido entre España e Italia. REUTERS

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Eurocopa, el invento que permitió a los europeos odiarse sin hacerse trizas

Lo dijo el añorado Paul Auster, y tenía buena parte de razón, porque el torneo también contribuyó a soldar un viejo continente en pedazos tras la II Guerra Mundial.

14 junio, 2024 02:37

“Los europeos encontraron una forma de odiarse sin hacerse trizas. Este milagro se llama fútbol”. Gran frase de Paul Auster. La dejó dicha en un artículo en The New York Times Magazine. Reflexionaba sobre Europa, nombre que, decía, asociaba automáticamente a una palabra: matanza. Era 1999 cuando escribía. Las guerras de los Balcanes todavía seguían generando titulares chorreantes de sangre. “Apenas ha pasado un mes en los últimos 1.000 años sin que un grupo de europeos haya pretendido matar a otro grupo de europeos”. Era una recapitulación certera, que avalaba enumerando capítulos bélicos: la Guerra de los 100 años, la de los 30, las de religión en Francia…

Le compramos esta sagaz perspectiva sobre el deporte rey en el viejo continente al autor de la Trilogía de Nueva York, que tan hábilmente nos sumergía en sus tramas multicapas, con historias dentro de historias, dentro, a su vez, de más historias. Así, ad infinitum. O casi. Tiene sentido, efectivamente, al contemplar la liturgia futbolera, concluir que es la continuación de la guerra (y los negocios) por otros medios. Medios pacíficos, amén de las fricciones propias del juego.

Dos bandos enfrentados sobre la hierba y en las gradas, donde, todo sea dicho, sí se dan algunos episodios violentos. Aunque en la mayor parte de las ocasiones, cuando pita el árbitro el final, la gesticulación agresiva y los improperios cesan casi de manera automática, sin que en el parte de incidencias conste más que eso: que en las tribunas había mucho perro ladrador pero poco mordedor.

La Eurocopa, que despliega una nueva edición este mismo viernes con el enfrentamiento entre Alemania (la anfitriona) y Escocia, ha sido decisiva en la distensión continental. Así lo recoge el exhaustivo libro Sueños de la Euro (Panenka), de Miguel L. Pereira, que lleva por revelador subtítulo El torneo que reconcilió a un continente. Señala detalles muy curiosos sobre su gestación. ¿Saben, por ejemplo, qué denominación se consideró al principio? En 1953, cuando sus impulsores se reunían para darle forma, pensaron que estaría bien bautizarla como... ¡Unión Europea! Curioso: el mismo nombre que se le otorgó a la alianza supranacional -política y económica- que hoy coaliga a 27 Estados.

No es un dato baladí, porque esos fundadores, sobre todo el visionario Henri Delaunay, francés de querencias cosmopolitas e ilustradas, buscaban eso precisamente: que aquella competición fuese más que fútbol. Que sirviera, en definitiva, para unir lazos entre viejos enemigos. Y que la violencia, si estallaba eventualmente, quedara constreñida en el marco de los estadios. Odiarse durante un ratito, y ya.

Nacido en 1883, en plena Belle Époque, Delaunay fue futbolista y también árbitro. Cuentan que dejó de ser colegiado porque un balonazo le hizo tragarse el silbato y perder dos dientes. Encauzó entonces su hiperactividad a través de los despachos. Fue primero presidente de la federación francesa de fútbol, antes de cumplir 30 años. Con Jules Rimet, el famoso creador de los Mundiales, formó un tándem galo crucial para el devenir del balompié en el siglo XX.

Su empeñó por organizar una justa entre selecciones data de los años 30. Pero aquellos años convulsos, preámbulo de la II Guerra Mundial, fueron un contexto hostil para poner en marcha redes colaborativas más de allá de las fronteras nacionales. Fue la memoria del dolor y el trauma lo que facilitó su labor cuando, a principios de los 50, volvió a intentar levantar su castillo de naipes. Conocer en carne propia a dónde conducía la exaltación nacionalista, hizo que los fáctotums del fútbol europeo (presidentes de federaciones, sobre todo) se mostraran más proclives a remar a favor de la Eurocopa.

Delaunay tuvo no obstante que superar nuevas dificultades. Los ingleses, siempre muy suyos -más en este caso, en el que se sentían dueños de un juego que habían inventado-, no entraban al capote. Por otro lado, la Copa del Mundo de Rimet ya estaba más o menos consolidada (Uruguay 1930 fue su edición inaugural). Rimet, que ostentó la presidencia de la FIFA entre 1921 y 1954, se mostraba reacio a facilitar la creación de la Euro a partir de la UEFA, la asociación continental recién constituida. Quería, al parecer, tener él todo el control del fútbol. Es lo que apunta Pereira en su libro.

La marcha de Rimet abrió una nueva oportunidad. Fue la que aprovechó su viejo compañero de gestiones deportivas, que, no obstante, tuvo que convencer a tirios y troyanos de que la Euro tenía interés más allá de la Copa de Europa de clubes, que acababa de arrancar. Era el torneo sobre el que se centraban los esfuerzos logísticos y organizativos de la UEFA, y que, por cierto, el Madrid se llevaba a sus vitrinas año tras año.

El pobre Delanauy, que tenía la Copa América como referente y aval, no pudo ver el nacimiento de su criatura. Murió en 1955. Pero su hijo Pierre no quiso que el impulso cayera en saco roto. Finalmente, consiguió que el sueño paterno se hiciera realidad. Con el mérito añadido de que rompió el Telón de Acero, algo que le habría encantado a su progenitor, tan europeísta. Los países de la Europa oriental se sumaron animosamente a la convocatoria, que terminó coronando a su patrona, la Unión Soviética, en 1960 (derrotó en la final a Yugoslavia por 2-1).

La huestes soviéticas ganaron sin jugar los cuartos, ya que el rival que le tocaba en suerte, la España de Helenio Herrera, con Di Stefano, Kubala, Gento..., fue retirada de la competición por dictamen de Franco, que claudicó ante sus ministros más duros, Carrero Blanco y Alonso Vega, totalmente enrocados frente a la posibilidad de ver ondeando en nuestro suelo una bandera roja con la hoz y el martillo (entonces las eliminatorias previas a la final a cuatro se jugaban a doble partido en los países de los contrincantes). Gran error aquel que se subsanó en parte con la victoria rojigualda en la edición siguiente, con aquella final mítica en el Bernabéu entre, precisamente, nuestro equipo y la URSS de la Lev Yashin, la Araña Negra. Sí, la del gol de Marcelino.

Así pues, podríamos proponer, para los libros de texto, que cuando se dice que los precedentes de la UE fueron la CECA (el tratado del carbón y el acero), el Euratom (el de la energía atómica) y la CEE (el acuerdo económico), también se añada la Eurocopa. Vale, quizá en un peldaño inferior, pero que se añada. 

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