Ferrofluido que se agrupa cerca de los polos  de un magneto poderoso. Imagen:  Gregory F. Maxwell

Ferrofluido que se agrupa cerca de los polos de un magneto poderoso. Imagen: Gregory F. Maxwell

Entre dos aguas

La ciencia de poner nombres: electrolitos, 'quarks' y otras voces con chispa

La historia de la investigación está cargada de curiosas anécdotas y guiños al latín y al griego a la hora de conceptuar los descubrimientos en cada una de las disciplinas

12 mayo, 2023 02:51

Nuestro conocimiento del mundo está en constante evolución. Se descubren nuevos seres, fenómenos, cuerpos celestes, se inventan y construyen instrumentos, materiales, y se proponen nuevas teorías para explicar esas novedades. Y todo esto lleva asociado la introducción de nuevos nombres, de nuevas terminologías. Todos los idiomas muestran en sus léxicos, actuales o históricos, huellas de estos procesos, así como la influencia de términos diversos de otras lenguas.

La casuística en el caso de la creación de términos científicos es muy amplia. Hasta el siglo XIX y comienzos del XX se mantuvo con fuerza la tradición de construir neologismos sobre raíces griegas. Cuando en 1833 Charles Lyell propuso dividir el Terciario en tres Series, las llamó Eoceno (del griego eos, aurora, comienzo, y kainós, reciente), Mioceno (de meios, menos, reciente) y Plioceno (de pleios, más, reciente), nomenclaturas que aún persisten.

El campo de la electricidad ofrece buenos ejemplos de novedades terminológicas. Michael Faraday (1791-1867), junto a James Clerk Maxwell, quien más contribuyó a la creación de una teoría, el electromagnetismo, o electrodinámica, que unificó en un mismo marco teórico, electricidad, magnetismo y óptica, se encontró en el curso de sus investigaciones con el problema de acuñar nombres para expresar el contenido de los descubrimientos que se estaban realizando en el ámbito de la electricidad.

La terminología que apareció en la segunda mitad del siglo XX renunciaba habitualmente a seguir criterios filológicos

Uno de estos descubrimientos lo realizaron en 1800 William Nicholson y Anthony Carlisle, quienes utilizando la pila eléctrica –un aparato para producir corriente eléctrica continua– que Alessandro Volta había inventado aquel mismo año, hicieron pasar una corriente eléctrica a través del agua confirmando que esta no era un cuerpo “elemental” sino que está formada por hidrógeno y oxígeno (desarmaba de esta forma la vieja teoría de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego). Faraday estudió el fenómeno –encontró las leyes que obedece– pero se encontró con el problema de darle un nombre.

Carente de la educación necesaria –no cursó estudios superiores–, Faraday necesitaba ayuda para semejante tarea lingüística. La obtuvo de su médico Whitlock Nicholl, que le propuso que lo denominase “electrolysis” –de “electro”, la raíz de “electricidad”, y “lýsis”, voz griega que en inglés significa unbinding (se puede traducir por “desatar” o “descomponer”)–, y que vertida al español es “electrolisis”, que el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española y ASALE, define como: “Descomposición de una sustancia por rotura de sus enlaces químicos”.

Para el “cuerpo que se descompone mediante el paso de una corriente eléctrica”, Nicholl propuso que se denominara “electrolyte” (“electrolito)”. Con estos términos, Faraday estaba satisfecho, pero no así, como escribió el 24 de abril de 1834 a William Whewell, el máster del Trinity College de Cambridge, “con otros dos que he utilizado hasta ahora. Me es esencial poder referirme a las dos superficies de un cuerpo descomponible a través de las cuales entra y sale la electricidad, sin referirme al mismo tiempo a los electrodos”.

Él había utilizado los términos “eisode” y “exode” para esas superficies (o “polos”). Al día siguiente, Whewell, un hombre bien formado en el estudio de los clásicos griegos y latinos y en la estructura y léxicos de estas lenguas, respondía que había “considerado los dos términos” pero que él recomendaba en su lugar “anode [ánodo]” y “cathode [cátodo]”. Los argumentos filológicos en que basaba su propuesta eran un tanto rebuscados, pero el hecho es que sus recomendaciones tuvieron éxito y se incorporaron al léxico de la ciencia, donde continúan.

El electromagnetismo cambió el mundo al hacer posible la iluminación de hogares y ciudades, innumerables procesos industriales y también la transmisión de información y comunicaciones con velocidades cada vez más cercanas a la de la luz.

Prácticamente un siglo más tarde se abrió otra nueva puerta, la de la genética, cuyo origen se halla en las investigaciones con guisantes a mediados del siglo XIX del monje agustino Gregor Mendel, que implicaban que existía algún tipo de “unidades discretas” responsables de la transmisión de caracteres biológicos de una generación a la siguiente. Importante en el camino del conocimiento de esas “unidades” fue un médico inglés, Archibald Edward Garrod, quien las relacionó con un raro trastorno conocido como alcaptonuria. Tras una serie de estudios, Garrod concluyó que el trastorno se heredaba de los progenitores, no siendo el resultado, como hasta entonces se pensaba, de una infección bacteriana.

En 1902 publicó un artículo titulado La incidencia de la alcaptonuria: un estudio de individualidad química, título que ya ofrece indicios de que su autor manejaba la idea de que el causante de la enfermedad que había estudiado era algún tipo de “carácter individual” que permitía recordar a los “determinantes hereditarios mendelianos“. Sin embargo, no existían términos que expresasen esta idea. Fue el biólogo inglés William Bateson, quien consciente de este problema lexicográfico acuñó la voz genetics (“genética”), término que utilizó por primera vez en una carta que escribió el 18 de abril de 1905: “Ninguna palabra de las que se utilizan comúnmente tiene este significado [‘Herencia y variabilidad’]. Se necesita desesperadamente semejante palabra, y si fuera deseable acuñar una, podría ser ‘Genética’ [Genetics]”.

[La galaxia digital empieza a hablar español (correctamente)]

El respeto por tradiciones lingüísticas del pasado que muestran ejemplos como los anteriores, hace tiempo que está desapareciendo. En la física de altas energías, inicialmente denominada de “partículas elementales”, se encuentran buenos ejemplos. La terminología que apareció a partir de la segunda mitad del siglo XX renunciaba habitualmente a seguir criterios filológicos.

El caso de los quarks, introducidos por el físico y premio Nobel, Murray Gell-Mann, es paradigmático. Como explicó en 1963 en su libro El quark y el jaguar (Tusquets, 1995), los bautizó así cuando “en una de mis lecturas ocasionales de Finnegans Wake, de James Joyce, descubrí la palabra quark en la frase ‘Tres quarks para Muster Mark’. Razoné que el número tres encajaba perfectamente con el número de quarks presentes en la naturaleza”.

Y no se trata únicamente del término quark: también está la cromodinámica cuántica, que no es ninguna teoría del color, sino de la fuerza que une los quarks, los “sabores” de los quarks que tampoco tienen nada que ver con los sabores en su sentido estricto; son “atributos cuánticos”. Metáforas idiosincrásicas que no van más allá de dejar huellas personales. De nuevo, el “yo”, esta vez también en la ciencia

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