Voltaire y la marquesa de Châtelet, una 'infidelidad' científica con Newton
La apasionada relación con la ciencia del pensador francés contribuyó a difundir, con la ayuda de su pareja, Madame de Châtelet, la obra del genio inglés
Soy un enamorado del siglo XVIII, el de la Ilustración o Siglo de las Luces. Con la seguridad que daba la física newtoniana, nació entonces la “Modernidad”, la creencia de que el instrumento para acceder a la Verdad era la Ciencia, no la Revelación, esto es, lo que una religión podía aportar al conocimiento del diseño del mundo y del destino de la humanidad, debidos a un Dios todopoderoso.
Esa fe en la ciencia lo fue de unos pocos, los “ilustrados”, pero estos dejaron una huella profunda, un legado que, ya en el siglo XX, ha socavado el denominado “Posmodernismo”, una de cuyas tesis es la de “mi verdad es tan buena como la tuya”. Pero hay que ser cuidadoso con creencias como esta: una cosa son los derechos, en los que, por supuesto, no deben existir diferencias, y otra, verdades como las que establece la ciencia, aunque esas verdades terminen siendo refinadas o corregidas con el paso del tiempo.
Durante el siglo XVIII vivieron algunos científicos que se deben recordar. Por su trágico destino –fue víctima de la guillotina– y por ser el “padre” de la química moderna, Lavoisier ocupa un lugar preferente. Otro nombre inolvidable es el del suizo Leonhard Euler, quien dejó marca tanto en la matemática como en la física, además de escribir uno de esos libros que pueden también ser comprendidos por los legos en ciencia: Lettres à une Princesse d’Allemagne sur divers sujets de Physique et de Philosophie (1768, 1772), libro que agrupa las cartas que envió a la princesa de Anhalt-Dessau en las que le proporcionaba una visión panorámica de la ciencia de la época (en 1990, las Prensas de la Universidad de Zaragoza publicó una traducción al castellano).
La relación de Voltaire con la física newtoniana se inició exiliado
en Inglaterra por motivos políticos entre 1725 y 1728
En las ciencias naturales el nombre principal es Linneo –aunque no se debe olvidar al polifacético naturalista Buffon–, recordado especialmente por introducir la “nomenclatura binaria” que daba a cada especie dos nombres, el genérico (común a todas sus congéneres) y el específico (que sirve para concretar, dentro del género, a qué especie pertenece); en su Suecia natal fue descrito como “un segundo Adán”, porque dio a cada especie un nombre. Tampoco hay que olvidar a Pierre-Simon de Laplace (1749-1827), autor de un Tratado de mecánica celeste (cinco volúmenes), en el que además de desarrollar el sistema celeste newtoniano, erradicaba numerosas anomalías existentes en las explicaciones que Newton había dado sobre los movimientos de los planetas.
Es famosa la anécdota según la cual Napoleón preguntó a Laplace el motivo por el que en el Tratado de mecánica celeste no aparecía la noción de Dios. “Sire, es una hipótesis de la que no tengo necesidad”, dicen que le contestó, un buen ejemplo de la seguridad en la ciencia que caracterizó a muchos ilustrados. Una seguridad de la que también participó el físico y matemático Jean le Rond d’Alembert, director junto al filósofo Denis Diderot de la obra más representativa de aquella centuria, la Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, cuyo primer tomo apareció en 1751.
El segundo se publicó en 1752, y a continuación, al ritmo de uno cada año, los que van del tercero al séptimo. Se produjo entonces, 1757, un alto en la producción debido a la censura –la Iglesia católica, que consideraba la obra fruto de una conspiración de librepensadores y ateos, la incluyó en el Índice de Libros Prohibidos en 1759–, reanudándose la impresión en 1762 con el primer volumen de grabados, al que más adelante se añadieron diez más. Finalmente la obra estuvo formada por 28 volúmenes, con 71.818 artículos y 3.129 ilustraciones.
A la cita de la Encyclopédie no faltaron los mejores ilustrados. Uno de ellos fue François Marie Arouet de Voltaire (1694-1778), que reclutado en 1755 para participar en la obra terminó contribuyendo a ella con 45 artículos. Me anima a recordar a este complejo personaje la reciente publicación de una magnífica biografía: Voltaire (Arpa, 2023) de Martí Domínguez, uno de los mejores conocedores en España del mundo de la Ilustración, como ejemplifica, además de con este Voltaire, con su novela histórica, Las confidencias del conde de Buffon (1999).
La biografía de Voltaire da para muchos comentarios, pero yo quiero referirme sólo a dos apartados. El primero, su relación con la física newtoniana, que se inició mientras vivió exiliado en Inglaterra por motivos políticos entre 1725 y 1728. En Francia, como en la mayor parte del continente, dominaba la idea de Descartes de un universo lleno de una materia sutil, formando continuamente remolinos que arrastraban a los cuerpos celestes. Su idea de la gravitación era eso, movimientos puramente mecánicos, no las misteriosas fuerzas a distancia en el vacío de Newton.
En sus Cartas filosóficas o Cartas inglesas, en las que atacaba duramente al cristianismo –se publicaron primero en inglés en 1733–, Voltaire explicaba, con innegable habilidad literaria, que “un francés que llega a Londres encuentra las cosas muy cambiadas tanto en filosofía como en todo lo demás. Ha dejado el mundo lleno [referencia al plenum cartesiano], aquí lo encuentra vacío [las acciones a distancia newtonianas]. En París se considera al universo compuesto de materia sutil [la que nutría el espacio cartesiano], en Londres no hay nada de esto”. Y en 1738 contribuyó a la introducción de la física newtoniana con un texto dedicado plenamente a ella: Elementos de la filosofía de Newton.
El segundo punto que quiero mencionar es la relación, intelectual y amorosa, que Voltaire mantuvo con Émilie Le Tonnelier de Breteuil (1706-1749), marquesa de Châtelet tras su matrimonio en 1725. En las Memorias de su vida, escritas por él mismo, que Manuel Azaña vertió al español y que Gonzalo Pontón ha recuperado recientemente (Pasado & Presente 2022), Voltaire escribió: “Encontré en 1733 una señora joven que pensaba poco más o menos como yo, y que tomó la resolución de ir a pasar en el campo varios años, para cultivar allí su entendimiento, lejos del tumulto del mundo; era la señora marquesa de Châtelet, la mujer con más disposición para las ciencias de toda Francia”.
No exageraba: de ella fue la primera traducción al francés del libro magno de Newton, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687), a la que añadió una extensa síntesis y comentarios, plenos de desarrollos matemáticos.