Charles Darwin, retratado por George Richmond hacia finales de 1830

Charles Darwin, retratado por George Richmond hacia finales de 1830

ENTRE DOS AGUAS

De Newton a Einstein: los científicos con vidas fascinantes que merecen una novela

También deberían aparecer Kepler, el astrónomo-mendigo, o las peripecias de Lavoisier en los tiempos convulsos de la Revolución Francesa.

5 enero, 2024 01:45

La Navidad es ocasión de encuentros y recuerdos, de alegría y de añoranzas. Por casualidad, mis ojos se han parado en un rincón de mi abarrotada biblioteca, uno en el que encontró su hogar hace años un libro de Javier Marías, Vidas escritas (Alfaguara, 2000). Releo la dedicatoria que Marías inscribió en él: “Para José Manuel Sánchez Ron estas vidas más ilustres, pero no mucho más calamitosas que la del autor. Con la amistad de Javier Marías. Octubre del 2008”. El 11 de septiembre pasado se cumplió un año del fallecimiento de este gran escritor e intelectual, compañero en la Real Academia Española, a la que daba tanto prestigio como lustre.

Añoranza del compañero perdido, pero al mismo tiempo el placer de recordar el disfrute que me dio la lectura de esas Vidas escritas, uno de los libros que he leído más de una vez (la edición de 2000 es una ampliada). De “William Faulkner a caballo” a “Emily Brontë, el mayor silencioso”, pasando por muchos otros escritores, entre ellos sus muy queridos –algunos también de su gran amigo, Arturo Pérez-Reverte– Conrad, Doyle, Stevenson, Mann o Nabokov. Al tomar de nuevo entre mis manos este libro, pensé: “Ojalá tuviera yo el arte narrativo de Marías para escribir unas Vidas escritas no de literatos, sino de científicos”.

La humanidad recuerda a los déspotas y a los tiranos, pero olvida a sus benefactores. ¿Qué sabemos sobre Homero, Tales o Pitágoras?

Candidatos e historias no me faltarían. Empezaría imaginando cómo pudo ser la vida de Euclides (c. 330-270 a. C.), del que prácticamente no sabemos nada. De él, George Sarton (1884-1956), uno de los padres fundadores de la historia de la ciencia moderna, escribió: “Todos conocemos su nombre y su obra principal, los Elementos de geometría, pero sabemos muy poco sobre él. Lo poco que sabemos –y es muy poco– lo deducimos y fue publicado después de su muerte. Esta clase de ignorancia, sin embargo, no es excepcional sino frecuente.

La humanidad recuerda a los déspotas y a los tiranos, a los políticos de éxito, a los hombres con fortunas (o a algunos al menos), pero olvida a sus grandes benefactores. ¿Qué sabemos sobre Homero, Tales, Pitágoras, Demócrito...? Más aún, ¿qué sabemos sobre los arquitectos de las catedrales antiguas o sobre Shakespeare? Los grandes hombres del pasado son desconocidos, incluso aunque hayamos recibido sus obras y disfrutado de sus abundantes bendiciones”.

Seguramente le seguiría Johannes Kepler (1571-1630), cuya biografía reconstruyó magistralmente hace años Max Caspar, en una obra reeditada en 2018 por las Publicacions de la Universitat de València. Compartiría las muchas penas que tuvo que soportar, astrónomo-mendigo que los poderosos gustaban tener cerca pero no pagar.

Intentaría que mis lectores gozasen de las armonías que el fino oído de Kepler imaginó que guiaban las trayectorias de los planetas del Sistema Solar. Y aunque su música no existiera, a él le ayudó para formular sus famosas –¿lo son todavía para los estudiantes?– tres leyes del movimiento planetario, las primeras leyes universales de la física y astronomía.

vendría después, ¿cómo no?, Isaac Newton (1643-1727), “el grande entre los grandes”, en mi opinión la mente más poderosa que ha conocido la historia, pero más que insistir en sus fundamentales aportaciones a la física (dinámica, gravitación y óptica) y a la matemática (cálculo diferencial), me sumergiría en su mundo teológico –era un arriano, esto es, creía en un Dios único y no trino– sobre el que escribió y publicó mucho más que sobre ciencia.

No podría faltar, por supuesto, Antoine-Laurent de Lavoisier (1743-1794), el “Newton de la química”, el científico que compatibilizó lo incompatible, especialmente en tiempos convulsos como los de la Revolución Francesa: los negocios –fue accionista de la organización recaudadora, por delegación del rey, de impuestos–, ilustrado comprometido con numerosas mejoras técnicas de interés social, y químico excelso.

Algo debería decir de jóvenes que dieron mucho a la ciencia en el escaso tiempo que vivieron, como los matemáticos Niels Henrik Abel (1802-1829), al que la tuberculosis no pudo arrebatarle la gloria que le granjearon sus aportaciones a la solución de ecuaciones y estudio de funciones, y Évariste Galois (1811-1832), quien previendo, como sucedió, que el estúpido duelo al que se había comprometido le podría costar la vida, pasó la noche anterior dejando para la posteridad ideas que conformarían la teoría de grupos, instrumento precioso no solo para las matemáticas sino también para la física.

¡Y qué decir de Charles Darwin (1809-1882)! Ninguna historia, tanto de la ciencia como del pensamiento en general, puede prescindir de recordarlo. El origen de las especies (1859) y El origen del hombre (1871) son hitos perdurables en el camino de la humanidad. Y no me sería difícil revivir su apasionante biografía, la de un intrépido explorador, que pasó cinco años de su juventud recorriendo el mundo a bordo de un barco, y que a partir de su madurez se convirtió en un enfermo sedentario que rara vez abandonaba su hogar de Down, a unos treinta kilómetros de Londres.

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Trataría de que los lectores de ese imaginado libro compartieran conmigo frases inolvidables como la que prácticamente cerraba El origen de las especies: “En el futuro distante veo amplios campos para investigaciones mucho más importantes. La psicología se basará sobre nuevos cimientos, el de la necesaria adquisición gradual de cada una de las facultades y aptitudes mentales. Se proyectará luz sobre el origen del hombre y sobre su historia”.

Como ¿último? eslabón de la cadena de esas vidas ilustres de mis héroes científicos, estaría Albert Einstein (1879-1955), el “Personaje del siglo XX” según el último número de diciembre de 1999 de la revista Time. Y si tuviera que elegir algún ancla para edificar en torno a él una historia atractiva, seguramente partiría de una frase que escribió en su Autobiografía (1949): “Lo fundamental en la existencia de un hombre de mi especie estriba en qué piensa y cómo piensa, y no en lo que haga o sufra”.

En Vidas escritas, Javier Marías no dejó de incluir a su querido –era, decía, “su libro favorito”– Laurence Sterne (1713-1768), al que dedicó el tremendo esfuerzo de traducir su Tristram Shandy. Mientras escribo estas líneas, tengo a mi lado el ejemplar que me regaló: “Por si no lo tienes, te puede resultar de interés”. Aún no lo he leído, pero lo haré.

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