Por qué estamos encadenados a metales como el cobalto, el silicio o el galio
La globalización y las nuevas tecnologías nos hacen depender de nuevos materiales por sus propiedades magnéticas, conductoras, ópticas o catalíticas
La madre Tierra, el lugar donde surgió la vida que conocemos y donde hemos llegado a existir los humanos, nos provee de los elementos imprescindibles para que podamos vivir: aire para respirar, agua, consustancial a nuestros cuerpos y necesidades, y para alimentarnos otras especies, tanto vegetales como animales. Pero también nos ofrece otros bienes sin los cuales no hubiéramos podido construir las civilizaciones de las que es testigo la historia.
Entre esos bienes se encuentran los elementos químicos, no en vano en la cronología histórica existen fases conocidas como Edades del Cobre, del Bronce (aleación de cobre con estaño, que también puede incluir otros elementos en menor proporción), y del Hierro (milenios, respectivamente, III, II y I a. C.).
Por su parte, el carbón, una roca sedimentaria rica en carbono, ocupa una posición de privilegio en la historia de la humanidad, tanto con anterioridad a la denominada Revolución Industrial, promovida por la invención de la máquina de vapor, como después, pues aún nos acompaña, pese a que conocemos los efectos negativos que tiene para el clima.
El cobalto, un raro metal azulado, es un componente esencial de casi todas las baterías recargables de iones de litio
Otros materiales, como el oro y la plata, también han sido extremadamente valorados a lo largo del tiempo, mas en el mundo actual, el de la globalización y la información, son otros elementos los más cotizados, debido a sus propiedades magnéticas, conductoras, ópticas o catalíticas.
Progenitores de la globalización digital son el silicio y el germanio (semiconductores), pero también existen otros muy demandados, como el galio, necesario para fabricar los diodos emisores de luz, conocidos por sus siglas inglesas, LED; el indio, para los circuitos integrados de los computadores y para las pantallas de cristal líquido (LCD); el vanadio, fundamental para fabricar aceros especiales, para la industria aeroespacial y como catalizador para aumentar la velocidad de una reacción química.
El berilio, requerido en las industrias aeroespacial (para frenos) y nuclear, en donde sirve de moderador. El cobalto, un raro metal azulado, es un componente esencial de casi todas las baterías recargables de iones de litio (otro elemento químico muy valorado) que se utilizan en móviles, tabletas, ordenadores portátiles y vehículos eléctricos.
Y también están las denominadas “tierras raras” (denominadas así porque es difícil encontrarlas en forma pura en la corteza terrestre, no por su escasez ya que algunas son muy abundantes), que incluyen 17 elementos químicos (escandio, itrio y los lantánidos, grupo del que forman parte por ejemplo, el lantano, cerio, neodimio, terbio, europio, erbio o el lutecio), que se utilizan en los vehículos eléctricos, turbinas de aerogeneradores, trenes de alta velocidad, escáneres médicos, láseres, o en fibras ópticas para la transmisión de datos.
Parte de las tierras raras entran en lo que se califica como “metales raros” (berilio, bismuto, vanadio, cerio, neodimio, terbio, lantano, europio), en los que se han depositado actualmente grandes esperanzas para combatir el cambio climático utilizándolos para producir “energías limpias”, libres de las emisiones de dióxido de carbono, recurriendo a turbinas de viento (aerogeneradores), paneles solares o coches eléctricos.
Pero existen problemas. En este caso, el adjetivo “raro” para esos metales deriva de que se encuentran en cantidades muy pequeñas y mezclados con otros minerales. Se necesitan, por ejemplo, entre ocho toneladas y media de roca para extraer un kilogramo de vanadio, dieciséis para uno de cerio, y mil doscientas para un kilogramo del más raro de estos metales, el lutecio (utilizado en tratamientos contra el cáncer).
Y aunque los materiales que se obtienen con ellos se empleen en la generación de energías más limpias que las basadas en el carbón o en la combustión del petróleo, los procesos mediante los que se extraen esos elementos metálicos distan de ser limpios. Además de romper las rocas en las que están integrados, hay que emplear cócteles de reactivos químicos.
Y ahí no acaba todo: purificar una tonelada de tierras raras requiere al menos 200 metros cúbicos de agua, que queda saturada de ácidos y metales pesados, por lo que debe ser tratada antes de que regrese a ríos, acuíferos o que se pueda utilizar en cultivos.
La minería de esos metales no sólo es peligrosa por sus efectos ambientales, lo es también en muchos casos por su dimensión social y geopolítica. Lo ejemplifica con claridad la obtención del cobalto, como muestra con dolorosa claridad el libro de Siddharth Kara, Cobalto rojo (Capitán Swing, 2023), significativamente subtitulado 'El Congo se desangra para que tú te conectes'.
La República Democrática del Congo es un país bendecido por innumerables materiales y productos (cobre, hierro, cinc, estaño, níquel, manganeso, germanio, tantalio, wolframio, uranio, oro, plata, litio, diamantes, caucho, madera, aceite de palma…), pero a la vez, como si fuera la “inevitable” consecuencia de haber recibido semejantes bienes, es un país maldito debido a la explotación que han padecido sus habitantes.
Y aquí el recuerdo de un rey sediento de riqueza viene inmediatamente a la memoria: Leopoldo II de Bélgica, que reinó desde 1865 hasta su muerte en 1909. Que han sufrido y todavía sufren, por cómo son explotados los mineros –hombres, mujeres y niños– “artesanales” que trabajan, por su cuenta, de sol a sol por salarios miserables.
Como la región de Katanga posee más reservas de cobalto que el resto del planeta, no es sorprendente que las empresas más poderosas y ricas del mundo, las que necesitan las baterías de litio (las baterías de los coches eléctricos requieren actualmente en torno a diez kilogramos de cobalto refinado, más de mil veces lo que necesita la batería de un teléfono inteligente), estén particularmente interesadas en el Congo. Empresas y naciones.
[¿Qué se cuece en las entrañas de la Tierra?]
El procesado preliminar –muy contaminante– se realiza en instalaciones congoleñas, pero el resultado se envía a refinerías de fuera del país, la mayoría de las cuales se hallan en China, que en 2021 produjo el 75 por ciento del cobalto mundial.
Y no se trata solo de los elementos necesarios para que funcionen coches o dispositivos electrónicos: la energía que necesitan los servidores que alimentan las redes informáticas que utilizamos es abrumadora, y procesos como el necesario para generar las famosas criptomonedas Bitcoin consumen anualmente, según un informe de la Universidad de Cambridge, más electricidad que toda Suiza.
En otras palabras, los “pies” de las energías y medios de comunicación y transporte “limpios”, no son tan limpios. Y en algunos casos –recuérdese el Congo– están también manchados de sangre.