"El viento nos llevará", de Abbas Kiarostami
Gran Premio Especial del Jurado en el último Festival de Venecia, El viento nos llevará, que se estrenará en los próximos días en nuestro país, consolida a Abbas Kiarostami como una de las voces más brillantes y afinadas del cine del nuevo siglo. A sus casi sesenta años, el director iraní demuestra que los caminos que conducen a la modernidad no tienen por qué ser digitales.
Muchos fueron los que escribieron, declararon y firmaron bajo juramento que Te querré siempre, el fomoso viaje por Italia emprendido por Ingrid Bergman y George Sanders en 1953 de la mano de Roberto Rosellini, marcaba el año cero de la modernidad cinematográfica. Jacques Rivete, Alain Bergala y José Luis Guarner se pusieron de acuerdo, a miles de kilómetros de distancia, para descubrir que, en los intersticios de la historia de la crisis sentimental de un matrimonio, se encontraba una profunda, radical investigación sobre la conflictiva relación entre el plano de la realidad y el plano de lo real -que, aunque parecen lo mismo, pertencen a dimensiones diferentes-. Si en el cine convencional el "raccord" establece una lógica entre planos y secuencias, Rossellini demostraba -como señala el crítico e historiador ángel Quintana- que no tiene por qué existir una relación directa entre el plano del personaje y el contraplano de la realidad.El iraní Abbas Kiarostami sólo tenía trece años cuando se estrenó Te querré siempre pero, seguramente, él es el único heredero legítimo de la experimentación rossellininana: no en vano fue él quien declaró que "el cine es la historia de la distancia entre el ser ideal y el ser real", o lo que es lo mismo, entre el personaje y el actor que lo encarna. El viento nos llevará, hermoso título secuestrado de un poema de Forough Farrokhzad (poeta iraní que murió a los 33 años, en 1967), vuelve a jugar con esa estimulante confusión entre lo realista (la representación de lo real) y lo real: los habitantes de Siah Dareh, situado en el Kurdistán iraní, se convierten en involuntarios actores (que se interpretan, sin saberlo, a sí mismos) cuando un equipo de rodaje llega al pueblo. Otro capítulo más de ese "cine inacabado" que Kiarostami empezó en sus tempranos cortometrajes didácticos (en 1969, entró a trabajar en el Instituto para el Desarrollo Intelectual para Niños y Adolescentes, institución que financió todas sus producciones entre 1970 y 1992), en los que los niños aparecían realizando los deberes o desenvolviéndose ante la cámara con pasmosa naturalidad.
Calculada sencillez
En un excelente artículo publicado en la revista "Nosferatu" dedicada a las relaciones entre el cine y el islam, Carlos F. Heredero hablaba del "primitivismo y la sofisticación" del cine de Kiarostami. La aparente y complejísima tosquedad de esos documentales infantiles, su vertebrada y calculada sencillez, es el apunte al natural, el borrador que el cineasta iraní esbozó en su cuaderno de notas para aproximarse -la modestia y la humildad de la aproximación- a una leve reconstrucción de la realidad, algo así como la puerta hacia lo "real" o lo "verdadero". Para captar esa verdad, Kiarostami reivindica la desnudez formal del plano fijo: hay que esperar pacientemente a que lo "real" se separe de la realidad. De ahí que sus películas estén repletas de larguísimos planos secuencias en los que el tiempo muerto cumple una función dramática: el espectador, como el propio cineasta, debe esperar a que la verdad despierte de su letargo, y puede hacerlo en el momento menos oportuno o previsible.
El cine de Kiarostami, lejos del pegajoso manierismo de Theo Angelopoulos o la irónica fealdad de Oliveira, apuesta por una honestidad que sólo tiene que ver con la vida: recordemos el prolongado y emotivo plano secuencia que cierra A través de los olivos (1993) o, en el mismo filme, ese stendhaliano retrovisor que refleja el camino que un camión va dejando atrás, en un pasado inmediato e inaprehensible.
Kiarostami no cree en el poder de la ficción y por eso todas sus obras magnas se visten con el disfraz del metalenguaje. Su trilogía de Koker, compuesta por Dónde está la casa de mi amigo (1987), Y la vida continúa (1991) y la ya citada A través de los olivos, componen una insólita tríada de películas de "cine dentro del cine", en la que la última podría ser entendida como el "making of" del rodaje de la segunda, que es, al mismo tiempo, un eco de la primera. El cine es un juego de espejos donde la realidad se multiplica infinitamente, y nunca hay una sola respuesta. No obstante, tal vez sea Primer plano (1990) la película de Kiarostami que refleja de un modo más radical e innovador su concepto del cine: en ella, un obrero en paro, cinéfilo militante, se hace pasar por el director iraní Mohsen Makhmalbaf para colarse en el universo de una acomodada familia de Teherán. Kiarostami llegó a filmar con cámara oculta el encuentro del obrero al salir de la cárcel y Makhmalbaf, un encuentro entre lo "real" y la "relidad" (en este caso, el fruto de la impostura) sin precedentes en la historia del cine.
No hay verdad sin vida, y no hay vida sin muerte. Los restos de una ciudad destruida por un terremoto en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, el obsesivo suicida de la conmovedora El sabor de las cerezas (1997) y el fémur que se desliza por las aguas de un río en El viento nos llevará ponen de manifiesto la dualidad positivo/negativo del concepto de lo "real" según Kiarostami. Vida y muerte conviven en un paisaje sin fronteras, atávico y solitario, donde los personajes-actores se relacionan con la cámara con el obsceno naturalismo con que una manzana se refleja en un espejo. Desde su modernísima simplicidad, la reciente El viento nos llevará sigue interrogándonos, en voz baja y clara, sobre los límites de nuestra realidad, sobre los límites del cine para representar y reconstruir la realidad. Rossellini puede descansar en paz en su tumba: Abbas Kiarostami es su ángel de la guarda.