Image: Perversidad

Image: Perversidad

Cine

Perversidad

Esa maldita luz de los sueños, por Lorenzo Silva

4 diciembre, 2003 01:00

Edward G. Robinson y Joan Bennett en Perversidad

Perversidad -entrega de la Filmoteca de El Cultural del jueves 11 de diciembre- es, para el escritor Lorenzo Silva "una de las más certeras radiografías sobre el origen del mal". Dirigida por Fritz Lang, "uno de los hombres más sabios del cine", está protagonizada por Edward G. Robinson y Joan Bennett. En el cuaderno de 16 páginas que acompaña al DVD, también escriben Jesús Palacios y el cineasta Jaume Balagueró.

No sobra comenzar diciendo que este largometraje, originalmente, se llama Calle escarlata (Scarlet Street), y que la alusión al sesgo perverso de la historia es una ocurrencia de los pacatos traductores españoles de la época. Quizá había que hacer notar que en esta película pasan demasiadas cosas inconvenientes, que sólo desde una óptica ejemplarizante (moralizante) podían tolerarse en el apolillado y gazmoño seminario que era por aquel entonces este país. Pero sin duda el título Perversidad resulta especialmente desafortunado, porque ésta es una historia, en el fondo, llena de inocencia, de seres ingenuos que se pierden y pierden a otros no por la iniquidad de su alma o de sus impulsos, sino por obrar cegados por una luz que les asalta y desborda inopinadamente: la luz de los sueños perdidos, ese gran motor de destrucción.

Fritz Lang es, qué duda cabe, uno de los hombres más sabios que nunca han hecho cine. En esta pequeña (o no tan pequeña) joya lo demuestra en cada fotograma, desde el mismísimo principio. Como ocurre con el segundo plano de la película, en el que vemos de lejos a la bellísima amante del jefe de Christopher Cross (un humilde cajero, encarnado por Edward G. Robinson), que viene a sacar a su galán de la fiesta en la que se homenajea al empleado por sus veinticinco años de leal y honrado servicio al banco para el que trabaja. En apenas unos pocos segundos, recibimos un anticipo sutil de lo que van a contarnos: el descarrilamiento de un hombre al que ofusca su inoportuno amor a una mujer, y que al final de la historia habrá de pagarlo, pero recibirá el perdón de ese otro hombre, su jefe, que conoce la misma pulsión.

No es la maldad la que causa los mayores estropicios, tampoco en esta historia. Christopher Cross, el modélico empleado de banca, no se convierte en ladrón y mentiroso (y finalmente en algo aún más grave) porque su alma albergue sentimientos perversos. Inicia el camino del despeñadero por amor, en su más amplia expresión: por el amor que a uno le arrebata ante la inesperada y ya casi descartada materialización de los sueños rotos de la juventud. De eso hablan, significativamente, Christopher y uno de sus compañeros en el paseo que dan después de la fiesta de homenaje que abre la película. De cómo Christopher desearía haber sido amado alguna vez por una mujer como la que viene a recoger al jefe. De cómo le gustaría ser pintor en lugar de cajero, y de cómo los domingos, para consolarse de su frustración, se dedica a pintar, como aficionado, cuadros que nadie ve y que su esposa quiere dar al chamarilero, porque según ella le apestan el apartamento. Es curiosamente por esos cuadros, que representan su modesta pero tenaz lealtad a sus sueños juveniles, por los que está casado con alguien que le veja y desprecia, y a quien no ama. Porque un día decidió vivir en un cuarto alquilado, para poder ahorrar y comprar pinturas y lienzos, y el cuarto dio en alquilárselo a esa mujer, entonces viuda, con la que al final (el roce de la convivencia, el miedo a la soledad) acabó contrayendo matrimonio. Todo esto, casi sin darnos cuenta, con esa sencilla fluidez del narrador que ha alcanzado la maestría, lo averiguamos en el primer cuarto de hora de película. Y es importante, porque lo que sigue es, nada menos, cómo Christopher va a realizar sus dos sueños, y cómo eso va a arruinarles completamente la vida a él y a algunos otros.

La misma noche de su homenaje, Christopher conoce a la mujer: Kitty, o Katherine (a quien da vida la insoportablemente atractiva Joan Bennett). Una joven hermosa, atolondrada, y por añadidura atontada por su amor a Johnny, un chulo de tres al cuarto, pero atildado, bien plantado y dueño de una sonrisa engatusadora (interpretándolo, un impecable Dan Duryea). El encuentro marca el destino que los une: porque Christopher se tropieza con Kitty mientras la está agrediendo, borracho, el irascible Johnny. Y cree salvarlo de él, cuando lo que está haciendo es sumarse a la perdición a la que ambos están abocados.

Luego la historia progresa, con una desarmante naturalidad, hasta el momento en el que Kitty, instigada por Johnny, alimenta en Christopher una ilusión que le lleva a ponerle un apartamento, distrayendo para ello dinero al banco y a su propia esposa. En un momento de debilidad, o de dejarse resbalar en el sueño, Christopher le ha hecho creer a Kitty que es un pintor cotizado, y Johnny (un jugador fracasado con aires de grandeza, siempre sin blanca) mueve los hilos para que ella le saque el dinero, sin imaginar que el pobre diablo ha de robarlo.

Podría, en este punto, y es el gozne sobre el que hábilmente gira la película, interpretarse que nos hallamos ante un triángulo de personas sumidas en la degradación moral, respecto de las que se invita al espectador a hacer un juicio severo, al verlas caminar hacia un final funesto que vendría a ser símbolo (y aviso a navegantes) de la expiación que el pecado siempre lleva consigo. Eso es, seguramente, lo que pesó en la mente de quienes decidieron llamar Perversidad a esta película. Pero no. Estamos ante un pobre hombre enamorado. Ante una pobre mujer igualmente enamorada. Y ante un vividor compulsivo, casi un ave rapaz que obedece, simplemente, a su instinto de rapiña. Son, todos ellos, seres aturdidos por una ilusión, forzados, por la potencia fatal de su embeleso, a la indiferencia hacia lo que no sea el objeto de su ensueño y a apartar o arrollar lo que pueda obstaculizarlo. Es una de las más finas, certeras y sugerentes radiografías sobre el origen y la dinámica del mal que se hayan podido ver en una pantalla. Porque ésta, como casi todas las buenas historias, trata del mal. No de malvados.

Sería un sacrilegio avanzar aquí cómo se resuelve la película. Eso debe descubrirlo el espectador por sí mismo. Gócese del talento y la inteligencia exquisita del guión que firma Dudley Nichols (compararlo con lo que hoy día en algunas partes consideran un guión, produce sonrojo), que avanza hacia un desenlace milimétrico, apoteósico, que a cada momento parece que no puede ser más y sin embargo siempre tiene una nueva vuelta de tuerca, aún más brillante que la precedente, hasta encajar todo en un engranaje perfecto hasta fascinar. Y gócese también del pulso de la realización, que suspende nuestra atención en momentos como ése, memorable, en el que el jefe de Christopher tamborilea con los dedos, sin saberlo, en el sobre donde éste ha guardado el dinero que acaba de sustraer de la caja. Todo es demasiado elegante, y a la vez demasiado poderoso como para dejar de apreciarlo y admirarse.

Nada en la película está mal, pero hay dos seres, dos sensibilidades que contribuyen, por encima del resto (es decir, más allá de lo intachable) a levantar el alma de lo que sucede. Paradójicamente, en esta historia americana, no lo es ninguno de los dos: Edward G. Robinson, en realidad Emmanuel Goldenberg, húngaro; Fritz Lang, austríaco. El primero, después de dar rostro tantas veces al gángster desalmado, supo en papeles como éste hacer latir a un personaje opuesto: el hombre rebasado y perdido en la jungla de la modernidad (véanlo, si pueden, en Tales of Manhattan). Lang, por su parte, filmó como nadie el alma dura y negra de la ciudad, el reverso del sueño americano (hasta la última película que allí rodó, Mientras la ciudad duerme). Hay quien piensa que esta gente nos amarga el día. Algunos damos gracias porque estuvieran y nos ayudaran a no darles una explicación simple a las cosas.






Esa maldita luz de los sueños, por Lorenzo Silva
Ficha y datos de la película
Entrevista a Fritz Lang
Mondo perverso, por Jesús Palacios
La culpa y el tormento, por Jaume Balagueró
Cronología de Fritz Lang